—¡Por ahí! —señaló Khalid, que se había encaramado a un peñasco y, en cuchillas, oteaba más allá de una pared granítica, ajeno al peligro de que su cabeza desapareciera en una neblina rojiza. Luego, bajó en tres saltos hasta el abrupto paso donde se encontraba la patrulla, usando su M16 como barra de equilibrio—. El olor ya llega hasta aquí —añadió en su correcto inglés, mirando alternativamente a Novak y a Janeway.
El capitán inspiró hondo en un acto reflejo y, entre el aire límpido y puro de la montaña, creyó detectar la presencia del conocido y desagradable rastro. Después miró a sus hombres y observó que todos le imitaban, arrugando la nariz como si olfatearan el azufre que ambientaba la antesala del infierno. Un par de ellos sacaron un deshmal, un tradicional pañuelo afgano, y se lo anudaron alrededor del rostro, tapando boca y nariz.
—Vamos —ordenó a Khalid, cambiando las gafas de sol por las transparentes, que llevaba sujetas al casco y le cubrían prácticamente media cara.
En fila india, treparon por un angosto cauce, todavía húmedo tras el reciente deshielo que alimentaba el río Vazirutangai, rodeando una enorme roca que se erigía ante ellos como un último mojón.
—Mierda, alguien se ha dejado las chuletas sobre la parrilla demasiado tiempo —exclamó un soldado tras Novak.
—Cierra el pico, Cooper —le recriminó de inmediato Fergus.
Tras la roca, los esperaba el escenario descrito por el piloto del A-10, un panorama de granito calcinado y cuerpos carbonizados, algunos incluso mutilados por los misiles que habían precedido a las M-77, diseñadas para extender su letal aliento hasta cualquier recoveco y grieta en la que los chicos malos pudieran haber buscado refugio. Aunque no era una visión extraña para Novak, se vio obligado a contener la respiración unos segundos ante el embate de la mezcla de fuel y gel combinado con la carne achicharrada. En cierto modo era de agradecer que sus fosas nasales no se acostumbraran al repugnante hedor, como si pequeños detalles como ese le permitieran mantener a resguardo su humanidad.
Las Montañas Blancas eran una prueba fehaciente de la insignificancia del hombre ante ciertos hitos de la naturaleza. Sobre ellas habían caído bombas de todos los tamaños y potencia, excepto atómicas, desde los años ochenta, lanzadas primero por los soviéticos durante casi una década y, luego, tras un corto descanso, por los americanos.
En su vertiente sur, a 4.000 metros de altitud, se encontraba Tora Bora, donde los muyahidines que en su día expulsaron a los rusos (con la inestimable ayuda de sus entonces amigos yanquis), habían construido grutas fortificadas y búnkeres que se comunicaban entre sí mediante kilómetros de túneles. El lugar fue considerado cuartel general de Bin Laden y sometido a un mes de furibundos bombardeos, mientras los poco fiables milicianos afganos rodeaban el área sin gran espíritu combativo. Cuando, finalmente, en diciembre de 2001, fuerzas especiales americanas y británicas accedieron a las grutas, el saudí y un considerable número de combatientes, ya se habían escabullido entre el supuesto cerco en dirección a Pakistán.
Pero eso no había llevado la paz a las torturadas Safed Koh. Al otro lado de la frontera, se encontraba un extenso territorio de 27.000 kilómetros cuadrados conocido como FATA, una federación de áreas tribales que estaba totalmente fuera del control del gobierno central pakistaní y actuaba como santuario de bandidos, traficantes de drogas y armas y, por supuesto, de talibanes y miembros de Al Qaeda. De allí partían las incursiones y acciones terroristas que seguían golpeando Afganistán, especialmente cuando se fundía la nieve que cerraba los puertos de montaña. Inasequibles al desaliento y ansiosos por alcanzar el Paraíso, continuaban acechando a los infieles invasores y muriendo felices por docenas si antes se llevaban por delante soldados occidentales y colaboradores locales.
Los restos de esa partida en concreto yacían ahora desperdigados en un repecho del monte Torga, sus cuerpos desmembrados por la fuerza explosiva de los misiles Maverick o consumidos por el fuego de las M-77, o ambas cosas. Era difícil determinar su número exacto que, según creían, oscilaba entre quince y veinte. Un cambio en la dirección del viento aumentó la intensidad del olor, obligando a algunos a presionar con la mano sobre el deshmal.
—¡Joder! —gruñó Mendoza entre el pañuelo y sus dedos—. ¿A qué cojones se supone que hemos venido aquí? No somos unos putos forenses del CSI.
—Si alguien vuelve a quejarse hará el camino de vuelta cargando con uno de esos cerdos chamuscados, ¿entendido? —advirtió el sargento, aunque su tono sonaba menos amenazador que la mayoría de las veces—. Mendoza, Cooper, Vasquez, echad un vistazo tras ese afloramiento. Algún capullo podría haber encontrado refugio en un agujero lo bastante profundo o estar sólo herido y arreglarnos el día.
—Mierda, sargento —se lamentó Mendoza a pesar de la reprimenda—. ¿Es que le he hecho algo en otra vida?
—Si hubiera tenido que soportarte en otra vida, ya me habría pegado un tiro. Andad con ojo.
Sin dejar de gruñir por lo bajo, los tres soldados echaron a caminar hacia la zona indicada, su rifle M4 por delante. Mientras Fergus seguía impartiendo órdenes para desplegar la patrulla, Novak observó a Janeway moviéndose entre los restos humanos como si fueran flores silvestres y esperara dar con alguna especie exótica. Algo más que improbable. Aquellos fanáticos no confesaban ni su verdadero nombre en vida, de modo que se cuidaban de no llevar nada encima que pudiera proporcionar alguna información al enemigo.
Novak inspiró hondo para inundar sus fosas nasales del nauseabundo olor e insensibilizarlas. Luego levantó las gafas protectoras hasta sujetarlas al casco y cerró unos instantes sus ojos azul grisáceos, que dominaban un escenario de pómulos altos, rotunda mandíbula y una nariz afilada que se desviaba ligeramente hacia la izquierda desde que tropezó con un gigantón serbio en un bar de Bosnia. Era un rostro agradable que podría figurar en un cartel de reclutamiento, aunque sus facciones de origen centroeuropeo ya no coincidían con las mayoritarias en las nuevas generaciones que poblaban las Fuerzas Armadas de Estados Unidos, rostros negros y latinos que aumentaban en detrimento de los blancos, para quienes el Ejército sólo era un trabajo demasiado peligroso y asquerosamente pagado. Ahora eran hombres como Fergus, Mendoza y Vasquez los que defendían por el mundo el estilo de vida americano.
También Novak podría haber dejado en manos de esos ciudadanos, considerados casi de segunda en su patria, la lucha frente a la barbarie que, supuestamente, amenazaba la civilización occidental y, de haber escuchado a su hermana mayor, ahora estaría ganando dinero a manos llenas auxiliando empresas en litigios donde se dirimían cientos de millones de dólares. Pero eso habría decepcionado al hijo de emigrantes checos que había quitado el acento original al Novák familiar y empeñó toda su vida en intentar devolver a su país de adopción todo lo que habían recibido de él sus propios padres, él mismo, y sus hijos. Sólo lo consiguió a medias, ya que tenía 43 años al morir y, probablemente, eso fue lo que más influyó en su hijo a la hora de seguir sus pasos. De alguna forma, sintió que debía recoger el testigo y completar la tarea en nombre de la familia Novák.
¡Tonterías sentimentaloides!, había exclamado su hermana, cinco años mayor que él y que acababa de licenciarse en derecho mercantil, cuando le comunicó su intención de ingresar en West Point aprovechando las facilidades que se ofrecían al hijo de un oficial caído en acto de servicio. Si le debían algo al país, ya habían pagado con creces… Maldito idiota, vas a desperdiciar tu vida sólo por un ridículo y malentendido sentido del deber, insistía ella, moviéndose furiosa a su alrededor mientras él hacía la maleta. Acogió en silencio la diatriba, terminó de recoger sus cosas, besó a su madre y a su abuela, que lloraban en silencio con una resignación fatalista propia de la cultura del Este de Europa, y salió de la casa familiar de Queens para coger un autobús hasta la no muy lejana academia, situada a sólo ochenta kilómetros de Nueva York.
Considerado fríamente, era probable que su hermana acertara y su sentido del deber estuviera tan exagerado como desenfocado, sobre todo a la vista de lo que sucedería poco después. El 11 de septiembre de 2001, Novak se encontraba en los Balcanes, y las inevitables preguntas surgieron entre los vapores de la ira y la impotencia. ¿Qué demonios estaban haciendo allí mientras alguien planeaba y ejecutaba un acto de guerra de semejante magnitud contra su país? ¿Y quiénes eran? ¿De dónde habían salido? ¿Y cómo podían haber sorprendido así al invencible ejército estadounidense y a sus poderosos servicios de Inteligencia?
Cuestiones que, a pesar del tiempo transcurrido, seguían tan vigentes como el primer día. Al ver a Janeway inclinarse sobre un cadáver, Novak volvió a preguntarse cuánto más sabían los hombres como él sobre los antecedentes y el desarrollo de aquella difusa guerra.
—Capitán, acérquese —llamó de pronto Janeway, como un científico ansioso por compartir un hallazgo.
Novak alzó la vista al cielo, asegurándose de que el A-10 seguía cubriéndoles; luego se acercó con renuencia al hombre de la CIA. El objeto de su atención era un cuerpo que se había librado de perecer abrasado pero al que un Maverick había destrozado. Una esquirla metálica sobresalía de un costado de la vieja chaqueta de camuflaje como una lanza partida. Aun así, el tipo no había soltado su amado AK-47.
—¿Algo interesante? —preguntó, frunciendo el ceño al observar al hombre hurgando en la boca del cadáver con sus dedos enguantados.
—Creo que este tío fue reclutado en Europa —dijo Janeway, abriendo la mandíbula del muerto en una grotesca invitación que Novak aceptó a cierta distancia.
—¿Puede saberlo por su dentadura?
—Lleva dos empastes de primera, trabajos típicos de Europa y Estados Unidos.
—¿También dan clases de odontología en la CIA?
—Ya sabe lo que dicen sobre el diablo y los pequeños detalles —se limitó a contestar Janeway, soltando la contorsionada y barbuda cara—. Voy a tomarle las huellas. Probablemente no servirá de nada, pero no te puede tocar la lotería si no juegas. Podría conducirnos hasta alguna célula que se dedica a reclutar yihadistas en Europa.
—No consigo entender cómo esos jóvenes, educados en nuestra cultura, pueden dejarse embaucar para venir a morir al fin del mundo.
—Porque son unos idealistas, amigo mío —le sorprendió Janeway con su respuesta—. En realidad, son los mayores idealistas que ha conocido la humanidad desde los cristianos que se dejaban devorar por leones antes que abjurar de sus creencias. Y a nosotros nos enseñan en la escuela que aquello fue un glorioso acto de fe. No lo consideramos una postura fanática ni demencial… ¿Y qué me dice de las matanzas religiosas del siglo XVI, de la Inquisición? Entonces a quemar a un hereje se le llamaba “auto de fe”; ahora, a volar un tren o un autobús lleno de gente se le llama yihad.
—Vaya —casi silbó Novak—. ¿Conocen en Langley su modo de pensar? —preguntó, refiriéndose al cuartel general de la CIA.
—Sólo me esfuerzo por entenderles —contestó Janeway, sacando un estuche de uno de los múltiples bolsillos de su chaleco—. Pensar en ellos como simples chiflados es una simplificación demasiado burda.
—¿Y lo consigue? Entenderlos, quiero decir.
—No —admitió abriendo el estuche mientras sus labios se estiraban en una imitación de sonrisa. Se había quitado las Ray Ban, exponiendo unos ojos castaños casi exentos de matiz, como si le hubieran sido trasplantados de una figura de cera—. No es fácil ponerse en el pellejo de alguien capaz de volarse en pedazos por ninguna causa. Pero lo cierto es que tampoco puedo pensar como un cristiano ante las fauces de un león, o de un inquisidor sentenciando a un “hereje” a morir boca abajo en una hoguera.
—Ya —fue todo lo que dijo Novak, esquivando el resbaladizo debate.
El estuche de Janeway contenía un diminuto bote de tinta en spray y unas tarjetas blancas.
—¿Pensaba que iba a cortarle las manos y meterlas en una bolsa? —volvió a sonreír el hombre de la CIA, aunque sus ojos seguían impávidos en sus órbitas, como disociados de la cara a la que pertenecían.
Novak le devolvió la mueca, dando a entender que lo creía capaz y que tampoco sería lo más brutal y estrambótico que había visto.
—¡Sargento!
Se trataba de Vasquez, que se encontraba a unos cincuenta metros, junto a una enorme roca que parecía haberse desprendido de la montaña.
—Creo que debería echar un vistazo a esto —dijo antes de volver a desaparecer.
—Malditos niñatos —refunfuñó Fergus, trotando hacia allí con el M4 en ristre.
Curioso, Novak le siguió. La montaña volvía a hacerse más escarpada en esa dirección, y enseguida detectó la presencia de esquirlas de un misil que debía haber impactado cerca. La enorme roca que ahora ocultaba a Mendoza debía haberse desgajado de la montaña por efectos del Maverick. Otros 160.000 dólares bien empleados en las Safed Koh, pensó irónicamente Novak, poniéndose a la altura de Fergus.
—¿Vasquez? —llamó el sargento antes de rodear la roca, como si temiera que el muy idiota los hubiera atraído a una trampa.
—Todo despejado, sargento.
Con los M4 apuntando ligeramente hacia el suelo, Novak y Fergus salvaron el obstáculo y se encontraron con el trío enviado por el sargento subido a un peñasco, arrancado también por el Maverick, y que había aplastado a un presunto yihadista. Otro cadáver yacía a un par de metros, ajeno a la estrafalaria escena mientras descubría si existía o no un Paraíso regado con miel y leche al cuidado de un ejército de vírgenes.
—¿Qué hacéis ahí encaramados como cabras? —masculló Fergus.
Pero Novak ya había detectado el motivo de su excitación. Mendoza, que había pasado su M4 y su casco a Cooper, tenía medio cuerpo en el interior de una grieta que el desprendimiento había dejado al descubierto. El soldado se retiró al oír al sargento pero, viendo a Novak, se dirigió directamente a él.
—Capitán, no se ve un pimiento, pero es una de esas jodidas cuevas que se adentran en la montaña —reveló, recuperando sus cosas de Cooper.
—Menuda cosa —exclamó Fergus—. El chico ha descubierto una cueva. Quizás incluso serías capaz de dar con un perro en una perrera.
—¿Cómo puede ser una cueva si el acceso estaba taponado por esta roca? —preguntó Novak, intrigado.
—No debía cerrarlo por completo —especuló Cooper, un pelirrojo virginiano que ya llevaba lo suficiente en Afganistán para haber “visitado” alguna de las famosas cuevas—. Puede que se tratara de un pozo de ventilación, casi invisible.
—O de una entrada en ángulo; una simple manta cubriendo el agujero la ocultaría completamente a cualquier escrutinio aéreo.
Novak se giró al oír a Janeway, que le había seguido, olvidándose de su yihadista “europeo” ante la perspectiva de algo más interesante.
—Señor Janeway, ¿cree que aún puedan quedar grutas “vírgenes” por aquí? —preguntó Mendoza, excitado como un niño a punto de subir a una emocionante atracción. Procedente de un barrio de Los Ángeles donde el peligro no tenía mucho que envidiar a los riesgos de Afganistán, el chico parecía ansioso por un poco de acción.
—Es poco probable —dijo Janeway—. Esta zona ha sido barrida cientos de veces desde el 2001, y ese pozo o entrada seguramente pertenecerá a una cueva situada a cientos de metros de aquí, y ya revisada o hundida por los bombardeos. La mayoría se conectan mediante galerías como hormigueros. Pero no se puede descartar nada. Después de todo, todavía hoy siguen apareciendo tumbas de faraones.
—¿Pero no lleva alguien una especie de “registro” de las dichosas cuevas? —preguntó Fergus.
—Desde luego —respondió Janeway, moviéndose para ver mejor el agujero, en realidad una hendidura en forma de media luna, como un arquitecto examinando un pilar—. Pero, como he dicho, la gruta a la que conduce esa entrada, podría hallarse a un kilómetro de distancia, y sepultada por un bombardeo.
—Echemos un vistazo —propuso de pronto Mendoza—. Se supone que hemos subido hasta aquí para peinar la zona, ¿no?
—Hemos venido aquí porque yo te he traído de una oreja —recordó Fergus—. A eso se limita la vida de un soldado.
—¿Qué hace? —preguntó Novak con un timbre de alarma al ver a Janeway trepar hasta el peñasco donde se encontraba Mendoza.
—Ganarme el sueldo.
Mendoza hizo sitio al hombre de la CIA, feliz por haberse ganado tan poderoso aliado. Pero Janeway ni siquiera lo miró mientras bajaba su mochila y sacaba una pequeña linterna Surefire Centurion de la misma clase que los rifles M4 llevaban acopladas. Novak se preguntó al instante si siempre iba preparado para una eventualidad como aquella… o había algo más.
—Uno nunca sabe con qué puede encontrarse en las Safed Koh —dijo entonces Janeway como si le hubiera leído el pensamiento.
Luego se incorporó y, sin pensarlo dos veces, metió un brazo y la cabeza en la grieta.
—¿Ve algo? —se impacientó Mendoza sólo cinco segundos después.
Janeway retrocedió otros cinco más tarde.
—Es un acceso en pendiente que gira a unos veinte metros —informó al expectante grupo—. Es imposible saber adónde conduce o si se interrumpe, pero voy a averiguarlo.
—¿Qué? —saltó Novak—. No puede meterse ahí ahora. Pronto anochecerá. Marque el lugar y vuelva mañana con apoyo y equipo.
—Sólo quiero ver qué hay más allá de ese recodo. No se trata de ascender al Everest.
—No tardaremos mucho. Khalid me acompañará. Ustedes pueden seguir con lo suyo…
—¿Seguir con lo nuestro? —masculló Novak, entre ofendido e incrédulo. Allí estaba, el mal presentimiento manifestándose en todo su esplendor, un montón de humeante estiércol sobre el que estaba a punto de aterrizar—. Aquí casi hemos terminado.
—Yo no. Vamos, Khalid.
Novak se giró a su derecha y vio al afgano, que se había materializado junto a ellos, con un sigilo natural que por alguna razón aún irritó más al capitán.
—Khalid es miembro del ejército afgano y no está aquí para obedecer sus órdenes —sentenció Novak sujetando del brazo al sorprendido guía.
Janeway se limitó a fruncir los labios como si meditara la respuesta más apropiada.
—Ni yo para obedecer las suyas. Haga lo que crea más conveniente —concluyó encogiéndose de hombros antes de recoger la mochila.
—Pero no puede entrar ahí solo —intervino Mendoza, paseando la mirada de Janeway a Novak.
—El chico tiene razón —secundó Fergus, en voz lo bastante baja para que sólo Novak pudiera oírle—. Si ese capullo se mete ahí sólo y le ocurre algo, ya sabe quién pagará el pato. Los espías son ahora los príncipes del reino.
Fergus estaba en lo cierto. Peor aún. Si Janeway descubría algo “interesante” sin su cooperación (en realidad contra su voluntad), el mismo coronel que le había palmeado el hombro hacía unas horas, le acusaría de tener poca iniciativa y de dejar al Décimo de Montaña en mal lugar.
—¡Espere, maldito cabezota! —exclamó entonces, soltando a Khalid y avanzando hacia el peñasco. Cuando Janeway se giró hacia él con la linterna en la mano, añadió—. Le propongo esto: una hora como máximo y Khalid, yo mismo y otros dos hombres, le acompañaremos. Para entonces tendremos el tiempo justo de regresar al Black Hawk antes de que anochezca.
Janeway volvió a fruncir los labios, más teatralmente ahora.
—No necesito escolta, pero acepto —asintió—. Y dense prisa. No voy a esperar a que trace un plan como para invadir China.
—Sargento, comuníquele al Apache nuestras intenciones —ordenó seguidamente Novak —. Usted se quedará aquí con los hombres, a excepción de Mendoza y Cooper, que vendrán con nosotros.
—Sí, señor —casi suspiró aliviado Fergus al no tener que meterse en el agujero—. Con un poco de suerte, el camino estará bloqueado a pocos metros.
—Algo me dice que hoy no es precisamente mi día de suerte.
Diez minutos después, Khalid se introdujo por la estrecha grieta con la facilidad de una anguila, llevando el M16 al hombro y sosteniendo una linterna. Tras él, Janeway le dijo algo en pastún y el afgano arrastró una bota por el húmedo suelo, asegurándose de no resbalar. La altura del pasaje no le permitía mantenerse completamente erguido, por lo que el techo no debía quedar a más de 1,65 de altura. También era lo bastante estrecho para tocar las paredes extendiendo los brazos. La pendiente no era muy pronunciada, pero si lo bastante para romperse la crisma si uno caía por ella. Y él no había luchado durante veinte años, primero contra los rusos, luego en las terribles guerras tribales afganas y, finalmente contra los talibanes, para acabar sus días de una forma tan estúpida. Al menos, los “constructores” se habían tomado la molestia de tallar unos rudimentarios peldaños.
Con precaución, se pasó la linterna a la mano izquierda y apretó el cuerpo a la pared antes de iniciar el descenso moviéndose de lado. Tardó tres minutos en recorrer veinte metros hasta llegar a un recodo. Al asomarse, su secreta esperanza de que el pasadizo se viera cortado por una tonelada de rocas, se esfumó.
—¿Khalid?
—El camino continua hasta perderse en la oscuridad —informó, sin necesidad de gritar, su voz amplificada por el hueco granítico.
Janeway sacó la cabeza de la hendidura y miró a Novak, que lo contempló con más prevención que expectación.
—El pasaje sigue adelante —dijo—. Voy a bajar. Insisto en que no es necesario que nos acompañe.
—Hemos hecho un trato —recordó Novak, que echó un ostensible vistazo a su reloj.
—Muy bien. Pero tendrán problemas para moverse ahí dentro con toda esa impedimenta.
—Quitaos el arnés —ordenó el capitán, procediendo a desprenderse del abultado equipo, repleto de enormes bolsillos para albergar munición y toda clase de utensilios. Sin el arnés, su uniforme de camuflaje, con el largo cierre de velcro, que iba desde el cuello a la entrepierna, casi parecía un mono de trabajo—. Venga, chicos —apremió, echándose el M4 al hombro después de desacoplar la linterna Surefire del cañón mientras sentía la incómoda premura de Janeway sobre sí.
Los dos soldados terminaron de pelearse con el enrevesado equipo y Novak intercambió una mirada de complicidad con Fergus antes de volver a enfocar al hombre de la CIA.
—Adelante.
Sin esperar más, Janeway se giró a la grieta, que sorteó con aparente facilidad llevando su ligera mochila en una mano. Novak tomó aire y dio una última instrucción:
—Cooper, cierre la marcha. Y no quiero oír comentarios graciosos, risitas o quejas, ¿entendido?
—Sí, señor —respondieron los soldados al unísono.
Novak se volvió de nuevo a la hendidura, que ya se había tragado a Janeway, y metió el hombro derecho y la cabeza, bien protegida por el casco, que rebotó contra la roca. Al otro lado le recibió una bofetada de rancia humedad y una oscuridad que sus ojos calibraron mientras el cuerpo administraba el espacio disponible y se adaptaba a él. Su 1,83 de estatura no sólo lo obligaba a mantener la cabeza gacha sino a doblarse hacia delante y moverse como si esperara una emboscada. Había sido una estupidez traer el fusil, y pensó en regresar para dejarlo fuera (ya llevaba la Beretta para el improbable supuesto de que necesitasen un arma en los próximos minutos), pero para entonces Janeway ya se encontraba en el fondo del pasaje, junto a Khalid.
—Si me retrasa tanto, tendremos que renegociar el trato —indicó sin el menor atisbo de humor.
Novak se limitó a gruñir y dio un primer y cauteloso paso, temiendo más hacer el ridículo ante Janeway que romperse una pierna. Pegó la espalda a la pared y comenzó a bajar de lado.
—Vamos, capitán, se supone que somos del Décimo de Montaña —dijo Mendoza tras él.
—Cierra el pico —masculló, moviéndose más deprisa a cada paso.
Cuando sus ojos volvieron a encontrarse con los de Janeway, un fantasmal halo parecía envolver al hombre de la CIA. Casi como una intermitente señal de advertencia, pensó Novak volviendo a sentir bullir su mal presentimiento entre los ácidos de su estómago. Enseguida, volvió la cabeza para mirar más allá del recodo.
—Otros veinticinco metros y gira de nuevo —dijo el afgano, que se hallaba en cuchillas como un indio examinando huellas de cascos a la luz de la linterna—. Esto se estrecha aún más.
—Si esos gusanos podían pasar, nosotros también —se limitó a replicar Janeway, como si pudiera doblegar a voluntad las leyes físicas—. ¿Por qué no espera aquí hasta ver adónde conduce esto? —preguntó luego a Novak.
—Deje de preocuparse por mí y acabemos con esta chiquillada. Usted sabe como yo que, en un punto u otro, el túnel se habrá colapsado. Y no vamos a culebrear durante un kilómetro por la montaña antes de descubrirlo.
—Si esto lleva a una gruta intacta, no estará tan lejos —aseguró Janeway antes de marchar en pos de Khalid. Aunque era más alto que el afgano, su cuerpo se dobló en ángulo recto con facilidad y avanzó por el conducto con pasos cortos pero firmes.
—¿Quiere que tome la delantera? —se ofreció Mendoza, ansioso porque la aventura se acelerara.
—Manteneos alerta. Esto no es una atracción de feria —advirtió Novak antes de flexionar el torso y seguir a Janeway quien, ante la aparente reticencia a continuar, casi saltó sobre él para continuar hasta el siguiente recodo
Con los hombros rozando las paredes del pasaje y el casco rebotando en el techo, Novak se acercó a Khalid y lo sobrepasó. Por delante, el hombre de la CIA alcanzó la curva, se acuclilló y alzó la linterna.
—Anímese, capitán —exclamó entonces—. El túnel parece acabar cinco o seis metros más allá.
—¿Qué significa “parece acabar”? —gruñó Novak—. ¿Se ha derrumbado?
—No exactamente —respondió con vaguedad Janeway antes de desaparecer por la curva.
—Jodidos espectros —graznó para sí el capitán, apoyando una mano en el hombro de Khalid, que se había aproximado moviéndose como un cangrejo, tanto para mantener el equilibrio como para empujarle.
Ambos trastabillaron el trecho que les faltaba hasta el ángulo y se detuvieron para observar. Sólo los pies de Janeway sobresalían de un agujero en la pared, casi a la altura del suelo.
—Pero, ¿qué demonios…?
—Ha encontrado la entrada de la cueva —adivinó Khalid, en un tono que redoblaba sus reservas frente a la situación. A pesar de ello, se zafó de la zarpa de Novak y avanzó rápidamente hacia las cimbreantes botas.
—Lo sabía —dijo Mendoza, con la emoción del ignorante—. Hemos dado con una cueva “virgen”.
Novak lo ignoró y fue tras el afgano. Para entonces, Janeway ya había retrocedido de regreso a la galería y decía algo en pastún a Khalid.
—¿Adónde conduce eso? —preguntó, colocándose en cuclillas junto a ellos mientras examinaba el siniestro hueco, de apenas un metro de diámetro y precariamente apuntalado con tablones.
—A una cueva —confirmó Janeway sin evidenciar la menor euforia—. No he podido calcular sus dimensiones con esta luz.
—Meterse ahí ha sido una estupidez —recriminó Novak—. ¿Y si hubiera tropezado con una bomba trampa? Una mina conectada a un hilo invisible podría pasarse décadas en un lugar así esperando su víctima.
—No es el primer agujero por el que me arrastro —recordó Janeway—. El lugar está limpio. Yo voy a entrar; usted haga lo que quiera —concluyó, volviendo a meter la cabeza por el agujero. Hizo palanca con las botas y, en unos segundos, desapareció por la madriguera.
—Capitán, ¿no iremos a quedarnos aquí como pasmarotes? —inquirió Mendoza, con un timbre de alarma en la voz.
Novak enfocó a Khalid, que también parecía cargar con su propio mal presentimiento.
—¿Qué piensas? ¿Crees de veras que puede tratarse de una cueva intacta?
—Si su ejército hubiera llegado hasta aquí desde otra dirección, no se habría marchado sin volarlo todo. Por tanto, me inclino a creer que nadie ha pisado este lugar desde que los talibanes y Al Qaeda salieron de estampida en diciembre de 2001.
—¿Ni siquiera yihadistas como los que han muerto esta mañana tan cerca?
—Estas montañas han dejado de ser refugio seguro. Sólo se utilizan como zona de paso. Y es muy improbable que alguno de esos guerrilleros estuviera siquiera en Afganistán por aquellas fechas. La mayoría forma parte de nuevas “remesas” reclutadas desde entonces.
—¡Estoy dentro! —exclamó de pronto Janeway, su voz amortiguada por el estrecho filtro entre millones de toneladas de roca.
Con un gruñido casi fatalista, Novak entregó su fusil a Mendoza, se arrodilló e introdujo el brazo que sostenía la Surefire por el agujero. Después, metió la cabeza y los hombros y, como Janeway, se impulsó con las botas a través del estrecho conducto que, como mal menor, tenía sólo una longitud de metro y medio. Enseguida sacó la cabeza por el otro extremo y se incorporó.
El resplandor de las dos linternas, ofrecía la luz mínima suficiente para hacerse una idea del escenario oculto en las entrañas de las Montañas Blancas. La forma ovalada de la gruta no debía superar los sesenta metros cuadrados, y el espacio parecía haber sido ahuecado a base de simples golpes de pico. En su parte más amplia, el techo quedaba a unos dos metros de altura, y el suelo había sido nivelado sólo lo imprescindible.
Novak había conocido las cavernas de Tora Bora, y no se diferenciaban mucho de aquellas. Primitivos refugios que estaban lejos de las fantasiosas descripciones de la prensa, que los retrataban como suntuosos búnkeres, llegando incluso a incluir una piscina subterránea para disfrute del propio Bin Laden. Los únicos signos de “comodidad” presentes allí eran un puñado de alfombras, esterillas, mantas y cojines diseminados por el lugar. También distinguió una gran tetera, todavía sobre su hornillo en el centro de la estancia. Todo estaba cubierto por una espesa capa de polvo. El aire resultaba tan irrespirable que parecía imposible que ni siquiera los endurecidos yihadistas pudieran pasar allí dos horas seguidas.
—El túnel que conectaba esta cueva con otras interiores se ha colapsado —informó entonces Janeway desde el otro extremo de la gruta—. Eso explica la escasa ventilación y el exceso de polvo acumulado.
—Y que nadie haya descubierto este lugar —agregó Khalid, pasando junto a Novak para acuclillarse junto a la tetera, que sacudió—. Aún hay líquido. Probablemente el bombardeo no les hizo ni pestañear hasta que se hundió el túnel adyacente. Sólo entonces creyeron que era el fin y salieron de estampida por la única vía disponible: el estrecho acceso que los Mavericks pusieron al descubierto esta mañana. Incluso si llegaron a escapar, debieron pensar que todo el complejo se había venido abajo.
—Y lo mismo creyeron los miembros de las Fuerzas Especiales que siguieron a las bombas —abundó Janeway, apartándose de las rocas que había escupido el túnel—. Por su tamaño, esto no pudo servir como búnker para un número significativo de combatientes.
—¿Y qué era entonces? ¿Una habitación para huéspedes? —inquirió Novak con sorna.
—Quizá —admitió sin embargo Janeway—. Un anexo para los líderes, una especie de “club de oficiales” donde tratar aspectos de la guerra y la yihad con cierta intimidad. Eso explicaría también su proximidad a un punto de escape.
—¡Menuda ratonera! —exclamó Cooper, claramente decepcionado ante el descubrimiento.
—Así que esta es una de las famosas cuevas afganas —le secundó Mendoza con un tono desilusionado—. Por lo que había oído, esperaba encontrar hasta un jacuzzi.
Duplicada la potencia lumínica con la llegada de más linternas, Janeway se lanzó a examinar un bulto cubierto con una tela acartonada.
—Cuidado —insistió Novak, recordando los cientos de historias que se contaban por allí sobre las bombas trampa, y que se remontaban a los tiempos en que los soviéticos lanzaban juguetes rellenos de explosivos sobre los valles y aldeas afganas, y que mataron y mutilaron a miles de niños. Recuperó su fusil de manos de Mendoza y se acercó al hombre de la CIA, que había provocado una gran polvareda al retirar la lona. Bajo ella sólo se ocultaba una caja de madera de dos metros de largo por uno de ancho y sin tapa. Por un momento, Novak tuvo la certeza de que vería un cadáver al asomarse al interior.
—Sólo hay un puñado de fusiles AK-47 y granadas antitanque —reveló Janeway, inclinándose sobre la caja como un mendigo en busca de algo más interesante. Unos segundos después sacó al exterior una caja más pequeña y comenzó a remover su contenido—. La basura habitual. Folletos llamando a la yihad, instrucciones para fabricar explosivos caseros, un manoseado ejemplar del Corán y… Mire esto —dijo, alargándole una revista.
Novak recogió un ejemplar de Time cuya portada mostraba la razón misma por la que se encontraban allí, el símbolo que marcaba una era de igual modo que el Muro de Berlín había marcado la Guerra Fría: la foto de las Torres Gemelas en el momento en que el segundo avión estallaba en llamas dentro de la Torre Sur, una visión que, en otro tiempo, sólo habría parecido posible en una película de catástrofes. La fecha de portada era del 14 de septiembre lo que, considerando lo remoto del lugar, aquel ejemplar debió llegar allí con meses de retraso, supuestamente cuando la zona ya se encontraba sometida a intenso bombardeo.
—Esa revista tuvo que llegar aquí antes que nosotros —apuntó Janeway, leyéndole el pensamiento—. Algún grupo procedente de Pakistán lo trajo a finales de septiembre o principios de octubre, para mostrar a sus hermanos el alcance del golpe que habían infringido al Gran Satán y unirse a la lucha. Recuerdo que cuando llegué aquí, la mayoría de los afganos no sabían lo que había ocurrido en América, o visto imágenes de lo sucedido. ¿Verdad, Khalid?
—En mi pueblo, muchos ni siquiera habían oído hablar de Nueva York —dijo el afgano sin darle importancia—. Del mismo modo que la mayoría de los americanos no sabían, ni saben aún hoy, situar Afganistán en un mapa.
—No te piques, hombre —sonrió Janeway sacando una foto de la caja, que enseñó a Novak. Presentaba a Bin Laden en una actitud casi mística, como si fuera El Mahdi, El Enviado descendiente de Mahoma que, según la tradición, regresaría para ser luz y guía del Islam—. ¿Sabía que entre 1998 y 1999 pudimos liquidar o capturar a ese cabrón hasta en diez ocasiones gracias a informaciones facilitadas por la CIA? Pero las dudas en las altas esferas y el temor a que un bombardeo pudiera causar indeseados daños colaterales cancelaron todas las operaciones. Imagínese lo que nos habríamos ahorrado de haberlo despachado entonces. Luego cargaron a la CIA con la responsabilidad de no haber sido capaz de evitar el 11-S —añadió en un tono de leve fastidio, como si estuviera hablando de una simple pieza de porcelana astillada—. En fin…
—¡Maldita sea, Mendoza! —tronó de pronto Novak al observar que él y Cooper habían retirado la lona del segundo fardo y hurgaban en la cerradura de lo que parecía un pequeño arcón—. ¿Qué demonios hacéis?
—Capitán, está cerrado con llave, aunque lo abriré como si fuera el tocador de mi abuela —respondió el californiano, sin volverse siquiera mientras tanteaba en la cerradura con la punta de una pequeña navaja—. ¡Ya está!
—¿Es que no oís una mierda de lo que digo? —se enfureció Novak acercándose a ellos.
—Capitán, creía que habíamos venido aquí a investigar —se defendió Cooper mientras su compañero levantaba la tapa del arcón para descubrir si el esfuerzo había merecido la pena.
—Pero, ¿qué coño os pasa? Apartaos de ahí. En cuanto volvamos a Bagram…
—¡La gran puta! —exclamó entonces Mendoza, cuando Novak ya había puesto una mano sobre su hombro izquierdo. El soldado se giró hacia él con un objeto en su mano derecha, los ojos abiertos como platos y una sonrisa, entre incrédula y estúpida en el rostro—. Joder, capitán, creo que hemos dado con la jodida cueva de Ali Babá.
—¿De qué hablas? —balbuceó Novak, aturdido de pronto mientras trataba de discernir la naturaleza del objeto que sostenía Mendoza. Janeway se había acercado a ellos como una mosca al rebufo de un tarro de miel.
—Bueno, no es que yo entienda mucho, pero a mí esto me parece un lingote de oro.