17

 

Monte Torga

El Black Hawk aterrizó en el mismo lugar que la mañana anterior. Guiado por Fergus, un pelotón del Décimo de Montaña, además de dos ingenieros del Ejército, Ellis y Janeway, recorrió la pedregosa senda que conducía al repecho donde yacían los insurgentes abrasados por las M-77. El olor ya se había disipado y los cuerpos rígidos les recibieron como maniquíes carbonizados.

La terrible visión no pareció afectar a los ingenieros, que la acogieron como si formara parte de un escenario familiar, y enseguida pidieron a Fergus que les condujera al ahora cegado acceso a la cueva. El primer impulso de Janeway fue seguirles, pero permaneció junto a Ellis, disfrutando del tono ceniciento que había adquirido su rostro. El oficial del INSCOM, vestido con un uniforme de combate que le hacía sentirse claramente incómodo, manoteó en busca de su cantimplora y bebió un largo trago. Aquello era muy diferente a hacer la guerra sentado a una consola y armado con un joystick.

—No es un espectáculo agradable, ¿verdad? —incordió Janeway.

Pero Ellis le ignoró y, tras guardar la cantimplora, avanzó hacia el primer cadáver. Al hacerlo, la punta de su bota derecha desplazó una piedra, dejando al descubierto un objeto que reflejó la luz solar, atrayendo la atención de Janeway.

—¿Dónde está su arma?

—¿Qué? —masculló el hombre de la CIA, pisando instintivamente el objeto; aún sin estar seguro de lo que era, su corazón acababa de saltarse un latido.

—Su arma. El AK que estos tíos llevan siempre encima —Ellis se movió hasta el siguiente cuerpo—. Este tampoco va armado. ¿Cargaron ustedes con sus armas al marcharse?

—Claro que no. No era momento para ponerse a recoger cuatro fusiles de mierda.

—Pues alguien se los llevó.

—Eso no tiene sentido. Los soltarían al echar a correr.

Ellis frunció los labios y se giró para inspeccionar los alrededores. Janeway aprovechó para acuclillarse y recoger las piezas metálicas ocultas bajo su pie. La visión se le nubló y sintió arder el aire de sus pulmones al leer una de las placas: Novak, Eric M.

—¿Ha encontrado algo?

Janeway cerró espasmódicamente el puño con las placas de identificación y levantó la cabeza hacia el teniente, que le miraba directamente.

—No —farfulló, casi en un murmullo —.No —repitió aclarándose la garganta—. ¿Algún rastro de armas? —preguntó, intentando disimular su estado de semi shock.

—No veo ni un puñetero cuchillo —respondió Ellis—. Y, a menos que volaran al paraíso de las armas que matan infieles, alguien ha tenido que llevárselas.

—Ajá —fue la réplica de Janeway, que se giró levemente para guardar las placas en un bolsillo de su chaleco. Inspiró hondo y parpadeó con fuerza para aclararse la vista y reducir el ritmo cardíaco que palpitaba furiosamente en sus oídos—. La única explicación posible es que un grupo de insurgentes haya pasado por aquí esta noche, preocupado por la suerte de sus hermanos.

—Si ese supuesto grupo se encontraba en el valle, fue testigo del ataque y conoce perfectamente la “suerte” que siguieron —contestó Ellis—. No hubieran subido hasta aquí sólo para recoger un puñado de asquerosos AK.

—Sí, parece razonable —asintió Janeway, esforzándose en vano por olvidarse un instante de las chapas—. Quizá… Puede que formaran parte del mismo grupo y que viajaran divididos. El ataque les pilló en un terreno que ofrecía protección y permanecieran ocultos hasta el anochecer. Esta gente es capaz de permanecer bajo una roca sin comer ni beber durante una semana. Pasado el peligro continuaron hasta aquí y…

¿Tropezaron con Novak?, se preguntó para sí, tan incrédulo como aturdido. ¿Y cómo había escapado aquel cabrón de la cueva? Si lo había hecho, significaba que existía una forma de volver a entrar.

—Bueno, no creo que eso importe mucho ahora —concluyó Ellis—. Vamos a examinar los accesos a la cueva.

Todo lo que podía empeorar, empeoraba. La ley de Murphy en su pleno apogeo. Janeway miró en torno a la montaña, como si esperara ver a Novak aparecer con la cinta de video en alto.

 

 

Samusi

Después de unos minutos, Novak dejó de forcejear con la cuerda que le ataba las muñecas a la espalda, tras una sección de tubería atornillada a la pared del polvoriento, húmedo y oscuro sótano. Le habían encerrado allí nada más entrar en la casa, aparentemente sólo habitada por el chico que cuidaba de las cabras y un anciano que parecía rondar los cien años. Brutus se había aplicado bien con los nudos, y la cuerda de cáñamo le hacía ver las estrellas al frotarse con la piel desnuda lo que, de paso, despertaba el agudo dolor de su costado.

Además, ¿qué se suponía que podía hacer en el caso de liberarse? Arriba seguían Turbante Negro y los otros dos yihadistas, probablemente recuperando fuerzas tras su ajetreada excursión por las Montañas Blancas. Y, por supuesto, el tal Ibrahim Khan. Su revelación de que llevaba años infiltrado entre los talibanes, había sonado más sorpresiva que extraña a Novak. Al fin y al cabo, los “estudiantes islámicos” eran hijastros de los servicios secretos de Pakistán, que los habían financiado y entrenado para actuar como fuerza de choque de sus objetivos estratégicos en la región, los cuales pasaban por el control subsidiario de Afganistán; una corrupta relación que lejos de cortarse de raíz, sólo se había podrido más tras el 11-S y la invasión americana.

No, no era el hecho de que Khan se confesara miembro del ISI lo que más asombró a Novak, sino la “confesión” en sí misma. ¿Por qué se había sincerado con él, por qué le había revelado a un oficial del odiado ejército norteamericano un secreto de esa magnitud? ¿O sólo era una rebuscada mentira para extraerle información, esquivando el siempre engorroso proceso de un interrogatorio?

Novak descartó eso casi al instante. Demasiado refinado para esa gente, que no reparaba en asesinar a un frutero y su familia sólo por suministrar melones a sus enemigos. Así, la posibilidad de que Khan fuera lo que decía ser era muy alta, y únicamente se le ocurría una razón para semejante confidencia: Khan quería de él algo que, justamente ahora, no podía proporcionarle: ayuda. Lo que resultaba más extraño que todo lo anterior.

Calculó que debían ser entre las siete y las ocho de la mañana, por lo que cabía esperar que ya hubiera un equipo de rescate en el monte Torga. Si conocía a Hammer y su forma de proceder, habría ordenado que se hiciera lo imposible para acceder a la cueva sepultada y recuperar los cuerpos de sus hombres y el guía afgano. Aquello llevaría días en el mejor de los casos, a menos que tropezaran con las placas de identificación y dedujeran que debía existir otro acceso.

Imaginarse a aquellos hombres escuchando las mentiras de Janeway (que con seguridad les acompañaría), hizo revolverse de nuevo a Novak en su posición y tirar de nuevo de la tubería. No necesitaba romperla, sólo soltarla de la pared. Luego ya pensaría en el siguiente paso.

El inconfundible sonido metálico de un cerrojo al abrirse le inmovilizó al instante. Una silueta ocupó el umbral entre el polvo en suspensión y accionó el interruptor que encendió la desnuda bombilla que colgaba del techo. Ibrahim Khan dijo algo en pastún a la persona que le acompañaba y esta volvió a cerrar desde fuera. Luego, Khan se le aproximó llevando una bandeja. Novak observó enseguida que no iba armado.

—Un poco de comida y té —dijo el afgano hablando en inglés—. Supongo que estarás hambriento.

—Comer no es mi principal prioridad —replicó Novak.

—Entiendo. Pero puedes seguir pensando en cómo escapar mientras comes algo —sonrió Khan depositando la bandeja en el suelo antes de proceder a desatar las manos de su prisionero—.¿Puedo confiar en que no intentarás matarme con algún silencioso golpe de kung-fu?

—¿Cómo sé que de verdad eres del ISI? —preguntó Novak, yendo directo al grano.

—¿Y por qué iba a mentirte? De hecho, ¿por qué tenía que explicarte nada de nada?

Khan terminó de desatarle y dio un paso atrás, observando como el americano se frotaba las entumecidas y marcadas muñecas.

—Entonces, la pregunta clave es: ¿Por qué lo has hecho? —inquirió Novak, concentrándose en los ojos de Khan en busca de algún matiz revelador. Pero la expresión estoica del afgano le devolvió la mirada como un frontón.

—Debes probar este palau —dijo después, señalando el plato metálico de arroz mezclado con carne.

Novak decidió darle un respiro. Estaba seguro de que el tipo no había venido sólo a traerle comida. Además, aunque no tenía hambre, en el ejército le enseñaban a uno que debía comer, dormir e ir al retrete siempre que tuviera ocasión. Echó un vistazo a la bandeja que, además del palau, contenía un pedazo de nan, pan fermentado, y un bol de qorma, salsa vegetal. Una jarra de chai verde completaba su banquete. Cortó un trozo de nan e, imitando la costumbre local, lo usó de cuchara para recoger una porción de arroz; luego se comió el pan, que bajó con un trago de té.

—¿Han visionado la cinta? —preguntó tras un par de minutos de completo silencio.

—No quedan vídeos en Samusi —dijo Khan, acuclillado a un par de metros de distancia—. Hay DVD, ordenadores portátiles e incluso cámaras digitales, pero no vídeos.

—Sí, supongo que llevan camino de convertirse en reliquias dignas de un museo del siglo XX, como el tocadiscos y el teléfono con cables… ¿Qué piensan hacer entonces con ella?

—Llevarla a Kurram cuando partamos esta noche.

Novak soltó el siguiente trozo de nan. Kurram estaba al otro lado de la frontera, y formaba parte de las FATA, las siete áreas tribales que se regían según sus propias leyes, al margen del gobierno de Pakistán y que se habían convertido en refugio seguro de talibanes y miembros de Al Qaeda. El ejército americano tenía las FATA marcadas en una diana preferente y allí era donde se producían la mayoría de sus ataques con drones.

En cualquier caso, Novak sabía que si la partida de Turbante Negro cruzaba la frontera llevándole con él, desaparecería de la faz de la tierra como si le hubieran tragado unas arenas movedizas.

—No puedes dejar que me lleven con ellos —dijo al fin—. Ni a la cinta.

—¿Y cómo se supone que voy a impedirlo?

—Me confiaste que eras del ISI porque querías ayudarme, ¿no es así?

—Fue un momento de debilidad. Quizá sólo necesitaba desahogarme después de cuatro años.

—Yo diría que viste en mí una oportunidad.

—¿De qué?

—De apuntarte un buen tanto para dejar de vivir como una alimaña, de agujero en agujero. Aunque puede que tus superiores incluso se hayan olvidado de ti. ¿Cuándo fue la última vez que contactaste con ellos?

—Unos siete meses.

—Joder. ¿Cómo dejaste que te reclutaran para esta mierda?

—Como decís vosotros, me hicieron una oferta que no podía rechazar. Una buena suma de dinero y la posibilidad de instalarme en Inglaterra a cambio de tres años de mi vida.

—Pues parece que no saben contar. Sólo un memo se fiaría de las promesas del ISI, y perdona la franqueza. ¿Tienes familia en Inglaterra?

—Una hermana. Es auxiliar de enfermería en Londres. O lo era la última vez que hablé con ella, hace ya seis años.

—¿Nadie más? —siguió preguntando Novak en un intento por reforzar el aún débil vínculo con aquel hombre del que, literalmente, dependía su vida.

Khan se removió en su posición, incómoda para cualquiera que no fuera afgano, y miró hacia la jarra de té como si pudiera leer en ella su propia historia.

—Los demás han muerto. Mi padre era un afgano pastún que, como cientos de miles, huyó a Pakistán tras la invasión rusa con su familia de cuatro miembros, y se instaló en Peshawar. Yo sólo tenía tres años. Encontró a mi madre un empleo de panadera y a mí me inscribió en una madrasa. Luego, él y mi hermano mayor (tenía diecisiete años), dieron media vuelta para luchar contra los soviéticos primero y la Alianza del Norte, apoyada por Moscú, después. Murió durante la batalla de Kabul en 1996. Mi hermano pereció cinco años después, en un bombardeo americano.

Novak se humedeció ligeramente los labios, lamentando ahora haberle provocado aquellos recuerdos. Khan, sin embargo, esbozó una sonrisa.

—No te preocupes. No culpo a los americanos. Lucharon contra tantos enemigos y facciones, que alguno de ellos tenía que matarlos. Mi madre falleció poco después de que mi hermana consiguiera el apoyo de una ONG para estudiar en Inglaterra y yo me hice cargo de la panadería. No tenía intención de unirme a ningún grupo para su perpetua yihad, a pesar del odio hacia Occidente que me habían inculcado en la madrasa. Pero, amigo mío, uno deja de ser dueño de su destino cuando el ISI, que lo controla todo en Pakistán, llama a tu puerta. Dijeron que, dados mis antecedentes, los talibanes me aceptarían fácilmente entre sus filas, y ellos necesitaban de efectivos para controlar los movimientos de sus “traviesos” retoños en la frontera.

—¿Por qué no los mandaste al diablo? Sabías que no cumplirían su promesa de “liberarte” y, mucho menos, de enviarte a Inglaterra.

—Hubiera tenido que abandonarlo todo y salir corriendo. ¿Y dónde podría ir sin dinero y con la única documentación de un refugiado?

—A eso me refería antes. Ahora yo soy tu oportunidad y lo sabes. Ayúdame a recuperar la cinta y escapar y te garantizo que estarás a salvo en Bagram en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Quieres decir en una celda?

—Claro que no. Tendrás inmunidad y podrás marcharte adonde se te antoje con el beneplácito y la protección el ejército y el gobierno de Estados Unidos. El ISI nunca sabrá qué ha sido de ti.

—¿Sólo por salvar a un capitán americano?

—Y la cinta —precisó Novak.

—¿Por qué es tan importante?

—No la he visto. Pero cuando la encontramos, un agente de la CIA que nos acompañaba en el Torga, mató a tres hombres por ella y me enterró en la cueva, dándome también por muerto. Pude salir de ella con un poco de suerte y entonces fue cuando me tropecé contigo y tus amigos.

—¿Un agente de la CIA hizo eso?

—¿Qué crees que hacía sólo en el Torga en plena noche? ¿Contemplar las estrellas? Ayúdame a llegar hasta los míos y te doy mi palabra de que conseguirás una nueva vida.

Khan volvió a mover los pies y se rascó con fuerza la barba.

—Es una grave decisión. Tendría que matar a mis compañeros.

—No son tus compañeros. Si supieran quién eres en realidad, te cortarían la cabeza y se la arrojarían a las cabras.

Khan se mordisqueó los labios y Novak cedió al impulso que, justo en ese momento, podía decantar la balanza. Comenzó a desatarse la bota derecha.

—¿Llevas un arma ahí o sólo te duelen los pies? —preguntó Khan, observándole con renovada cautela.

—Una prueba de buena fe —respondió él pescando con dos dedos la bolsita de piedras preciosas y lanzándola a Khan—. Con eso podrás abrir una cadena de panaderías en cualquier lugar del mundo.

Khan sospesó la bolsa sin dejar de mirar al americano y, con prudencia, como si temiera ver salir una tarántula, la abrió y desparramó su contenido sobre la palma de su mano izquierda. Los pequeños diamantes, rubíes y esmeraldas destellaron como una microscópica galaxia.

—¡Por el Señor de los Mundos! —exclamó, escogiendo un rubí y enfocándolo hacia la bombilla—. ¿De dónde ha salido esto?

—De la misma cueva que la cinta —informó Novak, de pronto menos seguro de su acción que hacía cinco segundos. Ahora que Khan tenía en sus manos aquella fortuna, podía pensar que disponía de los medios para desaparecer por sí sólo, sin involucrarse en el rescate de un infiel. Pero, para su sorpresa, el afgano devolvió las piedras a la bolsa y se la entregó. Novak la guardó de nuevo en la bota—. ¿Y bien? ¿No es mi oferta mejor que la del ISI?

—Debo regresar con los otros —fue todo lo que dijo Khan—. Ya he pasado demasiado tiempo aquí. Tengo que volver a atarte.

—Pero… —comenzó a quejarse Novak. Por un instante, estuvo a punto de saltar sobre él. Si podía hacer presa en su cuello, se lo partiría como una ramita sin darle tiempo a emitir ni un sonido. Pero, antes de darse cuenta, se había dejado sujetar los brazos y enrollar las muñecas con la cuerda y en torno a la tubería.

Mientras pensaba que, a continuación, Khan le robaría la bolsita, se apercibió de qué el cáñamo no le presionaba con tanta fuerza como antes. De hecho, el nudo había quedado tan flojo que podía soltarse con facilidad. Sin estar seguro de si se trataba de un descuido o de una primera “respuesta” de Khan a su oferta, vio cómo el afgano llamaba a la puerta, que le abrieron al instante, apagaba la luz y le dejaba sumido en la polvorienta oscuridad.


La legión de Pandora
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