Base aérea de Whiteman, Missouri
Aunque sus líneas futuristas lo hacían parecer una nave alienígena, un cruce entre un boomerang y un murciélago, la tecnología del bombardero B-2 Spirit se remontaba a los años ochenta y había sido concebido para penetrar hasta el corazón de la Unión Soviética durante una guerra nuclear. Sus orgullosos diseñadores habrían sonreído desdeñosos si alguien les hubiera dicho que el bautismo de fuego de su maravilla tendría lugar para atacar Serbia, un país que ni siquiera existía cuando comenzó a fabricarse y, años más tarde, Afganistán e Irak, escenarios nunca previstos por los expertos en geopolítica.
La idea original de la Fuerza Aérea era adquirir 132 aparatos a su contratista, Northrop Grumman, pero su coste, de 1.200 millones de dólares por unidad, había reducido la flota a un total de 21 aviones.
La actividad de la base se hallaba en ebullición desde la recepción de la orden del Pentágono y las pertinentes verificaciones, y el primer B-2 comenzó poco después a rodar sobre sus diez neumáticos hacia la rampa de despegue como un ave prehistórica de color negro, cinco metros de altura y cincuenta y dos de envergadura. A pesar de sus dimensiones se trataba, en esencia, de un ala volante con un perfil minúsculo lo que, unido a técnicas de invisibilidad tales como materiales radar-absorbentes y pintura especial, le permitía presentar una muy reducida “firma” infrarroja que lo convertía en un blanco muy difícil de detectar por el enemigo.
En su bodega de armamento viajaban diez bombas B61-11, instaladas en su lanzador rotatorio, semejante al tambor de un revólver. Los cuatro motores General Electric impulsaron lentamente la masa de 150 toneladas hacia la pista de despegue, pilotada únicamente por dos hombres, el comandante y piloto, y el oficial de sistemas electrónicos. Ambos se hallaban en sus asientos inclinados, ante un complejo instrumental de nueve pantallas que informaban de la situación de cada elemento vital de la nave. El parabrisas actuaba casi como un mirador del espacio que les rodeaba y tres cámaras de televisión cubrían los puntos ciegos.
Cuando el piloto recibió el permiso oportuno, su mano empujó la palanca de aceleración de la planta motriz y el gigantesco bombardero cobró velocidad sobre el asfalto, elevándose con una suavidad que se antojaba imposible antes de llegar al final de la pista. Enseguida recogió el tren de aterrizaje y el avión casi desapareció, una silueta inapreciable en el cielo de Missouri mientras iniciaba el ascenso hasta los 15.000 metros. Tenía por delante un vuelo de 11.700 kilómetros que le llevaría a través de los Grandes Lagos y la península del Labrador, donde repostaría en vuelo antes de adentrarse en el Atlántico Norte. Para entonces ya se le habrían unido otros doce B-2 que, en conjunto, transportarían mayor poder destructivo que todas las armas usadas durante la historia de la guerra.
La Casa Blanca
El Despacho Oval se encontraba en el otro extremo de su antigua oficina en el Ala Oeste. Blanchard había estado en él varias veces, aunque no tantas como otros vicepresidentes. Al asno de Kincaid no le gustaba verla allí, compartir con ella ninguna migaja de aquel centro neurálgico de poder mundial. Ahora el rey idiota estaba muerto y su salón del trono le pertenecía.
La habitación elíptica de 76 metros cuadrados era bastante austera: empotradas estanterías de madera con conchas talladas, la chimenea del lado norte, las sillas coloniales, el doble sofá tapizado situado en el centro y la alfombra dominada por el sello presidencial que cubría todo el suelo, ocultando su superficie de roble y nogal. Nada tan impresionante como los salones del Elíseo o el Kremlin pero, era lo que representaba, más que su apariencia, lo que erizaba el vello de los visitantes y electrizaba a quienes la frecuentaban.
Llevaba diez minutos allí, sola, sentada al escritorio Resolute, regalo de la reina Victoria y que tomaba su nombre de una barco británico encallado en el hielo del Ártico. El sillón, hecho a medida de Kincaid, le resultaba incómodo, pero eso cambiaría en pocos días. Estaba revestido de kevlar, en previsión de que alguna bala mágica pudiera alcanzarlo a través de una de las tres altas ventanas, también reforzadas, que daban a la Rosaleda. Había encendido uno de los televisores de la consola, pero miraba sin ver las repetitivas imágenes que transmitían fragmentos de su propio discurso intercaladas con la situación en Bagram, Kabul y sus alrededores.
Después de sus cortantes conversaciones con la marioneta que gobernaba Afganistán en nombre de Estados Unidos y con algunos líderes de la coalición que tenían tropas allí, había visitado a la viuda de Kincaid, una mujer tan odiosa como su marido, que siempre la había considerado como una competidora que le robaba protagonismo a su papel de Primera Dama.
Tras unos minutos intercambiando expresiones de pesar con las manos entrelazadas y de promesas sobre justicia universal, Blanchard la dejó con su sereno dolor para recogerse en el Despacho Oval, no tanto para recrearse en su triunfo como para recalibrar sus emociones pasadas y la barahúnda inicial que las había sacudido. Una vez tomada la decisión de implementar Media Luna Roja, su presencia en la Sala de Situación no sería imprescindible en las próximas horas. Los demás también se habían dirigido a sus despachos para recabar información o participar en inútiles reuniones interdepartamentales.
Quince horas antes de que comenzaran a caer las bombas. Un lapso de tiempo casi insufrible.
Blanchard se había molestado en averiguar que aquellos bombarderos volaban a una velocidad media de 850 kilómetros por hora y que la distancia a los objetivos era de entre 11.000 y 12.000 kilómetros. Una sencilla multiplicación arrojaba aquella enojosa cantidad de horas de espera, aun cuando los aparatos despegaran en unos minutos. Un enorme sacrificio que debía soportar por atenerse a ese plan de ataque tan “conservador” y alejado de su afán destructor y sin cortapisas.
Un submarino lanzamisiles situado en el mar Arábigo podría haber colmado esa ansia en apenas quince minutos. En su mente podía ver las principales capitales islámicas asoladas por el mazo nuclear, sus mezquitas y ciudades sagradas consumidas por el fuego radiactivo. El fanático odio que habían sembrado arrancado de raíz de un solo y demoledor golpe que obligaría al mundo musulmán a reconstruirse desde cero, con una ayuda occidental que se cuidaría de erradicar del proceso los perniciosos efectos de la intolerancia y el sectarismo.
Pero esa visión a largo plazo no importaba en absoluto a Blanchard. Su único plan pasaba por llevar la mayor devastación posible a aquella purulenta región que tanto sufrimiento había exportado al resto del mundo, al origen de su propio dolor. O del que había sentido una vez y ahora permanecía aletargado bajo capas y capas de apariencia y encubrimiento. Hacía tiempo que la cruda tristeza y desolación por la muerte de Andrew se había transformado en otra cosa, en algo infectado y siniestro pero que la había salvado de caer en una amargura que se deslizaba hacia el tormento y la locura.
El sueño de venganza había sido la única medicina que la mantuvo a flote. Un sueño insensato pues nunca se materializaría, al menos no en la forma en que ella lo imaginaba, pero al que se había aferrado para sobrevivir.
Pero cada paso, cada cálculo, cada sutil presión que había ejercido para prosperar en política desde el “martirio” de Andrew, tenía como objetivo avanzar en una posición de influencia desde la que encauzar aquella secreta ira. Por ello no tuvo el menor reparo en aceptar la ayuda de los Afganis para llegar a la vicepresidencia. En poco tiempo, se sitió a un paso del poder casi absoluto y, con tacto y paciencia, ocuparía el puesto de Kincaid a cabo de sus dos mandatos. Ocho años era mucho tiempo, sí, y podían pasar muchas cosas que le hicieran perder el favor del pueblo, seducido en ese momento por la figura de su vicepresidenta. La opinión pública era tan voluble como estúpida.
Pero entonces llegó Beowulf. Un regalo de los dioses de la justicia, que acortó plazos y lo aceleró todo en la dirección “correcta”.
Blanchard pasó una mano por el lustroso borde del escritorio, la mirada perdida en un punto del espacio a medio camino de la televisión, esforzándose por ignorar el hormigueo que amenazaba con convertirse en abierto temor, el temor de una corredora de maratón a desfallecer a medio kilómetro de la meta. La mano se cerró en un puño y golpeó rítmicamente la madera al volver a pensar en aquel cabo suelto que era Deanna Tremain. Supuestamente, Christensen ya debía haberse ocupado de ella, pero no podía arriesgarse a comunicarse con él para obtener una confirmación. Sin embargo, y por su propio interés, el viejo no podía fallar ahora. Aquella necia mujer era el perfecto ejemplo de cómo lo impensable podía suceder en el momento más inesperado e inoportuno.
La puerta del noroeste, que daba a la secretaría, se abrió de pronto y apareció la cabeza de su jefe de staff.
—¿Sí, Devon?
—Señora presidenta, todos los bombarderos están en el aire. Pensé que le gustaría saberlo.
—Gracias.
La puerta volvió a cerrarse y la mano de Blanchard acarició de nuevo la madera del Resolute.
Ya están en camino, Andrew.