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Kandahar. Agosto de 2001

La habitación de la casa de adobe en el centro de la ciudad apestaba a una mezcla de comida rancia y olores corporales, cocinados en el insoportable calor reinante. Los cuatro talibanes estaban acuclillados al otro lado de la mesa de patas cortas que sostenía una fuente de frutas variadas y nueces peladas junto a una tetera de chai, té verde. De vez en cuando, uno de ellos agitaba un matamoscas sobre la fuente, que nadie había tocado.

Aunque ni Christensen, antiguo embajador en Pakistán, ni Marquette, ex subdirector de la CIA, necesitaban lecciones sobre lo que se encontrarían, Abdulaziz les había aleccionado, especialmente a Tremain, sobre los modos y maneras que debían exhibir ante los talibanes. Ahora no estaban en Houston, sino en su terreno o, para ser más exactos, casi en un mundo y una época diferentes.

El trío de occidentales vestía sus camisas, pantalones y botas Panamá Jack con incomodidad, como unos urbanitas que no hubieran salido de su casa sin corbata desde hacía décadas. La fastidiosa postura que habían adoptado sobre los cojines dispuestos en el suelo incrementaba su sensación de embarazo. Únicamente Abdulaziz, que lucía una túnica tradicional thobe y el ghotra en la cabeza, parecía saber cómo colocar las piernas.

Sólo uno de los talibanes presentes pertenecía al grupo que visitó Texas cuatro años atrás. Los otros, probablemente caídos en desgracia, habrían sido destituidos o algo peor, por el mulá Omar, el tuerto líder que ahora gobernaba Afganistán en nombre de Alá con el título de “príncipe de los creyentes”.

Los cuatro parecían una fotocopia de los hombres con los que Christensen había tratado indirectamente durante años en Pakistán, cuando la CIA canalizaba millones de dólares en material a través del ISI hacia los muyahidines que luchaban contra los rusos. Compartían con aquellos su apariencia encallecida e irreductible, pero la determinación que se vislumbraba en su mirada, incluía una expresión de fanatismo que reinaba sobre unos rostros chupados, curtidos como el cuero viejo y punteados por unas barbas más largas que la “reglamentaria” longitud de un puño. Todos vestían el tradicional salwar khameez y los turbantes negros que les caracterizaban.

Aunque los visitantes estaban impacientes por ir al grano tras el largo viaje a bordo de un avión de AG, y el trayecto de 175 kilómetros por la infame carretera entre Quetta, en Pakistán, y Kandahar, se sometieron a la costumbre local de los prolegómenos, y compartieron con ellos un refresco de limón que a Christensen le supo a agua sucia, mientras hablaban de nimiedades durante casi veinte minutos. Cuando alargó la mano derecha para coger una nuez de la fuente (sabía que la izquierda no se usaba para comer, reservándose para la higiene), el talibán de más edad forzó una tétrica sonrisa y dijo algo al hombre que les habían presentado como ayudante del viceministro de Exteriores, que ejercería de traductor. Los cuatro prorrumpieron entonces en una carcajada colectiva que incomodó a sus huéspedes.

—El mulá Madani dice que sus botas son muy bonitas —tradujo el hombre, señalando las Panamá de Christensen, estrenadas para la ocasión.

—Gracias —se limitó a responder él, preguntándose si debería ofrecerlas como presente aunque eran demasiado grandes para cualquiera de sus anfitriones—. Pero me están abrasando los pies. Si lo desean, haré que les envíen una docena de pares, aunque ustedes no parecen necesitarlas —agregó, refiriéndose a las sandalias que todos calzaban.

Najibullah Sherzai, como se había presentado el traductor, transmitió el mensaje pero no obtuvo una respuesta directa. El mulá Madani, que estaba allí como representante de su líder supremo, el mulá Omar, cogió también una nuez y se la pasó de una mano a otra mientras volvía a hablar en pastún.

—¿Conoce el gobierno americano su visita? —tradujo Sherzai.

—Digamos que no ignoran que estamos aquí —contesto Christensen, sacando a relucir su lenguaje más diplomático.

Y que respondía a la verdad. A pesar de que Afganistán seguía en el punto de mira de la nueva Administración de Bush hijo, que consideraba el país un nido de terroristas que acogía al principal enemigo de Estados Unidos, los negocios eran los negocios, y se habían producido otros intentos de acercamiento, que siempre tropezaban con la misma piedra: Osama Bin Laden.

Marquette se removió en su cojín, atrayendo hacia si la atención del grupo.

—Creo que el señor Christensen y yo mismo hemos demostrado en el pasado ser amigos de los talibanes —señaló el antiguo subdirector de la CIA— Y el señor Tremain firmó en persona un suculento cheque para la apertura de escuelas en esta misma ciudad.

Tremain se limitó a asentir tímidamente, como si no estuviera muy seguro de que sacar a relucir eso fuera buena idea. El millón de dólares que había entregado para supuestos fines sociales en 1996 era sólo un soborno, y todos lo sabían. Pero a diferencia del resto de los mortales, aquella gentuza consideraba los sobornos una dádiva que no les comprometía a nada.

—Y les estamos agradecidos por ello —contestó el mulá Madani por boca de su traductor—. Siempre hemos dicho que deseamos las mejores relaciones con Estados Unidos, aunque ellos hayan lanzado sus diabólicos misiles contra nuestras casas y amenacen con volver a hacerlo.

Christensen buscó la mirada del ministro de Planificación, un tipo llamado Tayeb, que podía pasar por mendigo en Calcuta y que era el único de los presentes que había viajado a Texas.

—Hablo en nombre propio y en el del nuevo presidente al decir que estamos ansiosos por poner en marcha un proyecto que llevará la prosperidad al castigado pueblo afgano. Juntos podemos hacer que su sufrido país se convierta en poco tiempo en uno de los más prósperos de Asia Central.

—¿Y tienen ustedes las manos libres para iniciar ese proyecto? —inquirió el viceministro de Exteriores en un vacilantes inglés.

Christensen sabía exactamente a qué se refería, y su presentimiento de que el largo viaje no iba a rendir ningún beneficio, se redobló en ese instante. Bebió un poco de la asquerosa limonada y dijo:

—Ustedes son perfectamente conscientes de lo que supone la presencia de sheik Bin Laden en este país. Es un gran lastre para sus relaciones con América y su propio progreso. No es necesario que lo entreguen. Estoy seguro de que bastaría con que le obligaran a exiliarse, como hicieron los sudaneses en 1996.

El mulá Madani atendió la traducción con los labios fruncidos mientras sus dedos reducían la nuez a migajas. Aunque Christensen esperó algún gesto de irritación, lo que creyó vislumbrar en sus ojos, casi ocultos tras los abultados y arrugados párpados, fue un brillo de resignación. Cuando volvió a hablar, paseó la mirada entre los occidentales y el saudí.

—Tal cosa no es posible —tradujo Sherzai mientras Madani aún hablaba—. Al Qaeda ya es demasiado poderosa dentro de Afganistán. De hecho, ellos lo gobiernan en gran parte con su ejército de 5.000 combatientes procedentes de decenas de países. Hasta el mulá Omar se ha casado con una hija de Bin Laden, aunque ambos desconfían el uno del otro. Omar sabe que si lo manda al exilio, sería aniquilado. Las conexiones del sheik con el ISI son tan fluidas como las nuestras, ya que colabora con los pakistaníes en su lucha por Cachemira con la India a través del grupo, que ustedes denominan “terrorista”, llamado “Ejército de los Puros”.

—Vivimos para servir a Alá y su Profeta, y no tememos a la muerte, pero no somos estúpidos —añadió Madani—. Y estamos preocupados por lo que pueda suceder en breve.

—¿Suceder en breve? —repitió Marquette, desplegando sus antenas de alerta—. ¿Quiere decir que Al Qaeda tiene “algo” en marcha?

Madani se sacudió las migajas de la mano y se mesó la barba entrecana como un gato tras su comida mientras mascullaba algo entre dientes. Luego miró a los ministros uno a uno y terminó concentrándose en Sherzai como si los extranjeros ni siquiera estuvieran presentes.

—Sabemos que Bin Laden prepara una acción y que es inminente —tradujo el hombre—. Pero ni el mulá Omar conoce los detalles. Sólo hemos captado algunos rumores…, rumores en torno a algo llamado “Operación Aviones”.

—¿”Operación Aviones” —saltó ahora Tremain—. ¿Se refiere a secuestros?

—Quizá —admitió Sherzai tras el ronroneo de Madani—. Pero ignoramos qué se proponen exactamente. Sólo sabemos que algunos hombres han sido seleccionados para tomar incluso lecciones de pilotaje. Pero repito que son rumores. Al Qaeda no confía en nosotros y viceversa, a pesar de que en Occidente nos consideren uña y carne.

—Tienen ustedes un ejército —intervino Christensen—. Expulsen a Al Qaeda de Afganistán. La mayoría de sus integrantes son extranjeros después de todo.

Madani rechazó la sugerencia con un gesto, como si acabaran de oír una idiotez propia de un niño sin una percepción real de cuanto le rodeaba.

—La mayoría de los talibanes contempla a los combatientes de Al Qaeda como hermanos en la Yihad. Nunca lucharían contra ellos.

—Entonces saben a lo que se exponen —advirtió Christensen sin que sonara a amenaza—. Si esa “Operación Aviones” provoca muertes de ciudadanos americanos, el presidente Bush lanzará sobre este país un ataque masivo y les borrarán de la Historia.

Innsh’Allah —recitó Madari—. Si esa es la voluntad de Dios.

El saudí se incorporó de pronto y sus acompañantes le imitaron al instante. Cuando los talibanes comenzaron a hacer lo mismo, Haqqani tradujo otro murmullo.

—Esperen treinta minutos antes de salir. No sería conveniente para nadie que nos vieran juntos.

Madani inclinó levemente la cabeza en señal de despedida, comentó algo en árabe a Abdulaziz y se retiró sin más. Un minuto después se oyeron los motores de los 4X4 abandonando la zona.

—¿Qué le ha dicho? —preguntó Marquette al saudí.

—Que se avecinan malos tiempos.

—¿Quiere decir aún peores? No me imagino cómo…

—Parece que él sí.

Christensen consultó su reloj, impaciente por salir de aquel inmundo agujero e iniciar el largo camino de vuelta a la civilización. El viaje había resultado una maldita pérdida de tiempo. Aquellos fanáticos no podían o no querían entregar a Bin Laden y, sin esa medida previa, las posibilidades de negocio volvían a esfumarse; los talibanes no podían aspirar a nada más que sanciones internacionales y alguna lluvia de Tomahawks.

—¿”Operación Aviones”? —recordó mirando a Marquette—. ¿Qué crees que puede ser?

El ex subdirector de la CIA se frotó con fuerza la mandíbula, sintiendo sobre sí la atención de todo el grupo, temiendo el horror que pudiera salir de su boca.

—Secuestro de aviones, probablemente. Quizás una variante de la “Operación Bojinka”, que significa “explosión”. En enero de 1995, la policía de Manila registró un apartamento que acababa de incendiarse. Encontraron explosivos y un ordenador en el que se detallaba un complot para hacer estallar en el aire once aviones comerciales con destino a Estados Unidos y destruir la sede de la CIA con un Cessna cargado de explosivos.

“El plan estaba ya bastante avanzado y sólo fue desmantelado por casualidad. Pero nadie se lo tomó muy en serio por entonces, aunque estaba financiado por el propio Bin Laden y su cuñado. Estábamos en 1995, cuando aún no se habían atacado las embajadas de Kenia y Tanzania que pusieron a Bin Laden y Al Qaeda en el mapa. El presunto plan incluía el uso de nitroglicerina y otros elementos químicos que burlaban los controles de los aeropuertos, ocultos en envases de lentillas, y relojes de pulsera usados como detonadores. Todo sonaba a ciencia-ficción, aunque llegaron a realizar una prueba con relativo éxito al hacer explotar una pequeña bomba en un avión filipino que, milagrosamente, sólo costó la vida de un pasajero.

—Pues a mí me suena como un maldito amago de infarto del que debemos advertir —resolló Tremain.

—¿Advertir de qué exactamente? — exclamó Christensen—. Sólo son cábalas. No tenemos nada concreto y esos tíos sueñan todos los días con cometer algún disparate. Una operación de esa o semejante magnitud sigue pareciendo una simple fantasía. Si de vuelta en casa soltamos lo que sólo son elucubraciones, al día siguiente estarán en los periódicos y se desatará el pánico. Las compañías aéreas perderán millones y la Bolsa se desplomará por un rumor.

—Pero, ¿y si ocurriera? —insistió Tremain.

El pensamiento se formó en algún rincón de su cerebro, pero atravesó la mente de Christensen como una descarga eléctrica que le hizo casi oler el ozono y le obligó a parpadear con fuerza.

—Quizá no fuera tan malo, después de todo —se oyó decir con voz hueca, como si expusiera la idea a medida que tomaba forma—. Además de la siempre lamentable pérdida de vidas humanas, también habría pánico y pérdidas a corto plazo, sí, pero, ¿qué sucedería luego?

—Que esta vez caería algo más que un centenar de Tomahawks sobre Afganistán —apuntó Marquette, intercambiando una cautelosa mirada con Tremain.

—Exacto —afirmó Christensen—. Convertiríamos esta montañosa cloaca en un aparcamiento y nos liberaríamos de estos neandertales en dos semanas. Afganistán sería “liberado” y se convertiría en un lugar tan paradisíaco para los negocios como Dubái. Podría traducirse en una oportunidad única para implementar nuestro viejo sueño —añadió girándose hacia Marquette, fascinado por el alcance de sus propias reflexiones.

Beowulf —adivinó el ex subdirector de la CIA.

Beowulf —repitió Christensen—. Lo que no conseguimos tras la tímida respuesta de Clinton a los atentados a las embajadas, podríamos lograrlo ahora.

—Vosotros y vuestros jodidos delirios conspiratorios —continuó quejándose Tremain—. ¿Insinúas que debemos retener esta información para conseguir la destrucción de los talibanes?

—No tenemos ninguna información —recalcó Christensen—. Sólo un rumor que podría resultar dañino, como ya ha quedado expuesto. Y, en cualquier caso, es una “oportunidad” que sería estúpido ignorar. Todo gran objetivo requiere un sacrificio a su altura, y la posibilidad de librar al mundo de estos lunáticos significaría…

—¿Varios miles de personas volando en pedazos? —interrumpió Tremain—. ¿Y para qué están aprendiendo a pilotar?

Marquette apoyó una mano en el hombro del presidente de GeOil.

—Cálmate. No estamos en los años setenta, cuando cualquier chiflado era capaz de introducir dinamita en un avión, o en los ochenta, cuando se podía meter una maleta-bomba en una bodega. No después de Lockerbie —agregó, refiriéndose al 747 que dos agentes libios hicieron explotar sobre aquella localidad escocesa en 1988, provocando la muerte de 270 personas—. No sé qué puede ser esa “Operación Aviones”, pero dudo que este inspirada en “Bojinka” o Lockerbie.

—Pero acabas de decir que consiguieron explotar una bomba en un avión filipino —refutó Tremain—. Habrán aprendido de sus errores y afinado sus técnicas. Además, los talibanes no nos lo habrían contado si no quisieran que, en cierto modo, les ayudemos a librarse de la influencia de Al Qaeda. Confían en que les detengamos por ellos.

—En estos tiempos los controles de seguridad en los aeropuertos son mucho más estrictos que en el 95 —sentenció Christensen—. Ahora no podrían llevar a cabo algo tan complejo como “Bojinka”. Y nadie puede saber lo que pasa por la cabeza de esta gente. Si quisieran pararlo, sea lo que sea, hubieran contactado con el ISI pakistaní o la CIA. Nosotros no somos más que hombres de negocios. Sólo tratan de aparecer como víctimas de Bin Laden cuando son sus aliados. Pudieron librarse de él tras los atentados a las embajadas, pero entonces declararon al bastardo “hombre sin pecado” y aceptaron sin inmutarse la melindrosa represalia de Clinton.

“No haré nada que pueda ayudar a mejorar la imagen de estos cerdos. Y si alguien me pregunta en Washington, abogaré por sacarles a patadas de aquí cuanto antes. Y si algún “suceso” acelera eso, tanto mejor. No hay de qué escandalizarse, amigos. ¿Acaso no recurrimos en el pasado a excusas parecidas para consolidar nuestra posición en el mundo? Excusas como el falso ataque español al Maine en Cuba o de los norvietnamitas en el golfo de Tonkin, que nos metieron en dos guerras. Por no mencionar el ataque a Pearl Harbor, que algunos historiadores dan por sentado que conocíamos de antemano.

Furioso, Christensen golpeó su reloj. No habría forma de hacer negocios en aquella región del mundo, encrucijada de caminos, hasta que se libraran de aquellos maníacos. Dios, era como detener una carrera de Fórmula 1 por culpa de una maldita ardilla.

Pero ahora, quizá, sólo quizá, pudieran convertir las dificultades en una oportunidad histórica que no se malograra como en 1996. La inmensidad de la perspectiva le mareó ligeramente, uno de los pocos detalles que no pudo captar la cámara de video que, situada tras el agujero de un ladrillo de adobe, cerca del techo, había grabado su encuentro con los talibanes y, lo que era mucho peor, la charla que siguió después entre sus invitados.

 

 


La legión de Pandora
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