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Montañas Blancas

El descenso del monte Torga hasta el valle les llevó toda la noche, aunque la realizaron a buen ritmo a pesar de la oscuridad, sólo matizada por el reflejo de la enorme luna llena. Los cinco yihadistas se movían por el escarpado y peligroso terreno con la misma facilidad que un grupo de adolescentes por unas abarrotadas galerías comerciales.

Únicamente la presencia de Novak entorpecía su marcha; aunque habían terminado por soltarle las manos para agilizar sus movimientos, en modo alguno podía competir con su casi ciega agilidad entre los serpenteantes y apenas visibles pasos de montaña que parecían formar parte de la memoria genética de aquellos hombres, tan pedregosos e irreductibles como el paisaje que les rodeaba, un paisaje que había conocido el reinado de veinticinco dinastías a lo largo de 2.500 años de sangrientas guerras.

La concentración para no despeñarse había ayudado a Novak a arrinconar el dolor de su costado hasta reducirlo a un intensa pero soportable punzada, lo que le llevó a pensar que al menos no tenía una costilla rota. Un pobre alivio, considerando lo que le esperaba, fácil de imaginar. Ni Al Qaeda ni los talibanes habían tenido nunca la ocasión de mostrar al mundo un oficial norteamericano cautivo en Afganistán, y no desaprovecharían la ocasión de apuntarse ese tanto propagandístico para demostrar su fortaleza después de tantos años de lucha.

Sin olvidar el misterioso contenido de la cinta de video, origen de su situación.

Turbante Negro debió pensar que se encontraban lo bastante a salvo para hacer un alto poco antes del amanecer y realizar el subh, la oración del alba, que cumplieron por turnos para no desatender su vigilancia. Privado de su reloj, que ahora lucía el líder talibán como un trofeo, Novak calculó que serían casi las cinco de la mañana. La supuesta misión de reconocimiento que debía regresar al Torga estaría a punto de partir de Bagram. El viaje les llevaría apenas media hora pero su dirección hacía imposible que, durante el trayecto, pudieran detectar a aquel errante grupo. Tampoco tenían motivos para organizar una inspección aérea por el valle, ya que lo creían muerto junto a sus hombres en el interior de la hundida cueva.

Así, cuando llegaran a su destino y encontraran las chapas (si tal cosa ocurría), y decidieran realizar una batida por la zona, él ya estaría encerrado en el sótano de alguna inmunda casucha de Samusi. Todo ello en el caso de que la hipotética misión existiera. Demasiados supuestos para confiar en salir de esta con ayuda ajena.

Concluido el subh, Turbante Negro ordenó acelerar el paso. El terreno se había nivelado y la cinta del río Varizuntagai brillaba a no mucha distancia. Eso pareció servir de señal para que Brutus volviera a maniatarle, aunque fue el Paki quien se hizo cargo del extremo de la cuerda. No le habían interrogado durante el descenso, más preocupados por el peligro de verse sorprendidos por la luz del día en terreno abierto, que de extraerle alguna información sobre la cinta y las circunstancias que explicaran su solitaria presencia en la montaña.

Los primeros trazos de luz arrancaron un destello metálico de un montón de chatarra que anidaba entre las rocas, un fósil de otra era y otra guerra. Aunque el helicóptero ruso había quedado reducido a una retorcida y negra carcasa, Novak reconoció los restos del Mi-24, una formidable máquina artillada que había causado el terror en aquellas aldeas y montañas veinticinco años atrás hasta que, a mediados de los ochenta, comenzaron a caer como moscas gracias a los misiles portátiles Stinger que la CIA entregó a los muyahidines, por entonces paladines de la libertad y aliados contra el Imperio del Mal soviético.

Casi tres décadas después, la loca rueda del destino los había convertido en enemigos capaces de lanzar aviones de pasajeros contra las ciudades de sus antiguos benefactores. Los historiadores iban a necesitar la ayuda de psicólogos para explicar eso a las generaciones venideras.

—Además de bombas y misiles, los rusos lanzaban juguetes rellenos de explosivos —dijo de ponto el Paki a su espalda al advertir que Novak contemplaba el helicóptero—. Provocaron la mutilación de miles de niños.

Novak ya conocía esa y otras historias que, sin saberlo nadie, estaban conformando un futuro aún más horrible. Pero, ¿qué le importaba a él todo eso en los ochenta, cuando comenzaba a descubrir que, lejos de resultar odiosas, las chicas olían de maravilla y el tacto de su piel le encantaba?

—Los rusos se habrían quedado en Afganistán de no ser por nuestra ayuda —replicó mecánicamente.

—Sólo nos usasteis. América no tiene aliados, sólo socios de conveniencia.

El uso del pronombre captó el interés de Novak por encima de la soflama. ¿Hablaba como muyahidín o como afgano?

—¿Nos? ¿Eres afgano? —preguntó, curioso a su pesar.

El hombre no respondió. Por el contrario, Turbante Negro, que caminaba unos veinte metros por delante, se giró y les gritó algo.

—Apresúrate —ordenó entonces el Paki, o lo que fuera.

Un minuto después, ya en el valle, Novak distinguió una plantación de adormideras. Podía reconocerlas a distancia ya que había patrullado entre campos de amapolas, aunque los soldados americanos evitaban su destrucción para no atraerse la enemistad de los granjeros, que carecían de otro medio de vida. La situación era más que una amarga ironía, ya que del tráfico de opio se beneficiaban en gran medida los talibanes y Al Qaeda que, con las ganancias, adquirían armas y explosivos con los que atacar a los mismos soldados que hacían la vista gorda con los cultivos.

No lejos del campo, a orillas del río, ya resultaban visibles las primeras construcciones de adobe de lo que Novak supuso pertenecían al pueblo de Samusi. Más allá, hacia el suroeste, sobre la frontera con Pakistán, se distinguía claramente el pico del monte Sikaman, el techo de Afganistán con sus 4.761 metros de altitud.

—Mi nombre es Ibrahim Khan y nací en Jalalabad —reveló entonces de forma sorpresiva el muyahidín. Mi padre emigró con su familia a Peshawar tras la invasión rusa. Yo tenía tres años.

Novak se detuvo un instante, más asombrado por el acto de confidencialidad que por su contenido. Casi se volvió para mirarle, pero el hombre le empujó suavemente para que siquiera caminando.

—Podría ayudarte si esa cinta vale la pena —añadió Khan. El apellido, uno de los más comunes de la zona, significaba “señor”, con lo que apenas servía como identificación.

Novak tropezó y hubiera caído de bruces de no tensarse la cuerda que lo sujetaba. Reprimió el nuevo y urgente impulso de girarse de nuevo para buscar la mirada del tal Khan, y se concentró en los demás miembros del grupo. Todos estaban lo bastante alejados para no poder oírles. ¿De qué demonios le hablaba? ¿Intentaba negociar una liberación por su cuenta o era una simple estrategia para sonsacarle mostrándole una zanahoria? No, demasiado “sutil” para aquella gente. Recordó la bolsita de piedras preciosas escondida en su bota derecha. En ningún momento había pensado en utilizarla para conseguir su libertad. No estaba en condiciones de negociar nada y se la habrían quedado sin más. Pero quizá tuviera alguna oportunidad tratando con uno de ellos al margen del resto.

“Si esa cinta vale la pena”. ¿Qué podía importarle a un simple yihadista lo que hubiera en ella? ¿Quería hacer méritos ante sus jefes? Pero, ¿a costa de qué?

—¿Qué quieres decir con “ayudarme” —preguntó con cautela sin dejar de mirar al frente.

—Háblame de la cinta —insistió Khan—. No tenemos mucho tiempo.

Novak intentó humedecerse los labios, pero notó la lengua seca, casi hinchada. Sólo le habían proporcionado un trago de agua en mitad de la noche, tan escaso que únicamente sirvió para acrecentar su sed.

—No la he visto. La encontré ayer tarde en la montaña —admitió, ofreciendo una verdad que no le comprometía.

—¿Dónde exactamente?

—En una cueva que descubrimos por casualidad —contestó Novak, su curiosidad ganando rápidamente terreno a la cautela—. Al principio pensé que sólo era propaganda terrorista. Un video del 11 de septiembre mezclado con imágenes de otros ataques y arengas de Bin Laden.

Las palabras “propaganda” y “terrorista” no provocaron la reacción de ofensa que sería de esperar en un yihadista que consagraba su vida a luchar contra los infieles. El corazón de Novak se aceleró mientras una descabellada idea comenzaba a perfilarse en su mente. No, no era posible.

—¿Y por qué piensas ahora que puede ser otra cosa?

—Porque para cierta persona vale tanto como para cometer una inconcebible locura.

—Cuéntame qué pasó exactamente en la montaña.

—Antes me gustaría saber exactamente a quien se lo cuento —dijo Novak, midiendo cada palabra.

El silencio de Khan se prolongó mientras se aproximaban a las primeras casas de Samusi. Novak distinguió un pequeño rebaño de escuálidas cabras cerca del río. El silencio en sí mismo ya suponía, sin embargo, media respuesta.

—Trabajo para el ISI.

La súbita revelación hizo frenar en seco a Novak. El ISI era el acrónimo del Servicio de Inteligencia de Pakistán. Un leve empujón le obligó a moverse de nuevo.

—Llevo cuatro años infiltrado en Al Qaeda —añadió Khan.

 


La legión de Pandora
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