22

 

Samusi

Novak esperó un tiempo prudencial tras la marcha de Khan para soltarse de las ataduras que le sujetaban a la cañería. Con extremo cuidado de no tropezar con nada y no provocar ningún sonido que pudiera alertar el presumible guardia del otro lado del portón, avanzó hasta el interruptor de la luz, cuya posición había memorizado, y encendió la desnuda bombilla que colgaba del techo.

Por la forma en que el afgano había vuelto a atarle, no le cabían dudas de que su oferta de ayudarle a escapar de la vida a que le había condenado el ISI motivaba a Khan hasta el punto de que parecía dispuesto a liberarle y huir con él… ¿O no? ¿Y si simplemente le había maniatado mal?

Imposible. Si existían tres cosas que un talibán sabía hacer era recitar el Corán de memoria, sujetar un fusil y tratar a un prisionero.

Moviéndose muy despacio, Novak escrutó cada rincón del sótano, lo que no le llevó mucho. Aparte de las telarañas, sólo encontró una podrida rueda de carro y unos antediluvianos aperos de labranza que, en algún momento de la historia, debieron ser utilizados en una ya olvidada parcela del valle. Con un oído atento a la puerta, se acercó a ellos y los examinó. Casi todo era de madera, incluido un arado romano, una pala y el escabuche para quitar malas hierbas.

No sabía exactamente qué uso podía hacer de un arma improvisada en su situación, pero su instinto le impulsaba a buscarla y planear una forma de fuga al margen de lo que pudiera hacer Khan. Pero allí no había ni un maldito… Entonces vio el collar colgando de la pared. Mirando de reojo hacia la puerta, retiró el collar y agarró el grueso clavo del que pendía.

Estaba tan flojo que sólo tuvo que sacudirlo un poco para arrancarlo. Lo sopesó en la mano como si pensara qué hacer con él. Medía diez centímetros de longitud y en una lucha cuerpo a cuerpo podía servirle bien, aunque no se imaginaba que ninguno de sus captores le permitiera acercarse sin soltarle una ráfaga de sus AK. Observó la pala y, por un momento, pensó en colocarse junto a la puerta, a oscuras, esperando a que alguien entrara. Pero, ¿y si era Khan quien aparecía?

Un ruido de voces decidió por él. Miró hacia la cañería, midiendo la distancia de nuevo, apagó la luz y regresó allí en tres zancadas. Se sentó y colocó las manos atrás en el momento en que el cerrojo traqueteó y el portón se abrió. Alguien encendió la luz y Turbante Negro, Brutus, Khan y Cicatriz se hicieron visibles. Todos bajaron el corto tramo de escaleras con los fusiles en ristre, aunque Novak se fijó más en la cámara digital que sostenía Cicatriz, y cuyo propósito no era difícil de adivinar. Con las manos atrás y la cabeza del clavo sujeta entre sus dedos índice y anular, su mente comenzó a visualizar distintas variantes de acción cuando Turbante Negro gruñó algo a Khan.

—Debes hacer una confesión ante la cámara —dijo el afgano mirándolo gélidamente, como si su conversación de hacía un rato no se hubiera producido.

—Claro. Confieso que me parecéis una de esas desagradables cosas que, a veces, uno pisa y que huelen fatal.

Khan carraspeó y habló a Turbante Negro. El talibán escupió lo que sólo podía ser un insulto y lo acompañó de una larga réplica en pastún.

—Si no cooperas, Haji te cortará un testículo —tradujo Khan—. Te aseguro que se le da bien y apenas sangrarás.

—Que consuelo —dijo Novak observando a Brutus, ahora Haji, sacando de su vaina un afilado cuchillo curvo que parecía capaz de cortar limpiamente la gasa. Su ancha cara peluda se extendió aún más mientras la hoja captaba un amenazador destello de la bombilla.

—Si persistes en tu actitud, te cortará el segundo —prosiguió Khan—. Ahí acabará la parte soportable. Si quieres un consejo, te conviene colaborar saltándote ese castigo. Todos terminan haciéndolo, sólo depende del grado de mutilación.

Novak enfocó a Khan, tratando de discernir algún velado mensaje en su tono de voz o su mirada, pero no detectó nada.

—¿Y qué cojones queréis que diga? ¿Qué vine a Afganistán enviado por el demonio en persona para matar a los pacíficos hijos de Alá?

Khan esbozó una leve sonrisa y tradujo sus palabras. Los demás soltaron una carcajada.

—Más o menos —admitió el afgano.

—¿Y luego qué?

—Cuando oscurezca, te llevaremos a Pakistán. No temas por tu vida, es demasiado valiosa para nosotros.

—Necesito mear —fue la contestación de Novak.

—Si cooperas, yo mismo te soltaré cuando terminemos de grabar.

¿Era aquella la clave que esperaba? ¿O su esfuerzo por entrever algún indicio en el comportamiento de Khan le hacía percibir falsos reflejos?

—De acuerdo —cedió, sin embargo—. ¿Qué queréis que diga exactamente?

Khan alzó el cañón de su AK y dio un paso al frente, colocándole ante los ojos una hoja con un breve texto escrito en un torpe inglés.

—Memorízalo —ordenó, manteniendo la hoja ante su vista un minuto.

Novak sólo necesitó pasear los ojos ante ella para hacerlo. Se trataba de la típica proclama que, con las diferencias locales, se le obligaba a recitar a los soldados americanos capturados desde la época de Vietnam. Más interesante le resultó descubrir que una palabra en concreto había sido subrayada. ¿Otro indicio?

—Un bonito y original discurso —fue todo lo que dijo, procurando no levantar la mirada hacia Khan—. Estoy listo. Lo siento, colega —añadió, volviéndose hacia Hají, que parecía defraudado porque se hubiera rendido tan pronto.

Khan se retiró arrugando el papel en su mano y Turbante Negro dio algunas indicaciones a Cicatriz, que sostenía una cámara JVC en su mano derecha. El hombre se adelantó flanqueado por Haji y Turbante Negro con la cámara ya encendida y la pantalla desplegada, hasta centrar el cuadro sobre Novak, preocupándose sólo de que resultara reconocible a la escasa luz del sótano.

Tayaar —dijo finalmente.

—Puedes empezar —ordenó Khan—. No apartes la mirada de la cámara.

Novak carraspeó, sujetando el clavo entre sus dedos con tanta fuerza que le dolieron mientras medía la distancia y disposición de los cuatro hombres que tenía enfrente. Luego comenzó a recitar:

—“Me llamo Eric Novak y soy capitán del ejército de Estados Unidos. Mi impío gobierno me envió a la sagrada tierra de Afganistán para exterminar a los guerreros de Alá que luchan por liberar su país de las garras de los infieles y apostatas colaboracionistas. Pido perdón por las atrocidades que he cometido contra hombres, mujeres y niños que sólo desean la paz y la libertad… ”

El ruido del disparo sonó casi como un inofensivo pop, pero Turbante Negro cayó desplomado como un fardo. Novak no se distrajo en la contemplación. Sacó las manos de atrás y se aprestó a lanzarse contra Haji. Pero, para su sorpresa, el talibán no reaccionó según lo esperado y, en lugar de mover el AK hacia Khan, seguía apuntándole a pesar del desconcierto que reflejaba su expresión. Novak apenas tuvo tiempo de rectificar la dirección de su salto una décima de segundo antes de que una ráfaga perforara el espacio que había ocupado un instante antes. ¿Por qué no disparaba Khan a Haji?, se preguntó, más furioso que incrédulo.

—¡La pistola se ha encasquillado! —exclamó entonces el afgano, soltando una vieja Makarov soviética para quitarse del hombro su propio AK.

Lo que le llevaría una eternidad, comprendió Novak, hundiendo el clavo en el pie derecho de Haji, atravesándolo de parte a parte. Un aullido lobuno rasgó el sótano, pero ni el dolor ni la ira le hizo soltar el arma. Ni siquiera cuando Novak le pateó el lateral de la rodilla y el hombre cayó como un árbol talado, pero de tal forma que el maldito AK seguía apuntándole. Novak rodó antes de que una nueva salva rociara la zona donde se encontraba, cerca de la rueda. Un segundo fusil se unió al eco, escupiendo parte de su cargador pero, increíblemente, sus proyectiles de 7,62 mm no parecían dirigidos a Haji, que volvía a orientarse desde el suelo. Esta vez no iba a fallar. Novak se lanzó hacia él antes de que recuperara el equilibrio y apuntara, pero frenó en seco cuando vio cómo, con un movimiento casi malabar, el AK giraba en la mano de Haji y le apuntaba directamente desde el suelo.

¿Así va a acabar todo?, se preguntó Novak en el mismo momento que la cabeza de Haji se convertía en pulpa roja.

—¡Mierda puta! —exclamó, sintiéndose empapado en adrenalina—. Pero, ¿qué coño ha pasado?

Khan no se molestó en contestar y echó a correr hacia la puerta, sorteando el cadáver del quinto miembro del grupo, que debía haber acudido al oír el tiroteo desencadenado tras el fracasado plan del afgano de eliminar al trío usando una pistola.

Todavía más irritado que aliviado, respiró hondo, notando de nuevo el dolor de su costado izquierdo, cortesía de aquel hijoputa. Se acercó a Haji, le arrancó al AK y se aseguró de que estaba camino del Paraíso. Cicatriz también había recibido una ración de fusil, lo que significaba que la pistola de Khan se había encasquillado tras matar a Turbante Negro. La cámara de video yacía a un lado, todavía en marcha y grabando parte del cadáver de su dueño. Muy cerca había caído la pequeña Makarov que estuvo a punto de fastidiarlo todo. Malditas armas rusas.

Nuevas voces en pastún reclamaron su atención. El chico y el viejo que habitaban la casa aparecieron en el umbral del sótano. Ambos se detuvieron al descubrir la escena allí desplegada. El chico, de doce o trece años, se giró violentamente y trató de escabullirse, pero Khan lo agarró por la camisa y casi lo arrojó escaleras abajo. El viejo también recibió un empujón con el cañón del fusil.

—¿Para qué los traes aquí? —preguntó Novak, aunque ya se imaginaba la respuesta.

—¿Tu qué crees?

—No vas a matarlos —dijo, recogiendo el AK de Turbante Negro y sosteniéndolo de forma vagamente amenazadora.

—No podemos dejarlos con vida —replicó Khan, casi sorprendido por la reacción del americano—. Alertarán a todo el pueblo.

—Los encerraremos aquí. Eso nos dará ventaja de sobra.

—Pero me conocen —advirtió el afgano—. ¿Qué pasará cuando se corra la voz de lo que hice?

—Para entonces ya estarás a salvo en Bagram. Además, tarde o temprano, se descubrirían los cuerpos y alguien comenzará a preguntarse: ¿Qué ha sido de Ibrahim Khan? Y comprenderán que los traicionaste.

—Pero nunca sabrán a ciencia cierta qué ocurrió. Y, en todo caso, eso me proporcionaría días o semanas para desaparecer, no horas.

—No dejaré que…

Khan disparó una corta ráfaga contra el chico y el viejo, que cayeron como juncos al paso de un tractor.

 

 

 

 


La legión de Pandora
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