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Carretera a Bagram

Aunque Adil Berak había abrazado el wahabismo hacía ya años, no procedía de las callejuelas de Gaza, Cisjordania ni de una madrasa pakistaní, donde le hubieran inculcado tanto odio y frustración como para ansiar volarse en pedazos y convertirse en shahid. Ni su situación tenía nada en común con desgraciados como Oksana, la pobre mujer chechena despreciada por los suyos después de perder a su marido e hijo y de sufrir lo indecible a manos de los rusos.

No, la particularidad de Berak era que ya estaba condenado a muerte y eso le hacía preguntarse si, de alguna forma, no estaría haciendo trampa, por lo que sería rechazado a las puertas del paraíso.

Había sobrevivido a una atroz guerra étnica que mató a familiares y amigos con una brutalidad que la civilización occidental creía desterrada, pero un enemigo más sigiloso y tan cruel como los serbios había brotado, no de las montañas balcánicas, sino de su propio interior.

Una visita al médico por lo que parecían una simples cefaleas, derivó en algo llamado gliobastoma multiforme primario, un tipo de tumor cerebral maligno muy agresivo que ofrecía una expectativa de vida de sólo seis meses en medio de crisis epilépticas y trastornos mentales. Sólo el quince por ciento de los afectados superaba el primer año de tratamiento, y un diez los dos. El plan de choque a base de quimio y radioterapia le pareció a Berak poco más que una forma de aplazar lo inevitable y prolongar el sufrimiento.

Entonces surgió Hamzic con el plan de Jatib. En ese instante, la idea de morir en una cama de hospital o convertir cada día en una simple esperanza, se vio sustituida por una visión de más alcance. Morir en aras de la Yihad. Hacía dos meses que había tomado la decisión y no se arrepentía en absoluto.

Ahora, hizo un esfuerzo para aislar y arrinconar cualquier pensamiento y emoción que pudiera distraer su concentración del microcosmos que le rodeaba en ese momento. Conducía detrás de una camioneta con la parte trasera abierta, en la que viajaban varios hombres, probablemente trabajadores que se dirigían a la base. De vez en cuando, sus ojos buscaban los dos pequeños helicópteros AH-6 que sobrevolaban el área, su misión acentuada debido a la importancia de la inesperada visita.

La noticia de que el presidente americano se encontraba en Bagram había vigorizado el espíritu de Berak que, a diferencia de sus “hermanos” suicidas, no era presa de ningún fervor impaciente por dejar este mundo. Muy al contrario, era víctima de una especie de anticlímax que resucitaba cuestiones que creía solventadas hacía mucho tiempo.

¿Cómo podía Alá bendecir actos como el que habían perpetrado en Viena o lo que estaba a punto de suceder allí, cuando algunos de sus 99 nombres eran “El Clemente”, “El Dador de Paz”, “El Indulgente” o “El Misericordioso”? ¿Cómo podía consagrar la muerte de inocentes y recompensar con el paraíso a los ejecutores?

Berak no tenía respuestas para eso. No era teólogo ni filósofo, pero sí se alegraba de que su objetivo fuera estrictamente militar. Un legítimo acto de guerra. ¿Acaso los americanos no dirigían desde allí su llamada guerra contra el terrorismo? ¿No enviaban sus aviones a bombardear blancos como Baghtur, donde, esperando aniquilar insurgentes, causaron una masacre entre los asistentes a una boda?

Sí, Bagram era un objetivo por el que merecía la pena sacrificarse sin experimentar remordimientos. Y mucho más cuando el jefe máximo de los nuevos Cruzados se encontraba allí.

Berak contuvo la respiración cuando el vehículo que antecedía a la camioneta se detuvo ante el primer puesto de control. Varios soldados de aspecto amenazador hicieron bajar al conductor, que fue cacheado mientras su coche era registrado; incluso los bajos fueron revisados con un espejo sujeto a una varilla.

Había llegado el momento. De hecho, podría haber actuado mucho antes. A su bomba no le importaba si la acercaban cien metros más o menos al objetivo.

Cogió el detonador, que descansaba en el asiento del copiloto y lo activó; una luz verde sustituyó a la roja mientras la mente de Berak volvía a bascular ante la perspectiva de los segundos que seguirían a la consumación de su martirio. Pero, para su sorpresa, no pensó en el Jammat, el paraíso musulmán, ni en los ríos de leche y miel cuyas orillas estaban formadas por perlas. Ni en las setenta y dos vírgenes puras que le aguardaban, ya convertido en un shahid con una fuerza viril equivalente a la de setenta hombres.

No, su último pensamiento fue para un lugar y un tiempo en los que no había pensado durante años. Recordó Zenica, rodeada de verdes montañas y colinas, junto al río Bosna. Se vio zambulléndose y pescando en él cuando sólo era un crío ignorante del terrible mundo que acechaba, cuando únicamente importaba capturar el pez más grande y captar la atención de una chica guapa. Pensó en sus padres, en su hermano mayor, en sus amigos de la infancia, todos muertos y, por un momento, no estuvo seguro de querer o merecer viajar al Jammat.

Ajeno ya a cuanto le rodeaba, con excepción de los soldados más próximos, pulsó el botón del detonador.

 

 

Sellado en el interior del barril, viajaba una esfera de acero que, a su vez, albergaba una masa de uranio 235 dividida en dos partes. La mayor tenía forma semiesférica y cóncava y se acoplaba perfectamente a la más pequeña. La rodeaba un caparazón de explosivos convencionales dispuestos de forma concéntrica a su alrededor, y que reaccionaron a la “orden” de Berak detonando con una simetría que se medía en diezmillonésimas de segundo. La explosión envió una onda de choque que unió las dos esferas en el centro de la mayor, creando una masa crítica e iniciando la fisión. Los neutrones liberados comenzaron a chocar unos contra otros, provocando una reacción en cadena que culminó con una emisión de energía comparable a la muerte de una estrella.

Durante un milisegundo, un flash lumínico de varios millones de grados, preñado de rayos gamma, desintegró la realidad en torno a Bagram, vaporizando el puesto de control, los helicópteros de vigilancia y las docenas de vehículos y personas que se hallaban más próximos al punto cero. Tras el breve fogonazo, se formó una gigantesca bola de fuego que se expandió desde el epicentro a una velocidad próxima a la del sonido, un tsunami de plasma capaz de fundir metal y hormigón.

En un breve parpadeó asoló los 130.000 metros cuadrados de la base, arrasando edificios, hangares y la torre de control, licuando barracones, el asfalto de las pistas y el suelo mismo, desintegrando cazas, helicópteros de combate y aviones de transporte, entre ellos el Air Force One, e inflamando depósitos de combustible y munición, que añadieron su aportación a la devastadora tormenta ígnea.

Las brutales diferencias de temperatura y presión en la atmósfera circundante, generaron una onda de choque supersónica, una pared de aire comprimido en movimiento que, literalmente, trituró lo que pudiera quedar en pie. Además de expandirse, el aire caliente también ascendió, creando un vacío que formó un reflujo, un viento huracanado en sentido contrario, que avivó las llamas y desmenuzó los restos mientras convergía hacia el epicentro y ascendía en forma de hongo, arrastrando consigo una enorme cantidad de polvo y escombros. La nube oscureció pronto la zona, que quedó sólo iluminada por el infierno desatado a su alrededor y que arrancaba destellos de las montañas del pre Himalaya.

Entre los residuos radiactivos que poblaban el hongo, se encontraban partículas de los 40.000 hombres y mujeres destinados en Bagram; partículas que no hacían distinciones entre trabajadores afganos, burócratas, soldados, generales o el mismísimo presidente de Estados Unidos.

 

 

En el límite de su expansión concéntrica, a un par de kilómetros del punto cero, la onda de choque se encontró con el Black Hawk en su camino. Agotado el grueso de su poder destructivo, no pulverizó el helicóptero de seis toneladas y se “limitó” a revolcarlo en el aire. El piloto perdió por completo el control y el aparato comenzó a girar como un insecto en una corriente de aire. Las aspas dejaron de girar en seco y el Black Hawk entró en pérdida, deslizándose en diagonal hacia la escarpada tierra.

Actuando instintivamente mientras su cerebro aún procesaba el flash que sus ojos le habían enviado desde la protección del visor del casco, forcejeó con los mandos y pisó los pedales en busca de alguna respuesta hidráulica que, al menos, redujera la magnitud del inminente desastre. Pero no obtuvo ninguna reacción, y el helicóptero cabrioleó a merced de los vientos hasta que golpeó una pequeña cresta. La cola se partió en dos y las hélices se despedazaron mientras el cuerpo central rodaba unos metros por una ladera, hasta quedar boca arriba sobre un cauce seco como una mutilada libélula.

 

Girando en órbita geosincrónica a 36.000 kilómetros de altura, un satélite DSP del Programa de Apoyo a la Defensa, destinado a detectar e identificar fuentes de intensa radiación infrarroja, hizo sonar la “campanilla” de su red de sensores, cada uno de los cuales exploraba varios kilómetros de superficie terrestre. Aunque habían sido inicialmente diseñados y lanzados durante la guerra fría para alertar de un ataque nuclear desde la Unión Soviética, a lo largo de su existencia habían proporcionado información sobre todas las pruebas nucleares y de misiles que habían tenido lugar en el planeta. Su sensibilidad era tal que podían seguir el rastro de un avión a reacción a través del calor que emitían sus toberas.

Por ello detectó fácilmente el potentísimo destello que se produjo en Bagram y se apresuró a compartir la información.

 

 

Enterrado bajo quinientos metros de granito en Cheyenne, Colorado, la pequeña ciudad subterránea conocida como Mando de Defensa Aeroespacial de Norteamérica o NORAD, se levantaba sobre un lecho de muelles de acero concebido para absorber un impacto nuclear. Sus habitantes vivían aislados del exterior, además de por la montaña en sí, por dos puertas de veinticinco toneladas, y podían resistir varios meses sin recibir ninguna clase de suministro. Como los DSP, el NORAD era hijo de la guerra fría, y un objetivo prioritario si el temido intercambio atómico se hubiera producido.

Pero el mundo para el que fue ideado había girado de forma sorpresiva en una dirección nunca imaginada. Y, ahora, su comandante y los hombres y mujeres que atendían sus consolas en la sala de control, observaron en un incrédulo silencio la advertencia de detonación nuclear localizada en aquel atrasado y problemático país que, casi anclado en la Edad de Bronce, era testigo de la guerra más larga de la historia de Estados Unidos.

Sin apartar la mirada de la pantalla que reflejaba la señal del satélite, el general levantó el teléfono que le comunicaba con la Casa Blanca para transmitir la terrible noticia.

—Jesucristo… —jadeó entonces, recordando dónde se encontraba en ese momento su inquilino.

 

 

 


La legión de Pandora
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