Asomado a la ventanilla del Airbus al que había transbordado en Dubái, con el áspero paisaje de Afganistán deslizándose bajo él, Hamzic experimentó un sentimiento de exaltación que despertó un hormigueo en su estómago. Allí, en aquellas montañas, había comenzado todo, casi treinta años atrás, cuando un puñado de desharrapados barbudos iniciaron la moderna yihad al enfrentarse y vencer al poderoso ejército soviético.
Una victoria que no habría tenido lugar sin el apoyo de Estados Unidos que, en su afán por golpear el costillar de la URSS, provocó una reacción en cadena tan imprevisible como irónica. Ahora eran soldados americanos y sus aliados, quienes ocupaban el país y defendían a un gobierno títere contra los hijos de aquellos muyahidines y, en algunos casos, contra los mismos hombres que, no hacía mucho, llamaron “amigos” y “luchadores por la libertad”.
El avión inició la maniobra de aproximación sobre la altiplanicie que sostenía Kabul, una mancha entre gris y marrón que combinaba barrios que parecían recién desenterrados por los arqueólogos, con un puñado de edificios modernos, ejemplo del próspero futuro prometido por los nuevos conquistadores a sus tres millones de habitantes. El contraste con Viena era tan acentuado que bien podrían haber cruzado un umbral dimensional entre una postal de cuento de hadas y un paraje calcinado. El momento de solemnidad se esfumó rápidamente, y Hamzic sólo volvió a ver un territorio inhóspito por el que, increíblemente, habían luchado dinastías enteras durante tres mil años.
El Airbus de Emirates Airlines, se cernió sobre el aeropuerto de uso militar y civil, situado al pie de las montañas. Mientras tomaba tierra y rodaba por la pista, Hamzic vio discurrir por la ventanilla helicópteros de aviones de combate y transporte, así como los gigantescos campamentos militares que albergaban una parte de la misión denominada Apoyo Resuelto, el remanente de 15.000 soldados que quedaban en el país tras la retirada de la OTAN.
Cuando el Airbus se detuvo, los pasajeros comenzaron a desabrocharse los cinturones y salir al pasillo para recoger el pasaje de mano y alinearse hacia la salida. Ninguno tenía aspecto de turista. Afganistán había abandonado los titulares de prensa en favor de otros puntos calientes, pero, aun así, quedaba todo un país por sacar de la Edad de Piedra. La mayoría de los viajeros eran hombres de negocios, trabajadores de la ONU, ONG y “contratistas civiles”, el eufemismo que denominaba a los soldados de fortuna del siglo XXI, perfectamente identificables por su apariencia de ex militares o policías que, tras la marcha del grueso de fuerzas de la OTAN, cobraban mayor protagonismo. El bosnio imaginó que él mismo y Berak podían pasar fácilmente por dos de ellos. Se giró hacia atrás y vio a su compañero ocupando ya el pasillo con su bolsa en la mano. Hamzic agarró la suya y siguió la fila hacia la puerta del Airbus y la escalerilla.
Kabul le recibió con una bofetada del calor que arrancaba ondas del asfalto como si fuera una duna del desierto. El grupo caminó hasta el pequeño edificio de la terminal y cumplimentaron los trámites de entrada, rellenando un formulario en el control de pasaportes. Los de Hamzic y Berak, y sus correspondientes visas, pasaron sin problemas el escrutinio de un barbudo funcionario que, provisto de un aire tan displicente como el de sus colegas de todo el mundo, selló sus pasaportes tras echar un breve vistazo a los formularios. Luego pasaron sus bolsas por el aparato de rayos X y salieron al exterior.
Allí se encontraron con un hombre que les hacía señas junto a un Toyota 4X4. En la cuarentena, de aspecto delgado y fibroso, vestía una camisa blanca, pantalones de chándal y llevaba un pakol en la cabeza. Lucía barba de una semana, justo el tiempo que había pasado desde que abandonara Viena tras colaborar en los preparativos de la bomba que destruyó la Stephansplatz.
—Eh, bonito sombrero —bromeó en bosnio Hamzic.
—Ya me conoces —sonrió Sabir Mitovir, el tercer miembro de la célula de Zenica, aplastándose el pakol—. Hago lo que sea por encajar y pasar desapercibido. Me alegra veros. No quedó mal lo de Viena, ¿verdad?
—Pongámonos en marcha —acució Berak, limitándose a palmear el hombro de su compañero sin dejar de escrutar los alrededores.
Sin más, los tres ocuparon el Toyota y Mitovir lo puso en marcha. No condujo, sin embargo, en dirección al sur y la ciudad, que distaba dieciséis kilómetros del aeropuerto, sino hacia el oeste, hasta alcanzar una buena carretera que discurría hacia el norte. Tenían una hora de viaje por delante hasta Charikar, una ciudad a 150.000 habitantes próxima al túnel de Salang, que atravesaba la cordillera y el valle de Panshir, escenario de feroces batallas durante la invasión soviética y la posterior guerra civil. Charikar también era conocido por haber masacrado a la guarnición inglesa que la “protegía” durante la primera guerra afgano-británica.
Una sangrienta historia que se acomodaba muy bien a los propósitos de la célula de Zenica. Su localización, apenas a once kilómetros de su próximo objetivo, la hacía todavía más apropiada.
Bagram
Tras aterrizar en la base, Janeway esquivó el edificio de la CIA y las dependencias de su superior, sin saber dónde podría encontrarse en ese momento, y se dirigió a su barracón evitando la cafetería y demás espacios comunes. Allí se encerró y procedió con la misma rutina del día anterior. Sacó el pequeño ordenador Dell de la mochila con candado, lo encendió, insertó el USB y accedió a la Internet Profunda. Allí escribió su mensaje para Marquette. Un mensaje que no iba a gustarle nada; ni a él ni a los peces gordos de AG. Pero suavizar las cosas o mentir no tenía sentido. También él estaba con el agua al cuello e iba a necesitar su ayuda para salir de aquella.
Cuando terminó, codificó el mensaje y lo envió. Luego devolvió el ordenador a la mochila, la misma que ahora guardaba el dinero, las piedras preciosas y dos pasaportes falsos. La cerró con el candado y procedió a cambiarse la ropa paramilitar por unos vaqueros y una camisa lo bastante holgada para camuflar en la zona lumbar la Beretta en su funda. Luego se colocó la mochila en bandolera, intercambió el pakol por una gorra de béisbol y, antes de salir, echó un último vistazo a la diminuta habitación que había sido su hogar durante años. De nuevo, procuró no ser visto por nadie que pudiera retenerle o demorar sus planes.
Dejó el sector civil de la base y, gracias a sus credenciales, se introdujo en el militar. Sólo le llevó quince minutos localizar uno de los convoyes que circulaban todo el día entre Bagram y Kabul y conseguir acomodo en uno de ellos.
Cuarenta minutos después de su llegada procedente del monte Torga, estaba de nuevo fuera de la base. Y esta vez no tenía intención de regresar.