Lima, 26 de junio de
1904
Señor
Jiménez:
Después de haber
mandado al correo la carta para U. pidiéndole su libro Arias
tristes, hubiera querido retirarla, destruirla. ¿Por qué? Le diré:
supuse que el paso que había dado no era muy propio, ni muy
correcto, para una señorita. Sin conocer a U., sin haberlo visto
siquiera, le escribía, le hablaba. Me atrevía a comprometerle
pidiéndole un favor enfadoso, a U., que es tan bueno y no me debe
nada...
Todo esto me decía, una
y otra vez, hasta hacerme daño. Cuando, como yo, se tienen veinte
años... ¡se piensa pronto y se sufre mucho!
Mas, felizmente, todos
mis desasosiegos se han calmado, todas mis dudas han desaparecido,
al recibir su atenta carta y su hermoso libro.
Sus versos llenos de
tristeza hablan al corazón y al cadencioso vibrar de las notas
melancólicas de Schubert. Recordaré esas estrofas en las que vaga
el perfume delicado y suave del alma de su autor.
Si le dijese a U. que
una parte de su libro me gustaba más que la otra, mentiría. Cada
una tiene su encanto, su nota gris, su lágrima y su
sombra...
Sí puedo decirle que
desde entonces no puedo quitarme de la cabeza muchos de sus versos.
Me parece reconocer a mi alrededor los jardines, los árboles, las
nostalgias de las que habla en sus poemas. Como si fuera aquí, a
este lado del océano, donde U. ha sufrido y gozado tantos bellos
sentimientos.
¿No le pasa también a
U, al mirar el mundo, que lo siente hecho de los ingredientes de
los libros que lee? ¿No le parece reconocer en los transeúntes a
los personajes de ciertas novelas, las criaturas de ciertos
autores, los atardeceres de ciertos poemas? ¿No siente a veces como
si pudiera leer la vida, igual que se pasan las páginas de un
libro...?