Georgetown
Los cuatro Afganis más Jatib seguían en la casa de Christensen cuando el iPhone de Marquette sonó.
—Janeway —fue todo lo que dijo.
Un portátil ya esperaba sobre una mesita de café lacada en rojo y negro, y el ex subdirector de la CIA se dirigió rápidamente a él. Tomó asiento en el borde de la butaca, entró en el rincón de la Internet Profunda que compartía con Janeway y decodificó el mensaje. Después de leerlo para sí, Marquette lo recitó en voz alta y despacio.
Sentado frente a ellos, Jatib vio como los rostros de los cuatro hombres se demudaban simultáneamente. Por un lado le complacía ver a aquellos sujetos tan poderosos temblar como colegiales ante su director pero, por desgracia, como miembro “invitado” del grupo, no podía expresar demasiado regocijo.
—¡Alá nos guarde! —exclamó Abdulaziz sólo cinco segundos después.
—¿Qué ocurre? —inquirió Jatib inclinándose hacia delante.
—La situación no es exactamente como la describió Janeway en su primer correo —respondió Marquette sin apartar la mirada de la pantalla, su voz convertida casi en un silbido al escapar por los apretados labios—. La cinta puede estar fuera de la cueva, y nada menos que en poder de un capitán del Décimo de Montaña llamado Novak, que comandaba la patrulla y que Janeway creía muerto y enterrado.
—La cosa mejora por momentos —comentó Jatib—. ¿Dónde está ese capitán ahora?
—Desaparecido. Janeway cree incluso que puede haber sido capturado por talibanes o miembros de Al Qaeda. Lo que significaría que la cinta también estaría en sus manos.
—Eso no tiene sentido —masculló Jatib poniéndose en pie, intrigado y curioso a su pesar por las confusas noticias que llegaban de Afganistán—. ¿En qué se basa?
—Como dio usted por sentado, está mañana una avanzadilla del grupo de rescate regresó al monte Torga. Janeway los acompañaba y encontró las placas de identificación de ese capitán, hallazgo que se cuidó de compartir. La única explicación razonable para que el hombre no los esperara allí, es que se lo hubieran llevado a la fuerza, secuestrado.
—Supongo que, al menos, debemos dar gracias porque fuera él y no otro quien encontrara las placas —comentó Christensen.
—¿De veras? Si esa cinta ha caído en manos de los talibanes o Al Qaeda, ya podemos sintonizar Al Jazeera para vernos convertidos en la principal noticia del día —aventuró Rashid como una mano en el pecho, como si contara los latidos que le quedaban a su corazón.
—Mientras nos sentamos a esperar la llegada del FBI —sentenció Abdulaziz.
—Janeway piensa que aún tiene una posibilidad de evitar lo peor —señaló Marquette—.Sospecha que la partida en cuestión se encuentra todavía en las inmediaciones del Torga, refugiada en alguno de los poblados que jalonan el río Vaziruntangai, esperando la noche. Menciona pueblos como Sekanda y Samusi. ¿Qué opina usted?
—Las variables son infinitas —estimó Jatib, visualizando en su mente una zona que, en otro tiempo, le fue familiar—. La frontera con Pakistán, refugio natural de talibanes y simples bandidos, está muy cerca. Es imposible saber si asumieron el riesgo de cruzarla en pleno día, arriesgándose a que los drones los descubran y liquiden, o prefirieron esperar tan cerca del Torga, que será un hervidero de tropas durante varios días. Pero si son la mitad de listos de lo que ellos se creen, esperarán. Han capturado a un capitán americano, y eso es una pieza de caza mayor, al margen de la cinta.
“Si son talibanes o miembros de Al Qaeda, querrán grabarlo pidiendo perdón por ir a Afganistán a matar guerreros de Alá en nombre de los satánicos Estados Unidos. Y si son bandidos, priorizarán el rescate sobre la política. En cualquier caso, nada de todo eso importa mucho —continuó Jatib consultando su reloj. Pasaban quince minutos de la medianoche—. En Afganistán son las nueve y cuarenta y cinco de la mañana y anochece poco antes de las siete. Lo que significa que, si su “amigo” está en lo cierto, tiene alrededor de diez horas para montar una operación y lanzarse sobre ese Novak, quienes le capturaron, y la cinta. Y todo eso sin saber dónde se encuentra exactamente ni contar con ayuda.
—Janeway informa que buscará esa ayuda en Kabul —informó Christensen—. Afirma que dispone de dinero suficiente para alquilar hombres y medios para la operación, pero solicita nuestra colaboración para allanarle el camino.
—Vaya, no puede decirse que le falten ideas, por estúpidas que sean.
—Es nuestra mejor posibilidad —dictaminó Christensen, inspirando hondo para infundirse ánimo. Luego se giró a Rashid—. Mahfuz, llame a la oficina de Kabul y localice a ese McKellan que nombra Janeway. La orden es sencilla y categórica: Debe ponerse a su disposición con todos los medios de que disponga. La tajada que él y sus compañeros saquen de esto nos resulta indiferente.
—Lukas, eso me parece muy radical —balbuceó el afgano—. ¿Vamos a iniciar una guerra privada allí para localizar a ese capitán? Será como intentar matar una mosca a cañonazos.
—No nos enfrentamos a una mosca, amigo mío, sino al puto monstruo del lago Ness.
Kabul
El convoy en que viajaba Janeway tenía como destino el aeropuerto, situado a dieciséis kilómetros al norte de la ciudad. De modo que se despidió del conductor del Humvee blindado que lo había traído desde Bagram, y siguió su camino. Helicópteros de vigilancia sobrevolaban el perímetro de unas instalaciones que albergaban más aviones militares que civiles, además de una parte del contingente multinacional de la Operación Apoyo Resuelto. El aeropuerto era un objetivo prioritario de los talibanes y los suicidas atacaban a menudo sus puestos de control.
Por detrás de los helicópteros, la cordillera del Hindú Kush se cernía sobre el aeropuerto como un rizado y espumoso tsunami congelado en el espacio y el tiempo; como la propia ciudad, en cierto modo inmune a las duras vicisitudes que había vivido en aquel valle, situado a 1.800 metros de altitud, durante tres mil años.
A la mayoría de los pasajeros ya les esperaba un coche del hotel con su correspondiente guardaespaldas, ya que el potencial viajero a Kabul solía recibir dos consejos: el primero era no viajar allí; el segundo no salir nunca a la calle sin vehículo ni protección. A pesar del tiempo transcurrido desde la “victoria” sobre los talibanes, sus ataques y atrevimiento, lejos de desaparecer, aumentaban, hasta el punto de que los trabajos de reconstrucción y modernización debían hacerse bajo la tutela de hombres armados y hoteles, ministerios, embajadas y cualquier local que se preciara, estaba bunquerizado contra la inagotable perseverancia de aquellos fanáticos en busca de sangre, preferentemente occidental, y de treinta segundos en los noticiarios.
Aunque esos peligros no impedían que toda una fauna en busca de oportunidades afluyera a aquella nueva Última Frontera. Muy al contrario; cuanto mayor fuera el riesgo, mayores serían las ganancias para los audaces. Los “contratistas civiles” que trabajaban para empresas como Atlas Group, ganaban hasta cinco veces más que los soldados que se jugaban la piel por una bandera o una orden estúpida.
Pero nada de eso importaba a Janeway, que eligió el primer taxi blanco y amarillo que le pareció capaz de resistir el trayecto hasta Kabul. El conductor casi le besó los pies antes de abrirle la puerta trasera y arrancar el viejo Ford Escort. Enseguida se puso a la cola de un puesto de control en manos del incompetente ejército afgano. Pasado el control, en el centro de una rotonda, se exponía un viejo MiG-21 soviético bien conservado y en posición de despegue, un monumento que, en aquel lugar, parecía casi una exhibición de masoquismo.
Con la mochila apoyada en el regazo, Janeway consultó la hora. Eran las diez de la mañana. Mirando a través de la ventanilla los caóticos barrios de barro que se extendían a ambos lados de la carretera, volvió a preguntarse si la teoría que había alumbrado en el monte Torga no sería tan inconsistente como estrafalaria. Y, sobre todo, si no era completamente demencial lanzarse de cabeza sobre ella.
¿Por qué no regresar al aeropuerto y coger el primer vuelo que lo sacara de Asia Central? Disponía de documentación fiable y dinero suficiente para planificar cuidadosamente su “desaparición”. Los problemas y miedos del ex subdirector Marquette no le afectaban a él. Si el dichoso video se hacía público y el viejo espía y sus compinches daban con sus lustrosos culos en prisión, ¿en qué le perjudicaba eso a él? Sí, sacarían su nombre a colación y éste correría de boca en boca entre sus asombrados colegas y superiores, que se dirían escandalizados y se conjurarían para encontrarle a toda costa y lavar la imagen de la CIA pero, ¿acaso no se encontraba ya en esa situación?
Llevaba años cobrando de AG (hasta un chimpancé habría deducido que Marquette actuaba como su contacto), de modo que el bueno de Morgan Janeway ya era un despreciable ser fuera de la ley, según los cánones de aquel prefabricado cosmos que se regía por normas y reglas que sólo eran humo en la vida real. Al volatilizarse, se pondría en evidencia y todos, incluido el asno de Gant, comenzarían a fruncir el ceño y arrugar la nariz. De una u otra forma, se convertiría en un hombre perseguido.
Pero Novak no dejaba de ser un comprometedor cabo suelto. Él era el único que le había visto cometer el triple asesinato en la cueva. Y Janeway detestaba los cabos sueltos.
Y había algo más. Novak era un jodido héroe y él aborrecía a los héroes tanto como a los cabos sueltos. El bastardo se había ganado el título de Capitán América trastocando sus planes. Janeway no era tan hipócrita como para no reconocerse como el villano de la función, pero no le gustaba ser señalado por un niñato de West Point que desayunaba pastel de manzana antes de salir a salvar el mundo cada mañana.
Un concierto de cláxones y la visión de un blindado arrancaron a Janeway de sus divagaciones. Se encontraba en el cruce de la Plaza Masoud. Los policías de tráfico pitaban y se desgañitaban ante el caos como si temieran que la ametralladora calibre 50 que coronaba el blindado se girara hacia ellos. Uno incluso abofeteó a un conductor, algo habitual por aquellos demenciales lares. Dos raquíticos puestos ambulantes de cigarrillos y hortalizas ocupaban parte de la acera, sus dueños sentados bajo el parasol que también protegía sus productos del calor que ya abrasaba.
El Escort consiguió pasar el cruce y continuó hacia delante, pasando junto a la embajada americana, la mayor del mundo y desde donde, de facto, se gobernaba el país. Un poco más allá transitaron junto a un mercadillo donde se vendía ropa nueva y de segunda mano, alfombras y películas piratas, la mayoría de Bollywood. Hombres vestidos con ropas afganas y occidentales, merodeaban junto a fantasmales burkas azules y mujeres que usaban chaqueta y falda hasta los tobillos y se cubrían cabeza y hombros con un shemag.
En la Plaza Aryana encontraron más embotellamientos, policías furiosos y puestos callejeros. En un rincón, un viejo barbero trabajaba sobre un cliente rasurándole la cabeza mientras espantaba a un par de niños mendigos; a unos metros, se había improvisado un taller de motos al aire libre. El coche giró allí a la derecha y siguió por la calle Jalayi Salh, adentrándose en el centro de la ciudad.
Estaba a sólo quinientos metros de su cita para atar el engorroso cabo suelto.