Kabul
El Gandmack Lodge era un pequeño hotel de sólo quince habitaciones y, naturalmente, estaba fortificado con bloques de cemento, alambre de espino y lo vigilaban guardias armados. Además del edificio principal, el complejo ofrecía alojamiento en habitaciones situadas en el jardín. La atmósfera era colonial y proporcionaba gran intimidad y una sensación de aislamiento que hacía difícil creer lo que ocurría a unos metros de allí. Varios vehículos se hallaban aparcados en el patio interior, entre los que Janeway distinguió un Humvee 998, parecido al que le había traído desde Bagram. Un largo porche suministraba sombra y una tranquila vista del jardín y los patos que pululaban por él.
El lugar tomaba su nombre de una localidad donde en, 1842, el ejército británico había sufrido una terrible masacre. En el vestíbulo de acceso al restaurante, una fila de antiguos fusiles Lee-Enfield recordaban el nefasto paso de las tropas inglesas por aquellos pagos. Más allá de los estantes que soportaban los rifles en posición vertical, como preparados para ser cogidos con rapidez durante una emergencia, se encontraba el restaurante cuyo menú a base de bistecs y chuletas de cordero contrastaba con la penuria exterior. Janeway esquivó aquel y bajó las escaleras que conducían al sótano y a un pub llamado “El Zorro y el Sabueso”.
Un cartel advertía que ese era el “bar más duro del mundo”, una especie de homenaje a un salón de Dodge City. Como allí, algunos parroquianos llevaban las pistoleras vacías, como si el ayudante del sheriff les hubiera obligado a dejar fuera sus armas. Más rifles antiguos, metralletas y banderas de la mayoría de los países que conformaban la ISAF eran su principal decoración. Como todo país musulmán, el alcohol estaba prohibido, pero el gobierno afgano se veía obligado a hacer la vista gorda con quienes le habían convertido precisamente en “gobierno”.
A esa hora de la mañana sólo había una docena de clientes, que Janeway evaluó rápidamente. Un vocinglero grupo multinacional de periodistas vestidos como guías de safari, varios soldados de permiso, incluidas un par de mujeres, y dos hombres que se aplicaban sobre sus abultados platos en silencio. En cada facción y movimiento llevaban escrito el sello de “contratistas civiles”. Había casi tantos en Afganistán como soldados, formando un ejército paralelo que, (como en Irak) actuaban de vigilantes privados, guardaespaldas, asesores de seguridad, protegían convoyes, edificios y trabajos de reconstrucción. La lista de cuánto debía defenderse de los bárbaros era interminable. Empresas punteras se ocupaban incluso de la protección personal del presidente y ministros del país. Formaban parte de una porción más del gran pastel en disputa. Y, lógicamente, el Atlas Group no se había quedado al margen de ello.
Janeway se fue directo al único hombre solo, sentado en una apartada mesa. También él era un contratista civil, aunque no se molestaba en aparentar fiereza. Muy al contrario, su rostro curtido y ligeramente rubicundo, se ensanchó en una sonrisa entorpecida por la presencia de un puro del tamaño de un cartucho de dinamita. Vestía una camiseta marrón por debajo del chaleco paramilitar. Aunque debía haber dejado la pistolera fuera, no se molestó en vaciar los bolsillos de sus cargadores de repuesto. Una gorra negra con el escudo del Liverpool daba una pista sobre sus aficiones y nacionalidad.
—Nuestro amigo y vecino Morgan Janeway —fue el saludo de Martin McKellan alzando una pinta de Guinnes medio vacía.
—¿Qué tal Mac? —replicó Janeway volviendo a mirar a su alrededor para comprobar si había atraído alguna atención; todos seguían con lo suyo.
—Feliz como un niño después de eructar —dijo McKellan soltando una bocanada del cohíba que difuminó su rostro—. Aunque estoy seguro de que eso está a punto de cambiar.
—Ni hablar —sonrió Janeway, colocando su mochila sobre la mesa y palmeándola como si fuera un gato de angora.
McKellan se guitó el puro de la boca y frunció el ceño en dirección a la mochila antes de volver a enfocar al hombre de la CIA con sus desconfiados ojos azules. En la mitad de la cuarentena, el inglés trabajaba para Claw (Garra), la división de seguridad de AG, desde hacía cuatro años. Antes había servido durante más de veinte en el Servicio Aéreo Especial, la principal fuerza de operaciones especiales del ejército británico. Su bautismo de fuego se remontaba a la guerra de las Malvinas y su lista de misiones era más larga que su brazo: Golfo Pérsico, Bosnia, Albania, Kosovo, Sierra Leona, Afganistán, Irak… Janeway lo conoció en noviembre de 2001, cuando los británicos se empeñaron en tomar un almacén de opio defendido por un centenar de talibanes, en la creencia de que allí encontrarían información vital.
Por esa época, Estados Unidos sólo estaba interesado en cazar a Bin Laden y sus lugartenientes, y prefería simplemente bombardear la zona, pero cedieron al interés de sus “primos¨ ingleses y les prestaron a Janeway como enlace. Desde entonces, había coincidido con el sargento del SAS en un par de misiones, pero no podía decirse que fueran algo más que conocidos. Era casi una ley no escrita que los tipos de uniforme mostraran un educado menosprecio por los espías. El hecho de que McKellan hubiera renunciado a su preciada insignia en forma de daga con alas por dinero, no le había hecho perder su aire de superioridad.
—¿Por qué estoy aquí? —masculló ahora—. ¿Qué tienes tú que ver con Claw?
—Estás aquí por pasta, ¿por qué sino? —sonrió Janeway—. Mi gente ha recurrido a la tuya para que nos eche una mano, y estamos dispuestos a pagar bien. A diferencia de los viejos tiempos, ahora no tienes que jugarte el culo sólo por la Reina y un sueldo de miseria —Volvió a mirar de reojo a su alrededor y abrió a medias la mochila. Había retirado el papel de estraza rojo, de modo que los dos compactos paquetes de dinero resultaban claramente visibles—. Doscientos cincuenta mil dólares, pavo arriba o abajo, por una excursión al sur de las Montañas Blancas.
—Eso es territorio indio —señaló McKellan. Su mirada se detuvo esta vez unos segundos de más sobre el contenido de la mochila antes de levantarla, haciendo prevalecer la desconfianza sobre el goloso interés—. ¿Por qué la todopoderosa CIA necesita recurrir a los matones de Claw?
—Cosas de espías —dijo Janeway, consciente de que el inglés necesitaba alguna explicación, más o menos creíble, antes de embarcarse en una operación que implicaba riesgos, por muy bien pagada que estuviera—. Uno de nuestros agentes fue secuestrado hace unos días, probablemente por talibanes, ya que no se ha recibido petición de rescate. No estamos seguros de si ya han descubierto que no es el empleado de la ONG que fingía ser, pero pensamos que, de momento, sólo creen tener entre manos a un simple occidental o ya habríamos visto rodar su cabeza por Internet.
—Sigo sin entender por qué soltáis esa pasta. Si habéis descubierto el paradero de vuestro hombre, el ejército puede montar una operación de rescate que deje pequeño el desembarco de Normandía, y gratis.
—No queremos acudir al ejército. Tendríamos que rellenar un formulario demasiado incómodo.
—Cosas de espías —repitió McKellan mordisqueando la punta del puro con una torcida sonrisa—. ¿Dónde está ese tío?
—Creemos que en Sekandara —dijo Janeway, inclinándose hacia delante. Por supuesto, ignoraba si Novak se encontraba ciertamente allí, pero si se mostraba ambiguo sobre el objetivo, no conseguiría lo que buscaba. Aquellos tipos podían estar a sueldo de Claw y AG, pero nadie podía obligarlos a extralimitarse en sus funciones. Muchos contratistas ya habían sido expulsados de Afganistán e Irak y acusados formalmente por “excesos” tales como un tiroteo que miembros de Blackwater protagonizaron en Bagdad, con un saldo de veinte civiles muertos—. Sí, es territorio indio, pero no pagaríamos esa pequeña fortuna por una visita guiada al zoo.
—A un escupitajo de la frontera —recordó McKellan mordiendo más fuerte el cigarro—. Cada vez suena peor. ¿Qué quieres exactamente?
—Un 500 MD con su correspondiente piloto y cinco hombres que no se arruguen más allá de los límites de Kabul. Unos cuarenta mil pavos por cabeza. Yo diría que no los ganas todos los días por tres o cuatro horas de trabajo. Aunque no encontremos a mi hombre, te prometo que abandonaremos la zona antes de que anochezca.
McKellan soltó un hilo de humo por la nariz mientras hacia una rápida división entre riesgos y ganancias.
—No me gusta —dijo luego, pero su mirada volvió a recaer en los paquetes de dinero.
—No tiene que gustarte —recalcó Janeway, retirando la mochila de la mesa—. Sólo decidir si quieres la pasta o busco otro sitio donde repartirla.
Pero ambos ya sabían cuál era esa decisión.