Kabul
—¡No puedo creerlo! —exclamó Novak en cuanto la cinta dejó de girar—. ¡Esos cabrones fueron advertidos del 11-S!
—Yo no diría eso —replicó Ellis, más comedido—. Retrospectivamente, es fácil deducir de qué estaban hablando pero, con los datos que proporcionó ese mulá, nadie podía imaginar qué era exactamente la “Operación Aviones”. Incluso el detalle sobre el grupo que estaba aprendiendo a pilotar no daba pie a sospechar lo que sucedió.
—¿Y el precedente de “Bojinka”?
—Estamos hablando de 1995. Todo sonaba a quimera, a pesar de la prueba que llevaron a cabo con el avión filipino.
—Tan quimérico como el 11-S si lo hubiésemos descubierto una semana antes. Debieron informar a su regreso. Ahora sabemos por qué se suicidó Tremain. El bastardo no pudo soportar el sentimiento de culpa. Hijos de puta —Novak se frotó la barba de dos días, que comenzaba a picarle, y se acercó al ventanal de la pared. Al otro lado, los hombres y mujeres de la sección de Inteligencia de la embajada habían reanudado su frenética actividad. La alocución de la nueva presidenta había terminado y todos buscaban su sitio en aquella danza de caos. Algo parecido debía estar sucediendo en la Casa Blanca ahora que Blanchard, a la que nunca nadie había tomado en serio, tenía que hacerse cargo del carruaje tirado por caballos desbocados—. No me extraña que estuvieran dispuestos a todo por recuperar la cinta —añadió, girándose de nuevo al interior—. Cuando esto se haga público, será el fin de todos ellos. No sólo no advirtieron de lo que podía suceder, sino que decidieron usarlo para sus juegos de estrategia, como si fuera el maldito monopolio. A propósito, ¿Qué significa esa palabreja que utilizaron? Beo…
—Beowulf —completó Ellis—. Si no recuerdo mal mis clases de literatura, es el nombre del protagonista de un poema épico ambientado en la Dinamarca medieval. Beowulf era un héroe que, espada en mano, libraba al reino de los terribles monstruos que lo amenazaban.
—¿Quiere decir que esos dementes tenían un plan basado en el condenado héroe de un poema?
—Quizás una visión, pero dudo que un plan. El poema representa la eterna lucha entre el bien y el mal.
—Y, naturalmente, ellos serían las fuerzas del bien en esa batalla.
—Como nosotros ahora, supongo… Pero sus previsiones fallaron. Primero tras la tímida respuesta de Clinton al ataque a las embajadas africanas y luego con la guerra contra el terrorismo que siguió al 11-S, que puede considerarse un enfrentamiento entre el bien y el mal. Una guerra que está alargándose más de la cuenta y no va precisamente por buen camino. Debieron suponer que tendría lugar algo más radical. Tal vez pensaban en Odín montando su caballo de ocho cascos, y en Thor, dios del trueno, y su poderoso martillo.
—¿Una rápida venganza en forma de ataque nuclear? —apuntó Novak.
—No conocían el alcance de la “Operación Aviones”, pero sí creerían que la cohorte guerrera que rodeaba a Bush emprendería una acción más decidida y terminante que limpiara el país de talibanes y terroristas rápidamente. Y así pudo ser. Durante la primera fase de la guerra, el grueso de ese ejército, incluidos sus líderes, estaban localizados. Pero nos limitamos a actuar desde el aire, dejando para los aliados locales el decisivo trabajo sobre el terreno, gente de poco fiar que no estaba dispuesta a jugarse el pellejo por los americanos a pesar de las fortunas que les pagamos. No tengo que explicarle a usted cómo se impidió a nuestros marines avanzar hacia Tora Bora y la frontera con Pakistán y cómo miles de combatientes, entre ellos Bin Laden, escaparon tranquilamente tras un mes de bombardeos, ante la inacción de los milicianos afganos.
—No, no necesita recordármelo. Pensaron que podrían repetir el éxito de Bosnia y Kosovo sin exponer ni un soldado regular. El sueño de Beowulf se convirtió así en esta empantanada guerra que recuerda más a Vietnam que a los Balcanes. Debió resultar muy frustrante para unos hombres acostumbrados a conseguir todos los objetivos que se proponen. Puede que hayan ganado billones en otros campos, pero a esa gente no les mueve sólo el dinero. Cuando quieren algo ya creen que les pertenece. Está en su naturaleza; y aún debe dolerles la espina de su fracaso aquí. No lloraré por ellos cuando sean sacrificados en público. Lo que no entiendo es cómo podía Abdulaziz estar de acuerdo con su postura. Los talibanes son sunitas y wahabitas, sus hermanos en la fe.
—La única religión de Abdulaziz es el poder y los placeres que pueda proporcionarle en la tierra antes que en el paraíso. Aunque en la cinta aparece vestido con una túnica tradicional, es más adicto a los trajes de Hugo Boss y Armani. Es asiduo a los cócteles de Washington, donde bebe algo más que té, ni pierde ocasión de cortejar a una mujer atractiva. Hay muchos como él en los palacios saudíes. Se presentan ante el mundo como custodios de los lugares santos musulmanes y llevan vidas dignas del dueño de Playboy.
“Y no esté tan seguro de que esa crucifixión llegue a producirse. Como he dicho, se trata de hombres poderosos. Mucha gente les debe favores inconfesables y ellos los tendrán todos bien catalogados para esgrimirlos en caso de necesidad. De cualquier forma, esto es ahora secundario. Una bomba nuclear combinada con un magnicidio puede sepultarlo casi todo. En este momento, Blanchard se encontrará en la Sala de Situación preparando alguna clase de respuesta.
Novak frunció el ceño como si acabara de ser golpeado por un sorpresivo pensamiento.
—Una respuesta que, tal vez, podría parecerse mucho a Beowulf.
Ellis lo miró con una expresión de indefinido recelo.
—¿Qué quiere decir?
—Nada —dijo Novak en un tono casi defensivo—. Pero, ¿no sería irónico que Christensen y AG consiguieran ahora lo que no lograron entonces? La respuesta de Blanchard no podrá ser muy diferente a Beowulf. Piense en ello. ¿Qué pueden hacer ella y el Pentágono aparte de llevar a cabo esa “acción decidida y terminante” a que se refería antes?
El teniente apretó con fuerza los labios, como si quisiera asegurarse de no decir nada que no fuera cribado por su analítica mente. Se frotó el mentón casi barbilampiño y apartó la mirada hacia el mundo en ebullición que comenzaba al otro lado del cristal.
—Sería algo más que irónico —murmuró finalmente.
—¿Quizá sospechoso? —sugirió Novak.
—Vamos, capitán —exclamó Ellis, mirándolo de nuevo al oír la palabra tabú—. ¿No insinuará en serio que AG puede estar detrás de esto?
—No… Bueno, no lo sé. Ya cualquier cosa parece posible en este mundo de locos.
—Esa gente puede ser ambiciosa, despiadada y vengativa, pero sólo son tiburones de salón.
—¿De veras? Para mí, esos gusanos comparten el mismo fango que los terroristas desde el momento que se reservaron información que pudo salvar miles de vidas. Que no supieran de qué se trataba exactamente, no los exime. Aunque sólo hubieran muerto cien personas el 11-S, o diez, son cómplices de asesinato. Y estoy seguro de que Tremain pensó igual. ¿Por qué sino se pegó un tiro?
—Tal vez sí, pero ese “suceso” se produjo hace años. No tenemos nada que les vincule a lo que acaba de ocurrir —puntualizó Ellis—. Escuche, el material de esa bomba procedía con toda seguridad de Pakistán. Sus fuerzas armadas y sus servicios secretos están penetrados hasta la médula por simpatizantes de los talibanes, cuando no actúan directamente como sus promotores. Y cuando han podido sustraer la suficiente cantidad suficiente de uranio o plutonio para fabricar una bomba atómica, la han cedido a la causa de la Yihad. Jamás se la habrían vendido a unos kafirs, unos infieles.
—No es usted tan ingenuo, teniente, o no tendría su trabajo. Sabe perfectamente que es en esos salones con olor a cuero y cigarros puros desde donde los Christensen de este mundo dirigen a sus Janeways. Con sus contactos y recursos, pudieron crear una red de intermediaros tan larga como el Himalaya, al extremo de la cual, alguien que ni siquiera haya oído hablar de AG y GeOil, pudo adquirir el uranio necesario para sus fines, fines que casualmente coincidirían con los de la yihad mundial. No se trata de estafadores de guante blanco de Wall Street. Hombres como Christensen, Marquette y Abdulaziz conocen de primera mano el terreno y las puertas secretas a las que hay que llamar.
—¡Por Dios, Novak, empieza a desvariar! —se exasperó Ellis—. Aceptemos por un demencial segundo que esto forme parte de una reedición de Beowulf. ¿Por qué incluir en ello al presidente?
—Responda usted a lo siguiente —contraatacó Novak—: ¿Quién tendría más posibilidades de acceder a una información tan restringida como la escala de Kincaid en Bagram? ¿Unos potentados con contactos en la Casa Blanca, o unos terroristas que no pueden usar sus móviles por miedo a que intercepten la señal y les despachen un misil?
—¡Perfecto! Ahora la conspiración se extiende al círculo íntimo del presidente. Si quiere seguir jugando a Hércules Poirot cavilando sobre una huella de pintalabios en una taza de té, allá usted —concluyó Ellis girándose hacia la puerta.
—No me diga que tiene algo mejor que hacer que sentarse a observar como los monstruos de su poema se extienden por el mundo. Esa huella es lo único que tenemos, amigo. Podemos concentrarnos en ella o cruzarnos de brazos a esperar que el cielo se llene de nubes en forma de coliflor.
Ellis se detuvo con una mano en el tirador de la puerta y, tras unos instantes de duda, se volvió de nuevo al interior, pasándose la misma mano por la frente como si buscara indicios de fiebre.
—Muy bien —se rindió finalmente—. De acuerdo, juguemos. ¿Sabe por lo menos qué quiere hacer con su huella?
Novak sacó la cinta del reproductor y la agitó con energía.
—Lancémosla al estanque y veamos qué clase de ondas provoca. Llevan años buscándola. Bien, ahora se la enviaremos con una dedicatoria especial.
—¿Y cómo piensa hacérsela llegar a Christensen? ¿A través de un servicio de mensajería?
—Ahora me sorprende, Ellis —dijo Novak, esbozando una leve sonrisa—. Se supone que la lumbrera es usted. Sólo hay que pasar la cinta a formato digital y enviarla por correo electrónico.
—Hace un rato no sabía quién era Lukas Christensen y ahora tiene su dirección de correo electrónico?
—Sigue empeñado en poner pegas, ¿eh? Esos genios de ahí fuera son capaces de interceptar el pedo de un burro transitando por las montañas y decirle el color de su pelaje. Estoy seguro de que pueden averiguar alguna de las direcciones electrónicas de Christensen y su número de teléfono particular mientras se comen unas Oreos.
Ellis asintió brevemente mientras volvía a palparse la frente.
—Hablaré con Moore.