Cuando llegó la noche y Joakim fue a acostarse, permaneció mucho tiempo sentado en la cama contemplando el calendario mágico de Navidad.

¡HABÍA VUELTO A SUCEDER! En la gran imagen principal del calendario había pintados un montón de ángeles bajando del cielo. Todo esto Joakim ya lo había visto antes, pero hasta entonces no había descubierto que uno de los ángeles de la imagen era un niño.

Estaba segurísimo: el ángel niño no había estado siempre en la imagen. No había estado hasta que Joakim lo vio bajar volando en espiral desde la alta torre de la iglesia.

A la mañana siguiente abrió la ventanita número 11 del calendario de Navidad. Le costó esfuerzo sacar el fino papelito. En la ventanita abierta vio a un jinete montado.

Se acomodó bajo el edredón y leyó lo que ponía en la hoja.

Gaspar

Cinco ovejas, dos pastores, dos ángeles, un Rey Mago y una niña procedente de Noruega pasaron velozmente por el valle del Rin en el año 1199, después del nacimiento de Jesús. Apenas pudieron vislumbrar la torre de una iglesia al otro lado del río. Efiriel dijo que se trataba de la catedral de Mainz.

—Hemos de cruzar el río —dijo Josué—. Es una pena, porque de nuevo tendremos que asustar a un pobre remero y explicarle que somos peregrinos camino de Tierra Santa.

—Intentaremos hacerlo del modo más suave posible —dijo Efiriel.

Imporiel se alteró de repente:

—Allí abajo veo una barca —exclamó.

Se elevó por los aires batiendo sus cortas alas en dirección a la barca, con el resto de la comitiva detrás, y enseguida entabló conversación con un hombre que estaba sentado en la orilla:

—¿Podrías llevarnos a la otra orilla? Vamos nada menos que a Belén, y no tenemos mucho tiempo si queremos llegar antes de que nazca Jesús. Tenemos un encargo sagrado, ¿sabes? Así que no somos gente cualquiera.

Efiriel echó a correr desesperado tras él. Cuando alcanzó al pequeño ángel hizo un gesto de disculpa ante el remero. A continuación se volvió hacia Imporiel y dijo:

—¿Cuántas veces he de recordarte que antes de nada tienes que decir «no temas»?

Pero el remero, que llevaba una rara y espléndida capa roja, no se había dejado atemorizar por el pequeño ángel. Se volvió hacia Elisabet y dijo:

—Me llamo Gaspar, el segundo Rey Mago y rey de Saba. Voy al mismo sitio que vosotros.

—Entonces eres uno de los nuestros —señaló Efiriel.

Los dos Reyes Magos se abrazaron.

—Hacía mucho que no nos veíamos —dijo uno de ellos.

—Y fue en un lugar lejos, muy lejos del Rin —contestó el otro—. Pero es un gran placer volver a verte.

Como se habían fundido en un abrazo, no resultaba fácil saber quién había dicho qué. La procesión en pleno se metió en la barca y los Reyes Magos cogieron cada uno un remo para cruzar el río, que era casi tan ancho como un trozo de mar.

Los peregrinos corrían por la orilla oeste del Rin. Cuando muy temprano entraron dando tumbos en la ciudad de Worms en el año del Señor de 1162, se encontraron con un jinete solitario, tal vez un soldado que volvía de una misión nocturna.

El ángel Imporiel voló hasta el hombre, batiendo las alas y tosiendo:

—¡No temas, no temas, no temas!

El pobre hombre se asustó tanto que espoleó el caballo y se alejó a galope desapareciendo tras unos edificios bajos. Ni siquiera le dio tiempo a decir «aleluya» o «alabado sea Dios».

—Sólo tienes que decirlo una vez —dijo Efiriel al pequeño Imporiel—. Y con una voz suave y celestial. «¡N-o temas!» tienes que decir. Y tampoco es mala idea procurar tener los brazos bajados para mostrar que no vamos armados.

El Rey Mago Gaspar señaló una catedral con seis torres.

—En todas partes y en todos los tiempos los hombres han alzado sus manos hacia Dios —explicó—. También las torres de las iglesias se alzan hacia el cielo, pero duran mucho más.

Los pastores agacharon la cabeza en señal de respeto por esas sabias palabras. Elisabet sintió la necesidad de repetirlas para sus adentros hasta estar segura de haber entendido su significado.

En la ciudad de Basilea, en la orilla sur del Rin, se detuvieron delante de otra gran catedral.

—El reloj nos indica que han transcurrido 1119 años desde el nacimiento del Niño Jesús —anunció Efiriel—. Esta iglesia de cinco naves acaba de celebrar su centenario, pero durante cientos de años Basilea ha sido una importante encrucijada para los viajantes que cruzan los Alpes entre Italia y Europa del Norte. Nosotros seguiremos la misma vía de tránsito sobre el puerto de San Bernardo.

—¡A Belén! —exclamó Josué, el pastor, golpeando su cayado contra el suelo—. ¡A Belén!

Y acto seguido pusieron rumbo hacia el montañoso paisaje suizo.

Joakim se quedó sentado en la cama pensando en la extraña procesión de peregrinos camino de Belén. Al cabo de un rato sus padres entraron en la habitación a leer lo que ponía en el papel.

—Joakim, creo que nos trajimos un pequeño milagro de aquella librería —dijo su padre—. ¿Te imaginas cómo se hizo este calendario?

—Creo que lo hizo Juan —contestó Joakim.

—El librero habló de alguien llamado Juan, es verdad.

Joakim se preguntó si debía contar a sus padres que había estado con Juan, pero al final no lo hizo. Quería guardarse para sí un pequeño secreto. Y también había otra cosa… SABET… TEBAS… SABET… TEBAS.

—Si este calendario lo hizo un vendedor de flores, tiene que tratarse de un hombre muy ingenioso —dijo el padre.

La madre estaba de acuerdo.

—Desde luego, imaginación no le falta.

Joakim negó con la cabeza.

—No hace falta tener mucha imaginación si el cuento es verdad.

El padre se echó a reír:

—¿No creerás que se puede ir corriendo hasta Belén y también hacia atrás en el tiempo?

—Nada es imposible para Dios —respondió Joakim.

De repente la madre dio un pequeño respingo y se tapó la boca con una mano.

—¿Te acuerdas de una historia de hace mucho tiempo de una niña que desapareció de esta ciudad mientras estaba comprando con su madre? Creo que se llamaba Elisabet.

El padre asintió.

—Sí, fue después de la guerra. ¿Crees que se llamaba Elisabet?

—Creo que sí —contestó la madre—, pero no estoy segura.

De repente fue como si sus padres se hubiesen olvidado de Joakim, tan inmersos estaban en su conversación.

—Tal vez él se acordara de aquella vieja historia y haya inventado el resto —sugirió el padre—. Eso si es que realmente fue el vendedor de flores el que lo hizo.

—¿Podéis enteraros de si ella se llamaba Elisabet? —preguntó Joakim.

—Creo que sí —contestó el padre—. Aunque no creo que importe mucho cómo se llamaba.

—Yo creo que importa bastante —dijo Joakim—. Porque también la mujer de la foto se llamaba Elisabet.