Washington
El Citation V de Deanna Tremain aterrizó en el aeropuerto Reagan poco después de las cuatro de la madrugada. Ya había un coche esperándola. Ocupó el asiento trasero y, sin murmurar ni un saludo, el chofer abandonó el aeropuerto por una salida VIP; enfiló directamente hacia el norte por la autopista George Washington y cruzó el río Potomac por el puente de Arlington, adentrándose en la capital. Rodeó el monumento a Lincoln y continuó por la Calle 23. Las calzadas estaban prácticamente desiertas y el coche avanzaba con rapidez. El centro del imperio aún dormía, preparándose para otra jornada de dura lucha por mantener las riendas de un poder sometido a las múltiples fuerzas centrífugas que habían acabado con todos los imperios a lo largo de la historia.
Deanna miró por la ventanilla derecha. Seis manzanas más allá se encontraba la Casa Blanca. Aunque su inquilino se encontraba de viaje en ese momento, la Presidencia viajaba con él a bordo del Air Force One, y se habría pasado el día hablando por teléfono y reunido con sus asesores delante de un televisor, contemplando horrorizado como el espanto golpeaba de nuevo el primer mundo.
Porque Viena no era Bagdad, Islamabad o Damasco, representantes de un mundo inferior habitado por desgraciados de piel oscura, sino una de las cúspides de la civilización occidental, y los muertos eran lustrosos europeos. Austria era además un aliado en la guerra contra el terrorismo. Se merecía algo más que una palmada en la espalda después de sufrir un ataque ya calificado como el 11-S europeo.
Un efecto perfectamente buscado por los Afganis. El punto de ebullición, sin embargo, aún tenía que pasar del estado líquido al gaseoso. Y ese tránsito era el que Deanna había decidido interrumpir.
El coche llegó al final de la Calle 23 y giró al noroeste por la avenida Massachusetts, alejándose del centro de la ciudad. A medida que se acercaba a su destino, sintió cómo su ansiedad y dudas rebrotaban al imaginarse en el lugar de la persona a la que acudía, escuchando su historia en plena madrugada. Su primera defensa sería una enérgica incredulidad, seguida de sospechas sobre el equilibrio mental del mensajero.
En el mundo real, las explicaciones eran casi siempre más simples y prosaicas, muy alejadas de las rebuscadas conspiraciones que tantos seguidores tenían. ¿Los Afganis? ¿Hombres como Christensen y Marquette mezclados con terroristas como Jatib para provocar…?
Absurdo, demencial, sería la primera y hasta airada reacción.
—Estamos llegando —habló por primera vez el conductor, de forma innecesaria además.
Deanna giró la cabeza hacia el parabrisas delantero. Un poco más allá se encontraban los terrenos del Observatorio Naval de Estados Unidos, una agencia científica que se encargaba de calibrar los cronómetros y las cartas de navegación por las que se regía la Armada a través de la observación celeste. Desde 1974, la casa de dos plantas situada en la rotonda de Observatorio número uno era la residencia oficial del vicepresidente de Estados Unidos.
Charikar
Izudin y Mitovir habían fabricado en esta ocasión un detonador diferente, uniendo el cable que sobresalía del barril a otro que se insertaba en un dispositivo iniciador de forma cilíndrica, rematado por un botón que provocaría la chispa inicial. El uso de un cable como cordón umbilical era un método más rudimentario pero, al mismo tiempo, más fiable puesto que era directo y no estaba sujeto a ninguna interferencia, más parecido al mecanismo de un simple cinturón bomba. Así sortearían además los inhibidores de frecuencia que, a buen seguro, debían rodear el objetivo para impedir la activación de explosivos a distancia y cuya potencia y alcance ignoraban. Siempre que la situación lo permitía, el mejor procedimiento era el más sencillo y, puesto que Berak sería el shahid de la misión, podía confiarse plenamente en él.
Después de repasar el plan por enésima vez sobre un mapa y con el barril ya instalado sobre el suelo de la parte trasera del viejo jeep, los cuatro hombres terminaron bebiendo té y recordando su pasado común. La mayoría eran recuerdos vinculados a una época horrenda, ligada a guerras y matanzas pero, de alguna forma, todos encontraron alguna anécdota divertida que despertó su añoranza por unas ilusiones truncadas primero por la guerra y volcadas después sobre un objetivo común: la victoria del Islam sobre las falsas religiones.
Después, Berak se retiró a una pequeña habitación para prepararse en la intimidad para su Viaje. Inmediatamente, una atmósfera sombría se cernió sobre los demás. A pesar de su confesión wahabita, estaban lejos de “apreciar” la alegría del martirio como lo habría hecho una célula de Al Qaeda o del Estado Islámico, de saber celebrar la “fortuna” de su hermano en la fe, e incluso de envidiarlo por su pronta marcha al paraíso. La cultura del shahid no era fácil de asimilar para la mentalidad de unos europeos, que sólo se entregaron de pleno a su confesión tras estallar una guerra étnica que les hizo conscientes de quienes eran y adonde pertenecían. Hamzic en particular no sentía ningún deseo de adelantar su marcha para descubrir si el paraíso estaba allí o no, y sospechaba que, de no mediar las circunstancias especiales de su caso, tampoco Berak tendría ninguna prisa. Todos albergaban dudas que se cuidaban de compartir con los demás.
Mientras aguardaba la hora del Asr, la oración de media tarde, tras la que tenían previsto partir, Hamzic salió al exterior para ofrecer mayor cobertura a su BlackBerry y consultar su cuenta de correo para verificar que Jatib no había enviado la palabra clave que abortaría la operación debido a algún insoslayable imprevisto. Para su alivio, no encontró nada pero, cuando para matar el tiempo, pasó por el menú de noticias, su corazón se saltó un latido y su visión se desenfocó. Apretó los ojos con fuerza mientras la sangre se agolpaba en sus sienes y volvió a mirar la pantalla.
El titular seguía allí: El presidente de Estados Unidos visita por sorpresa Afganistán.
Con dedos torpes, Hamzic buscó la ampliación de la noticia y confirmó el dato que acababa de traspasarle el cerebro como una descarga eléctrica.
“El presidente William Kincaid visita por sorpresa la base de Bagram, al norte de Kabul, en el marco de la gira que está realizando por el sur de Asia. Por obvias razones de seguridad la escala no había sido anunciada. Kincaid se reunirá con los principales comandantes en la zona para evaluar la situación sobre el terreno y supervisar los avances sobre la retirada definitiva, cuyo retraso ha supuesto un revés para su Administración. Se desconoce si pasará la noche en la base antes de partir hacia…”
—¿Qué ocurre? —preguntó Mitovir a su lado, tocándole un brazo.
—El presidente americano se encuentra en Bagram —casi balbuceó Hamzic.
—Bromeas…
Hamzic le plantó la pantalla bajo la nariz. Una sonrisa lunática se extendió al instante por la cara de Mitovir.
—Alá Todopoderoso; valía la pena esperar.
—Demasiado bueno para ser cierto —exclamó incrédulo Izudin, tendiendo la mano. Hamzic le pasó el móvil y el veterano profesor se tomó un largo minuto para leer la breve información, como si sospechara que la forma de las palabras pudiera cambiar si las observaba detenidamente—. El Gran Satán en persona —murmuró después.
—Menuda sorpresa, ¿eh, viejo? —rió Mitovir—. Esto multiplica por cien el valor de nuestra misión. Voy a decírselo a Islan —añadió, dirigiéndose a la habitación donde se había recluido Berak.
—Alá y su Profeta nos han bendecido con una empresa sagrada —dijo Izudin, su escepticismo ya transformado en una sublimación religiosa que hacía brillar sus ojos tras las grandes gafas.
Hamzic recuperó el BlackBerry sin decir nada, sintiendo más curiosidad sobre las fuentes de Jatib que fervor religioso. Sólo un puñado de personas en el mundo podía saber que Kincaid visitaría Bagram ese día justamente. Y, a buen seguro, ninguna de ellas era siquiera musulmana. Aquella operación estaba “contaminada” por algo que no servía a la yihad, sino que se servía de ella. Pero, de nuevo, ¿qué era él sino un simple soldado?
—Inch´Allah —se limitó a decir casi para sí—. Que se haga Su voluntad.