34

 

El Black Hawk

Sin llegar a perder el conocimiento, sujeto todavía con el cinturón, lo primero que Novak pensó fue que habían recibido el impacto de un cohete tierra-aire. Lo segundo fue que tal cosa no era posible. Aunque un SAM hubiera sorteado las contramedidas de que disponía el helicóptero, no se había producido ninguna explosión, de eso estaba seguro… ¿Qué demonios había sucedido entonces? Hacía unos instantes volaban sin contratiempos hacia Bagram y, de pronto, caían en picado…

Sentado como un astronauta a punto de despegar, pero con las piernas colgando, se llevó la mano a la cabeza. El casco seguía allí; por suerte se lo había asegurado con la cincha. El fuselaje del Black Hawk estaba blindado y era capaz de resistir proyectiles de 23 mm. Los asientos también podían absorber la energía de un impacto, y los depósitos de combustible contaban con un sistema de auto sellado preparado para soportar una fuerte colisión. Si uno tenía que estrellarse, aquel aparato era una de las mejores “opciones”.

Aun así, al recuperar el equilibrio de sus sentidos, Novak olfateó en busca del punzante y revelador aroma del combustible de aviación. No percibió lo que buscaba, pero sí el de componentes eléctricos chamuscándose. En la periferia de su visión detectó un baile de chispas. Si, después de todo, existía una fuga de gasolina, habría sobrevivido sólo para prender como un fósforo. Tenía que salir de allí cuanto antes.

—Novak…

Casi no reaccionó al sonido de su propio nombre en medio del chirrido que golpeaba su cabeza como una pieza suelta. Parpadeó con fuerza para aclarar la niebla de sus ojos y buscó a su alrededor en aquel universo invertido.

—Novak, ¿está bien?

—¿Ellis? —probó, comenzando a distinguir el juvenil rostro del teniente a dos palmos del suyo—. ¿Qué coño ha pasado? —preguntó, volviéndose hacia su izquierda.

Ese lado del helicóptero parecía haber sufrido el zarpazo de un monstruo fantástico que se hubiera llevado una parte. Los dos asientos más próximos al hueco también habían desaparecido, y con ellos el soldado y el mercenario que los ocupaban. A su lado, McKellan gemía en estado semiinconsciente, sangrando profusamente por alguna herida oculta en su cuero cabelludo.

—Ayuden a ese hombre —decía Ellis, hablando con los otros dos soldados—. Esto puede explotar de un momento a otro.

—¿Ha sido un misil? —preguntó Novak mientras el teniente forcejeaba con su cinturón.

—No lo creo. Sujétese.

Sintiéndose casi un inválido, se encontró en brazos de Ellis.

—Estoy bien, maldita sea. Suélteme. ¿Qué nos ha derribado?

—No lo sé.

—¡La grandísima puta! —aulló entonces alguien desde el exterior.

—¡Échenos una mano! —gritó Ellis—. ¡La puerta de este lado se ha trabado!

Pero el hombre del exterior ni siquiera pareció oírle. Los dos soldados cargaron con McKellan y el quinteto se arrastró por la mella del fuselaje, dejando a un mercenario de rasgos asiáticos en su asiento, con el cuello partido y la cabeza colgando en un ángulo antinatural.

—¡Los muy hijos de puta! —clamaba el piloto, arrojando el casco al suelo, ajeno a los hombres que salían del Black Hawk, presa de alguna clase de furibundo horror.

—¿Qué diablos… ? ‪—comenzó a vocear Novak cuando, todavía a cuatro patas, levantó la vista.

La nube en forma de hongo se alzaba sobre el horizonte como la apocalíptica rúbrica de un mundo en descomposición, una imagen casi icónica de una era dominada por el ingenio destructivo del Hombre, pero que Novak había confiado en no llegar a ver en persona alguna vez. Un pulso de bilis inundó su garganta mientras la visión taladraba su cerebro como una aguja oxidada y al rojo.

Olvidando el peligro que representaba el cercano helicóptero, todo el grupo observó petrificado la gigantesca columna gris, que parecía adelgazar por momentos e inclinarse ligeramente hacia el oeste al tiempo que su cúpula se ensanchaba, adelantando el crepúsculo. Novak escupió la amarga secreción y se incorporó sobre unas temblorosas piernas.

—¿Eso es lo que parece o podría tratarse de una bomba convencional jodidamente grande?

—Me temo que es lo que parece —respondió Ellis en un tono casi narcotizado—. Lo que nos derribó fue el coletazo de la onda de choque de un artefacto pequeño. Entre un kilotón y kilotón y medio, aproximadamente la décima parte de la bomba de Hiroshima. De haber sido más potente nos habríamos desintegrado como una pompa de jabón.

—¿Y dónde han conseguido esos cabrones el material? —casi sollozó uno de los soldados sin apartar la mirada de la nube, que reflejaba los fuegos que debían estar devorando las ruinas de la base.

—Adivinen. En cuanto podamos recoger muestras de escombros y analizarlos, la pista del uranio nos conducirá sin duda a nuestros amigables vecinos del este.

—Los cerdos pakis —graznó otro soldado—. Joder. Allí es donde deberíamos estar machacando cabezas de toalla.

—Probablemente ahora tendrás tu oportunidad —dijo Novak, recordando de pronto otro espeluznante detalle—. Hostia, Ellis, ¿no dijo que el presidente estaba en Bagram?

El teniente se giró hacia él, sus grandes e inquietos ojos convertidos de repente en dos inexpresivas cuentas de vidrio.

—No puede tratarse de una coincidencia —sentenció Novak por él.

—¡Increíble! —bramó el piloto pateando el casco—. Esos chiflados han vaporizado a nuestros compañeros y al puto presidente de Estados Unidos. Espero que alguien encuentre sus cojones para enviar de una vez a los pakis hasta el centro de la tierra a bombazos.

Ellis tragó con dificultad y apretó los dientes con fuerza unos segundos, obligando a retroceder el paralizante espanto.

—¿Funciona la radio, Hanson? —preguntó después al enfurecido piloto.

—Ni en broma.

Sin responder, Ellis sacó un móvil de su guerrera.

—No da señal. La onda de pulso electromagnético lo ha frito.

—¿Quiere decir que estamos contaminados? —preguntó uno de los soldados, su instinto de supervivencia imponiéndose rápidamente sobre las demás emociones.

—No. Al menos no de forma peligrosa para la salud. La explosión ha sido “pequeña” y estamos lejos. La EMP sólo afecta a sistemas y equipos electrónicos. La radiactividad que debe preocuparnos está ahora concentrada en la nube y sus inmediaciones, pero comenzará a dispersarse en unos minutos. Tenemos que alejarnos de aquí y sólo podemos hacerlo a pie. La carretera entre Kabul y Bagram no debe quedar lejos.

Novak hecho un vistazo a su reloj Suunto para activar el modo GPS; pero tampoco él había superado aquella última prueba. Miró entonces a su alrededor, reconociendo el terreno.

—Hacia el oeste —apuntó—. Un par de kilómetros.

—La dirección hacia la que parece inclinarse la nube —apreció Ellis, volviéndose de nuevo al hongo, ahora con expresión diferente, la de un concienzudo profesional valorando un riesgo —. Tenemos que apresurarnos.

—Llevamos un herido que nos retrasará —añadió el soldado que sostenía al conmocionado McKellan.

—Lo dejaremos aquí —dijo fríamente Ellis sin dudar.

—¿Qué? —saltó Novak, asombrado por la brutal reacción del teniente.

—Esta zona estará muy transitada por la mañana. Alguien le encontrará. O puede cargar con él si quiere. Después de todo, sólo intentó matarle. Pero no le esperaremos. En marcha —ordenó; y, sin más, echó a andar a paso vivo.

El soldado apoyó a McKellan contra una roca y, en un gesto “magnánimo”, dejó junto a él su cantimplora y trotó tras Ellis. Al momento se le unieron los otros dos hombres. Novak se encontró mirando al semiinconsciente inglés, tirado en el accidentado terreno como un engorroso deshecho. Aquel hombre había sido contratado para matarle y, sin embargo, la idea de abandonarlo, le provocó un agudo sentimiento de repulsión. ¿Qué le diferenciaría de él si le abandonaba a una probable muerte?

Un mundo en descomposición, volvió a pensar, levantando la vista hacia la nube. Luego se giró y comenzó a correr desoyendo las quejas de su magullado cuerpo. Ni siquiera notó el roce del zurrón donde todavía llevaba la cinta de video.

 

 

 


La legión de Pandora
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