La Casa Blanca
Kate Blanchard escuchaba a su jefe de staff como si su voz procediera del fondo de un pozo, lejana y hueca. Vagamente, había entendido que le esperaba una reunión con el líder del partido en el Senado y luego debía acudir al aeropuerto para recibir al mandatario de un país africano cuyo nombre no había oído bien.
La Presidencia acompañaba al titular allí a donde iba, de modo que sus responsabilidades no aumentaban por la ausencia de Kincaid. La importancia de su cargo dependía del valor que el propio presidente quisiera darle, y así como habían existido VP tan activos e influyentes como Al Gore o Dick Cheney, Kincaid había reducido el suyo al de simple figurante. Sin duda como venganza a lo que creía una injerencia de las fuerzas vivas del partido, que le forzaron a incluirla como candidata en el ticket electoral para compensar sus presuntas debilidades entre ciertas capas del electorado. Juntos, aducían los popes del partido, formarían un tándem arrasador, un “dream team”. Y, en efecto, habían arrasado, pero Kincaid era demasiado ególatra como para compartir focos con la primera mujer vicepresidente y pronto comenzó a arrinconarla, limitando sus funciones a las estrictamente constitucionales.
Entre las que figuraba sustituirle en caso de muerte o incapacidad. Aquel cargo era uno de los más singulares del planeta. En un segundo podías pasar de ser un cero a la izquierda a convertirte en la persona más poderosa del mundo.
Blanchard se encontraba en su despacho del Ala Oeste de la Casa Blanca, un lugar que no solía frecuentar cuando Kincaid estaba allí, intentando aparentar un estado de ánimo que mantuviera a raya los rictus del nerviosismo y la expectación que endurecían cada músculo de su cuerpo y recalentaban el oxígeno que circulaba por sus pulmones y venas.
Con el piloto automático puesto, asentía a su principal consejero o comentaba alguna menudencia mientras observaba de reojo un televisor sintonizado en la CNN. Aunque no tenía sonido, en ese momento un presentador comentaba imágenes de unos disturbios en Sri Lanka, lo que al americano medio y a ella misma le sonaba como un parte meteorológico de Marte.
Según el “programa” de Christensen, ya debería haber sucedido. Pero muchas cosas podían haber salido mal. A fin de cuentas, en última instancia, estaban en manos de unos chiflados a los que habían lavado el cerebro haciéndoles soñar con un paraíso saturado de vírgenes. La sola idea de un posible fracaso convirtió su agitación interior en irritación.
Había “vivido” ese día tantas veces en su mente, que renunciar a él ahora sería insoportable. Pasado, presente y futuro se concentraban en el desenlace de los próximos minutos; su vida cobraría algún sentido o se despeñaría finalmente por el acantilado de angustia y desesperación por cuyo borde transitaba. Sólo el plan de Christensen, o mejor, la visión que despertó en ella, la había ayudado a mantener el equilibrio y seguir adelante, a fijarse un propósito al que aferrarse, un fin que justificara el mero hecho de seguir respirando.
La muerte de Kincaid era algo accesorio. En realidad, no tenía nada contra él a pesar de sus afrentas y desaires. Nada de eso afectaba lo más mínimo a la Kate Blanchard que sobrevivía tras la fachada de mujer total en la cumbre de su éxito. El hombre era simplemente su último obstáculo para acceder a la única cima que importaba, desde la que podría desatar el aullido interior que la estrangulaba desde…
La imagen de la televisión cambió de pronto, mostrando a un locutor que comenzó a leer de una hoja sin levantar la vista, su expresión desencajándose a medida que avanzaba. Cuando a su izquierda apareció el mapa de Afganistán, Blanchard se crispó en su asiento. “Ataque nuclear en Bagram”, rezaba un rótulo sobre el mapa. Su corazón pareció ensancharse dolorosamente en su pecho.
—Dios mío… —murmuró incorporándose.
La mirada de su consejero se giró hacia la pantalla en el momento que la puerta del despacho se abría bruscamente y tres agentes del Servicio Secreto entraban en tropel.
Ya estaba. Acababa de convertirse en presidenta de Estados Unidos.
Kabul
Los supervivientes del Black Hawk habían cubierto la distancia hasta la carretera en apenas veinte minutos. Como esperaban, enseguida encontraron transporte. Un convoy británico que se dirigía a la base se hallaba detenido en la calzada, sus integrantes tan pasmados ante la visión de la nube radiactiva como aliviados porque su partida no se hubiera adelantado. Novak conocía al capitán al mando del grupo y le arrancó de su paralizante estupor para que regresara a Kabul, la única dirección posible en esos momentos. Así, Novak y Ellis subieron con el británico en su Humvee blindado, mientras los tres soldados y el piloto ocupaban un camión.
Ya era noche cerrada cuando el convoy enfiló hacia la capital, sorteando un rosario de vehículos parados, militares y civiles, que no sabían qué dirección tomar. Al acercarse a Kabul, la cacofonía del terror en expansión les rodeó por completo. El aeropuerto estaba cerrado y todos sus accesos bloqueados mientras el cielo se llenaban de helicópteros, aunque tampoco supieran qué hacer exactamente.
La columna británica se desvió sin embargo hacia el aeropuerto pero, a petición de Ellis, Novak pidió prestado el Humvee. El teniente condujo con pericia a través del caos desatado en la ciudad, que parecía prepararse para un inminente y devastador ataque. Ellis hizo que el vehículo se detuviera en las cercanías de la masiva y fortificada entrada de la embajada de Estados Unidos, flanqueada por dos tanquetas y un grupo de soldados equipados para el combate.
Ellis se apeó de un salto, ajeno a las armas que giraron en su dirección a pesar del uniforme, y habló con un suboficial mientras exhibía sus credenciales Tras atender sus explicaciones sin mostrar ningún interés, el suboficial utilizó su radio con indisimulada renuencia y, al cabo de un minuto, dio la orden de permitirles el acceso.
—Los cabrones están cagados de miedo —dijo Ellis, poniéndose de nuevo al volante y moviendo el Humvee a través del control.
—Y con razón. Este puede ser el siguiente objetivo.
—Si dispusieran de más artefactos, los habrían hecho detonar simultáneamente —replicó Ellis—. Y dudo que hubieran usado aquel en Bagram de no ser porque, de alguna forma, sabían que se llevarían a Kincaid por delante. Hace demasiados años que andaban detrás de una bomba atómica como para “desperdiciarla¨ en una base militar.
Antes de que Novak pudiera decir algo más, el teniente frenó ante un edificio del complejo y volvió a brincar fuera. Le esperaba un individuo alto y delgado, en uniforme de faena con la insignia de capitán y el emblema del INSCOM en el hombro.
—Lester, muchacho, me alegra verte sano y salvo —saludó efusivamente.
—Por los pelos, Joel. Este es el capitán Novak, del Décimo de Montaña. Casi podría decirse que sigo vivo gracias a él.
Novak se limitó a asentir en dirección al hombre, que le escrutó desconfiado desde detrás de unas gafas, deteniéndose en su aspecto desaliñado y los pantalones bombachos que aún vestía. El nombre inscrito en su pecho era Moore.
—¿Habéis averiguado algo? —inquirió Ellis con la misma familiaridad, ajeno a cualquier tratamiento militar a pesar de la diferencia de grado.
—Aún estamos valorando los daños —respondió Moore echando a andar hacia el interior del edificio—. El grueso de la nube radiactiva se dirige hacia el noroeste, y ya ha pasado sobre varias aldeas, contaminándolas. Hay toda una miríada de pueblos en su camino, y es probable que, al menos una parte, llegue hasta Charikar, en la vertiente sur del Hindú Kush.
Novak miró a su alrededor. Hombres y mujeres, militares y civiles, se movían entre consolas, hablaban por teléfono y miraban la televisión, compartiendo datos, desasosiego y desolación. Todos conocían a alguien que debía haber perecido en Bagram, y su aflicción se entretejía con la incredulidad por lo sucedido y el miedo a que volviera a ocurrir. Novak dedicó un pensamiento al coronel Hammer, un buen oficial y mejor tipo que, la mañana anterior, le había pedido como favor personal que encabezara una misión de rutina a las montañas Blancas. A pesar de las penalidades que confirmaron su mal presentimiento inicial, la caprichosa Providencia había querido que aquella desgraciada misión se transfigurara en su salvoconducto para escapar de la condenada base.
—Esta imagen por satélite tiene sólo unos minutos —decía Moore, señalando en una pantalla una forma parecida a unos alargados pétalos de flor. La nube, delineada en color amarillo, estaba a punto de dividirse en dos. Bajo ella, aparecían nombres tan complicados como Ghulam ali, Mahigr, Qal’eh-ye, Khanka y muchos otros minúsculos pueblos que, en su conjunto, albergaban a miles de personas—. Hemos contactado con las autoridades de las poblaciones que se encuentran en su trayectoria, instándoles a evacuar a los habitantes en dirección norte o sur. Las aldeas son pequeñas, de modo que, si actúan rápidamente, mucha gente se pondrá a salvo de la lluvia radiactiva directa. Al tratarse de una explosión al nivel del suelo, las partículas irradiadas de mayor masa habrán vuelto a tierra en cuestión de minutos, formando una lluvia muy localizada en torno a Bagram. Pero la radiactividad remanente viaja en esas nubes que, por la misma razón, su proximidad a tierra, tardarán más en disiparse. Estamos hablando de isótopos como el estroncio 90, cesio 137 y yodo 131, muy perjudiciales para la salud y el medio ambiente. Advertir a esas personas es todo lo que podemos hacer por ahora. Tardaremos días en recibir equipos apropiados para trabajar sobre el terreno.
—¿Y las implicaciones políticas? —intervino Novak—. ¿Qué está pasando en Washington?
—Imagínese —resopló Moore—. El presidente y el secretario de Estado han muerto. El caos y trastorno que deben sufrir allí no envidiará en nada lo que se vive aquí.
—¿Quién en Afganistán sabía que Kincaid haría escala en Bagram?
—El jefe de la misión Apoyo Resuelto viajó esta mañana allí, probablemente para reunirse con el presidente. Él debía saberlo y quizás el comandante de la base. Dos generales que no creo que sean sospechosos de filtrar nada. Sobre todo porque ambos han muerto también.
—Chicos, estamos hablando de una bomba atómica, no de un disparo de mortero —incidió Novak—. El artefacto llevaría semanas o meses preparado, esperando el momento más propicio. ¿Qué les indujo a mantenerlo en reserva en lugar de volar el centro de Kabul o, mejor aún, trasladarlo a alguna ciudad europea?
—Como Viena…
—Exacto. No tiene sentido. ¿Por qué atentar en Viena con ANFO un día antes del gran boom?
—El mundo está lleno de células yihadistas que no tienen conocimiento la una de la otra —apuntó Ellis.
—Cometen el mayor atentado de la historia de Europa y, al cabo de apenas veinticuatro horas, vaporizan Bagram con un arma nuclear durante la visita del presidente de Estados Unidos. Demasiada coincidencia.
—A veces, las cosas son simplemente lo que parecen y una casualidad es sólo eso. ¿Cómo pueden estar conectados dos ataques de características tan diferentes? Y, sobre todo, ¿por qué molestarse en Viena? Sería como coger un empacho a base de arroz hervido antes de pasar al faisán.
—Puede —aceptó reacio Novak, volviendo a mirar la foto de la pantalla, ahora con una expresión más reflexiva que aterrorizada, intentando abstraerse de la visión de miles de personas huyendo en plena noche entre las montañas y de las que se habían evaporado.
—La vicepresidenta está a punto de jurar el cargo —anunció entonces Moore.
Novak parpadeó en dirección a una cercana televisión. Entre el grupo que comenzaba a congregarse ante ella, distinguió la imagen de una periodista enmarcada por la fachada de la Casa Blanca. Casi sin darse cuenta, se encontró palpando el zurrón que todavía llevaba en bandolera.
—Capitán Moore, ¿puede conseguir un reproductor de vídeo?