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Después de repostar, los bombarderos B-2 Spirit ascendieron hasta su techo de servicio, situado a 15.000 metros y aceleraron hasta los 850 kilómetros por hora, separándose entre sí a medida que avanzaban hacia el este y la oscuridad del hemisferio oriental. Su capacidad furtiva, combinada con la altura, la ausencia de luces y el completo silencio de radio, los hacía completamente invisibles a los radares de los vuelos comerciales que frecuentaban el área. Tardaron apenas dos horas en cruzar el Atlántico Norte y situarse sobre las islas Shetland, al nordeste de Escocia. Allí, viraron al sudeste, atravesaron el mar del Norte, cruzaron Dinamarca y parte del mar Báltico y volvieron a entrar en el continente por Polonia.

Los ordenadores de a bordo, programados para aquella ruta, se ocupaban prácticamente del vuelo, reduciendo el papel de los pilotos casi al de meros observadores. Los hombres y mujeres a cargo de aquellos carísimos aparatos sabían que, lenta pero irremisiblemente, la tecnología estaba reemplazando al factor humano y que, como ya ocurría en Afganistán e Irak, donde los drones tenían el máximo protagonismo, llegaría el día que incluso aquellas bestias podrían ser dirigidas con un joystick desde una aséptica sala del Pentágono. Hasta ahora, no habían hecho mucho más que maniobrar bajo los Boeing KC-135 que los había aprovisionado.

Tras atravesar Polonia, pasaron sobre el oeste de Ucrania, Rumania y el este del mar Negro, la zona más peliaguda del viaje, pues la sede de la Flota rusa se hallaba Crimea. Pero si los russkies detectaron algo, no lo hicieron saber. En cuanto alcanzaron la costa turca, la escuadrilla comenzó a desplegarse hacia el sur y el este. A menos de una hora de vuelo de Al Raqa, la ciudad capital del Estado Islámico, situada en la frontera entre Siria e Irak, el líder estableció su primer y único contacto con el Pentágono.

 

Sala de Situación

—Señora presidenta —empezó el almirante Judd desde la pantalla—. Estamos a cuarenta minutos de iniciar el ataque. Necesito que confirme Media Luna Roja.

El silencio en la sala era total. Aferrada a los brazos del sillón, Blanchard se removió lentamente, aprovechando para pasear la mirada alrededor de la mesa. Ya era casi medianoche y los rostros vueltos hacia ella reflejaban una tétrica amalgama de tenso agotamiento y expectación, pero nadie murmuró ni una palabra.

Corderos, pensó desdeñosamente, sin dejar traslucir más que una expresión de firme responsabilidad. Contrariamente a lo esperado, todo había ido como la seda allí abajo y los problemas llegaron de donde menos los esperaba: de sus propias filas.

Debía reconocer que, a pesar de la seguridad exhibida, había llegado a temer que los poderes que “conspiraban” contra ella encontraran la forma de abortar la misión de sus ángeles negros. Pero luego comprendió que la propia magnitud del hecho que enfrentaban, anulaba la capacidad de reacción de las fuerzas contrarias y la hacía intocable. Así habían terminado por entenderlo ellos también. No podían combatir un cataclismo con una hecatombe aún mayor. Forzados a elegir entre dos males, habían optado por el que menos daño haría al país. El patriotismo era un narcótico que nunca fallaba.

Incluso Owen, que la aborrecía personalmente y la hubiera echado con gran placer del Despacho Oval, se había plegado, encogido ante el temor de provocar un desastre de proporciones bíblicas si la intriga incubada en el corazón mismo de la nación se hacía pública.

“El que no ama a su patria no puede amar nada”, había dicho Lord Byron. Bien, una cosa si debía concederles a Owen, Kross y Ransom. Estaban tan henchidos de amor que podían explotar de un momento a otro.

Había vuelto a reunirse con el fiscal general tres horas después de su primer encuentro para sellar el “acuerdo” que protegería al país y a los sufridos e indefensos ciudadanos de una fatal conmoción. Una mentira piadosa era mejor que una verdad destructiva. Todos los que habían oído hablar de los Afganis y Beowulf serían conminados a guardar silencio en aras de un bien mayor. A excepción de Deanna Tremain y los perros falderos de Christensen, los demás eran servidores públicos: el agente Monaghan y los dos hombres que le pusieron sobre la pista desde Afganistán, un capitán del Décimo de Montaña y un teniente del INSCOM. Y nadie había más patriota que el Ejército y el FBI. No sería difícil imbuirles del perjuicio que aquellas revelaciones causarían.

Naturalmente, Blanchard se comprometió a cumplir su parte. Concluiría el primer mandato de Kincaid y no se presentaría a las siguientes elecciones. Lo cierto era que los tenía tan agarrados por las pelotas que, llegado el momento, podría hacer lo que se le antojara, pero tampoco estaba interesada en mantener el puesto. De hecho, lo abandonaría de buen grado mañana mismo.

Pero no lo haría. No podía dejar al país huérfano tras lo que estaba a punto de suceder. ¿Y eso no la convertía también a ella en una patriota?

Blanchard se humedeció levemente los labios y enfocó a Judd.

—Confirmo Media Luna Roja.

 

 

Peshawar, Pakistán

En cuanto notó el temblor, Zoran Hamzic supo lo que ocurría. Ya están aquí.

Se precipitó hacia una de las ventanas de la modesta casa de Izudin, donde se refugiaba lo que quedaba de la célula de Zenica, pero dio un paso atrás ante la magnitud de la nube que se alzaba sobre el distrito gubernamental de la capital de la Frontera del Noroeste, devolviendo la oscuridad que el amanecer acababa de romper. Un rugido semejante al de una bestia encadenada alcanzó sus oídos, seguido de una fuerte ráfaga de aire caliente que le hizo acuclillarse.

Comprendió, sin embargo, que ya estaría muerto si la onda de choque hubiera sido lo suficientemente potente para llegar a las afueras de la ciudad. Se incorporó y contempló de nuevo con ojos desorbitados el achatado hongo que pendía sobre el centro.

—Que Alá nos proteja —murmuró el viejo profesor a su lado.

Por supuesto, no era una sorpresa. Desde hacía unos minutos la radio y la televisión (que ahora no funcionaban), hablaban de bombardeos masivos en el resto de Pakistán, y llegaban noticias sobre Irán, Siria, Irak y Arabia Saudí. Un locutor al borde de la historia hablaba incluso de un ataque sobre la ciudad sagrada de Medina y la madrasa Haqqani, situada en las áreas tribales y que era una importante escuela coránica acusada por occidente de ser una “academia” de la guerra santa.

—Ya sabíamos que la respuesta americana sería devastadora —apuntó Mitovir, apoyando una mano en el hombro de Izudin—. Aunque ahora no lo parezca, esto hará más fuerte a la Yihad. Todo el mundo musulmán se unirá por fin contra el Gran Satán.

Hamzic lo dudaba, pero no dijo nada. Un millón de sirenas inundó sus oídos mientras la nube se ensanchaba sobre la zona cero de Peshawar. No eran bombas atmosféricas, comprendió el bosnio. Revienta búnkeres, probablemente, de las que estarían haciendo buen uso en las zonas tribales. Penetraban treinta metros en el suelo antes de detonar y los daños colaterales eran “menores”.

A pesar de su rabia, los americanos refrenaban de alguna forma el alcance de su reacción, pensando en el día de mañana. Aun así, si la lista de blancos era cierta, ese día se presentaba como el inicio de una nueva era marcada por lo que sería conocido como el Holocausto Musulmán. Un holocausto que, por mucho que dijera Mitovir, supondría el fin de la Yihad y no un revulsivo.

Y la célula de Zenica era la responsable directa de ese desastre.

Eso le llevó a pensar de nuevo en su papel en aquella misión, y en el de Jatib, cuyo país de origen también estaba siendo atacado. Su impresión de que la operación estaba, desde el principio, contaminada por “algo” que no servía precisamente a la Causa, se incrementó hasta convertirse en una dolorosa certeza. Y esta vez no podía buscar consuelo diciéndose que era un simple soldado, un muyahidín que recibía órdenes de personas más sabias y entregadas que él.

¿Qué clase de sabiduría provocaba una lluvia de bombas atómicas sobre Pakistán e Irán, incluida la ciudad santa de Qom, Riad, Jedda y Medina, donde había nacido Mahoma.

Los americanos estaban lanzando un “mensaje” definitivo e inequívoco a sus enemigos. Casi podría pensarse que la muerte de su presidente se había convertido en una oportunidad que no iban a desaprovechar.

Y que él les había proporcionado.

Pensó en Berak y se alegró de que no pudiera ver el resultado de su martirio. Por primera vez, Hamzic deseó haber ocupado su lugar, existiera o no el Paraíso.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 


La legión de Pandora
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