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Washington DC

El agente especial Scott Monaghan reconoció enseguida a la mujer desde unos cincuenta metros de distancia, cuando se encontraba entre la Galería de Arte Nacional y el Museo del Aire y el Espacio. La zona se encontraba inusualmente vacía de turistas y grupos escolares. El Nacional Mall, el parque del centro de Washington salpicado de jardines, monumentos y museos, era uno de los lugares más frecuentados de la ciudad, por lo que encontrarlo casi desierto provocó un leve escalofrío en Monaghan, que pensó en una de esas películas fantásticas donde la gente se esfumaba de las calles tras alguna catástrofe. Lo que no se alejaba de la realidad.

Se ajustó un poco el nudo de la corbata. El edificio del FBI se hallaba a sólo tres manzanas y él estaba en buena forma, pero la caminata le había hecho sudar y notaba la camisa ligeramente húmeda. Se pasó una mano por el pelo castaño, pero lo llevaba demasiado corto para haberse despeinado.

En realidad, los sudores fríos no tenían nada que ver con la caminata. Se los había provocado su viejo amigo Lester Ellis y su historia de locos. Su antiguo compañero de estudios había surgido de la nada como una momia escondida en el pasaje del terror. Su relato casi había cortocircuitado su capacidad sináptica mientras le obligaba a llevarse una mano al lado izquierdo del pecho, que también parecía haberse olvidado de latir.

Conocía a Ellis desde Yale, donde ambos estudiaban Derecho. Pero tras el 11 de septiembre, cuando se acercaba el tercer curso, su tímido y apocado amigo le dio una patada a los libros de leyes y se matriculó en la cátedra de Estudios Islámicos. Cuando se graduó, hablaba árabe y se defendía en farsi y pastún, un bagaje con el que, ante la estupefacción de Monaghan, presentó una solicitud para ingresar en el servicio de Inteligencia del Ejército. Así, el supuestamente tímido y apocado Lester Ellis se convirtió en agente del INSCOM y se lanzó al mundo a salvar él solo el estilo de vida americano. Monaghan siguió con su carrera y acabó siendo abogado del FBI. No era una opción tan aventurera y glamorosa pero, al menos, creía aportar su granito de arena a la seguridad nacional.

O eso es lo que había querido pensar. Ahora, y desde su charla con Ellis, el mundo del que formaba parte fluctuaba como un chapucero holograma.

Kate Blanchard podría estar implicada en el ataque a Bagram y la consiguiente muerte del presidente Kincaid, le había soltado Ellis en un momento de la conversación.

El impulso inicial de Monaghan había sido cortar la comunicación, pensando por una demencial fracción de segundo que era víctima de una no menos disparatada broma. Se encontraba en el exterior del edificio Hoover, sede central del FBI, siguiendo las instrucciones de Ellis que, tras el breve saludo inicial (aunque hacía un año que no sabían el uno del otro), le pidió que buscara un lugar discreto para hablar.

Su segundo impulso fue volver al interior y proveerse de un testigo de aquella charla con un teniente del INSCOM que le llamaba desde Afganistán, amigo o no. Pero Monaghan no estaba seguro de haber podido moverse mientras escuchaba el relato que Ellis hacia desde Kabul de sucesos ocurridos en Washington, de hecho a poca distancia de la central del FBI, como el hotel L’Enfant y una casa de Georgetown. Luego le pidió que enviara agentes a esos lugares, donde encontrarían dos cadáveres: el del consejero delegado del Atlas Group, Lukas Christensen, y de un terrorista jordano llamado Abdul-Karim Jatib.

Su última petición, casi instrucción, fue que acudiera al memorial Ulysses S. Grant, en la Calle 3, para reunirse con Deanna Tremain, propietaria de la petrolera GeOil. Ella refrendaría de primera mano todo lo que acababa de oír y respondería a todas sus preguntas.

Aturdido por la avalancha de letal información que Ellis le había arrojado encima como un contenedor de grava, Monaghan envió dos coches a las direcciones indicadas y marchó hacia el punto de encuentro fijado, preguntándose por qué la mujer no se presentaba simplemente en la central si su intención era colaborar de forma incondicional, como aseguraba Ellis.

Aquellos malditos espías y sus juegos de capa y espada.

Monaghan se concedió unos segundos para observar a la mujer. Se movía entre la Calle 3 y el estanque que antecedía a la estatua del general Grant, frotándose los brazos de la chaqueta de su elegante traje como si llevara horas a la intemperie, mirando a su alrededor como una gacela que teme la aparición de un depredador mientras bebe en la charca, sus nervios en tensión para saltar al menor indicio de peligro. Cruzó la calle y se aproximó con cuidado, alzando una mano desde cierta distancia para anunciar que era el “amigo” que esperaba y no una leona famélica. Ella dejó de moverse, pero se abrazó con más fuerza en una actitud defensiva.

—¿Señora Tremain? —empezó, esgrimiendo su insignia del FBI mientras los dos se escrutaban con cautela—. Soy el agente especial Scott Monaghan.

La mujer cogió la identificación y cotejó la cara de rasgos amables y confiables que tenía enfrente con la horrenda foto de su carnet. También él comparó aquel rostro ojeroso, sin rastro de maquillaje y con el pelo descuidado con la imagen de Deanna Tremain que recordaba haber visto en la televisión y las revistas.

—Gracias por venir —fue lo primero que dijo, devolviéndole la cartera—. El teniente Ellis le tiene en muy alta consideración.

—Somos buenos amigos —se sorprendió replicando Monaghan, perdiendo el tiempo con otro cumplido—. Pero debo dejar claro que estoy aquí en calidad de agente del FBI. Y voy a grabar esta conversación —añadió, sacando una diminuta grabadora del bolsillo de su chaqueta y activándola—. Aun así, si este asunto es sólo la mitad de grave de lo que Ellis asegura, ni siquiera debería haber venido. Si está dispuesta a declarar voluntariamente, ¿por qué estamos aquí? Si lo que busca es un trato, yo no puedo…

—¿Un trato? —le interrumpió ella con una mueca que podía pasar por una torcida sonrisa—. No, nada de eso. Aceptaré mi destino, sea cual sea. En realidad, este encuentro fue idea del teniente Ellis. Pensó que sería más fácil convencer a una sola persona de que no soy una chiflada adicta a las conspiraciones, que a un grupo de federales mirándome como si afirmara venir de la galaxia de Andrómeda.

—Muy bien —aceptó Monaghan, señalando hacia el Mall—. Cuéntemelo mientras caminamos. ¿Por dónde quiere empezar?

—¿Qué tal por discutir el modo más rápido de destituir a nuestra nueva presidenta?

 

 

Kabul

Novak había abandonado la habitación donde Ellis seguía en contacto con su amigo del FBI y sus superiores en Fort Belvoir, Virginia, sede del INSCOM. Casi se había tambaleado al exterior en busca de un café y un poco de oxígeno que no estuviera impregnado de la dosis de insensatez que parecía haber penetrado todos los poros de su piel.

Fuera de aquella burbuja, el mundo giraba a su propio y demencial ritmo, y los hombres y mujeres de la embajada se movían con expresiones rígidas entre sus terminales. La incredulidad del principio había dado paso a una ira apenas contenida que sustituía las miradas acuosas por un fulgor fácilmente identificable con la urgencia por un rápido desquite.

Con un vaso de plástico en la mano, Novak localizó a Moore ante una pantalla y se aproximó a él. El hombre se mordía con fuerza el labio inferior mientras observaba una imagen infrarroja de lo que debía ser la evolución de la nube radiactiva. Los delgados pétalos se dispersaban y ya habían sobrepasado Charikar para expandirse sobre la cordillera del Hindú Kush.

—Debería darse una ducha —dijo, sin mirarle siquiera.

—Entre otras cosas —masculló Novak, señalando la pantalla—. Parece que se debilita.

—Se fragmenta rápidamente, aunque el daño ya está hecho. Miles de refugiados bloquean la carretera a Kabul. Hemos empezado a enviar allí todo lo que tiene ruedas —Moore parpadeó y se giró a Novak—. ¿Cómo va allí dentro? ¿Han conseguido contactar con quien querían?

—Más o menos —respondió él, esquivando la cuestión—. ¿Cree que ha sido un ataque suicida? ¿Que todos los implicados han muerto?

—Sí y no. Con toda seguridad uno o dos bastardos viajaban en el vehículo con la bomba, pero quien la montó y el organizador de la misión son demasiado valiosos para inmolarse, por mucho que ansíen retirarse al paraíso para hacer recuento de sus vírgenes.

Moore se humedeció los labios como para aliviar la presión anterior y sujetó a Novak de un brazo para apartarlo ligeramente de los técnicos que se aplicaban sobre la consola.

—¿Alguna otra buena noticia? —masculló al detectar que la expresión del capitán se ensombrecía aún más.

—Los rumores y las noticias incompletas están abrasando las líneas seguras. El Pentágono ha puesto algo en marcha, pero no sé qué exactamente.

—¿Un ataque? —sugirió al instante Novak.

Moore se encogió de hombros.

—Lo único que sabemos a ciencia cierta es que unidades americanas y de la misión Apoyo Resuelto, que se encontraban próximas a la frontera, han recibido órdenes urgentes de acuartelarse y, en algunos casos, de dirigirse incluso a Kabul, Kandahar, Ghazni y Jalalabad.

—Eso sólo puede significar un ataque aéreo masivo y en profundidad contra las zonas tribales. Probablemente a cargo de los B-52 o los B-2.

—Sí, pero, ¿por qué hacer retroceder a cientos de hombres decenas de kilómetros hacia el interior? ¿Por qué no advertir simplemente a sus mandos de lo que se avecina y poner las tropas en alerta para dar caza a los yihadistas que puedan intentar huir a este lado?

Novak miró al capitán, seguro de que estaba pensando lo mismo que él pero se resistía a emplear las palabras tabú.

—¿Un ataque nuclear? —apuntó con un hilo de voz.

—Política y militarmente estaría justificado —admitió Moore, aliviado por el impulso recibido—. Nadie se atrevería a criticarnos tras lo ocurrido. Y todo el mundo sabe que esta guerra se está alargando por la mezcla de incapacidad y complacencia de Pakistán para imponer su autoridad en las zonas tribales.

Novak se pasó una mano por la cara, donde la barba de dos días le despertó una comezón algo más que física.

—Yo no lo encuentro tan sensato. Un ataque nuclear podría resultar letal para el propio Afganistán. Según la dirección de los vientos, las nubes radiactivas barrerían por completo el país. Dios, nosotros mismos estamos apenas a cien kilómetros de la frontera.

—No, si las bombas no son atmosféricas. Estaba pensando en…

—Las “revienta búnkeres” —se adelantó Novak—. Pero están diseñadas para destruir instalaciones subterráneas, no para planchar un territorio.

—Un territorio de pesadilla, erizado de montañas y tan agujereado como un queso de gruyere. Quizá Blanchard haya decidido que ha llegado la hora de convertirlo en un gran aparcamiento donde nadie pueda volver a ocultarse.

Blanchard. Si lo que Deanna Tremain había contado era cierto (y a juzgar por su conversación previa con Christensen no cabía duda), uno de los responsables de la catástrofe a la que se enfrentaban, tenía ahora en su poder la llave maestra del arsenal nuclear de Estados Unidos. Y probablemente ya la habría hecho girar. En realidad ese había sido el objetivo desde el principio, ¿no?

—Esa mujer parece tenerlos bien puestos —comentó entonces Moore.

Pero Novak ya estaba girando para volver junto a Ellis.

 

 

 


La legión de Pandora
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