Se separan en la esquina de San Lázaro,
precisamente en el lugar donde una vez se levantó su buhardilla.
Como todas las casualidades, carece de significado, pero de camino
a casa Carlos se entretiene ensayando diferentes
explicaciones.
Es un nuevo edificio de ladrillo, con las
rejas recién pintadas y cables eléctricos adosados a las paredes. Y
él se detiene y mira un punto concreto de esa fachada. Un lugar en
el que por otra parte no hay nada que mirar, y que queda más o
menos entre la tercera y la cuarta planta. Su memoria tiene que
reconstruir el resto trabajosamente: un altillo arruinado, un techo
con las entretejas quebradas, una ventana. Dos jóvenes acodados en
lo alto. Y le parece que si sus ojos miopes tuvieran de nuevo
veinte años podría distinguirles los sombreros y los corbatines de
otra época y hasta los mostachos ridículos; y que si no fuera por
los autos y por los cláxones, llegaría incluso a entender las
palabras que esos hombres se dirigen.
«¿Y ese tipo?»
«¿Quién?»
«El gordo..., ese que nos mira. El que se ha
parado en mitad de la calle y lleva un libro bajo el brazo.»
«¡Ah...! Pues..., parece un millonario gordo
sacado de una novela de Dickens, ¿no?»
«A mí me parece más bien un burgués aburrido
que se dirige a un sainete de Echegaray.»
«O un rentero avaro de Dostoievski, con las
direcciones de todos los inquilinos que va a desahuciar en el
librito.»
Un silencio.
«¡Qué va! Fíjate bien. Ahora que lo miro
mejor me parece que no es más que un personaje secundario...»
Y desde el fondo de la vereda, el burgués,
el rentero, el personaje secundario les devuelve la mirada y
sonríe.