Alguien grita su nombre. Está atravesando el Jirón de la Unión, y en medio del trajín de los paseantes tarda un poco en reconocerlo. Al fin lo ve salir de una taberna próxima, con el paso vacilante y la cara sonrosada por el alcohol. El licenciado Cristóbal.
«Vaya, vaya. Quién aparece por aquí. Si es el primito solícito.»
Eso dice. Y luego:
«Tanto tiempo sin visitarme. Creí que estaba usted muerto, amigo.»
«No, no estaba muerto», responde Carlos, como si hiciera falta aclararlo. «Es sólo que últimamente he estado muy ocupado.»
Y seguramente es cierto. Lleva casi tres meses evitando pasar por la Plaza Mayor precisamente para no tener que encontrárselo, y esa cautela le ha obligado a dar muchos rodeos complicados y agotadores en los que ha consumido mucho tiempo. Así que es cierto que no le ha faltado trabajo.
Tiene un libro bajo el brazo, y Cristóbal lo toma con brusquedad.
«Veamos esas lecturas... ¡Ah! Introducción al Derecho Canónico. Bien, bien. Por un momento creí que se trataba de una novela romántica. Temía por usted; pero con esta clase de libros no hay peligro...»
«No, no es una novela romántica», contesta Carlos, confirmando otra vez lo evidente.
Pero el licenciado quiere hablar de eso: de novelas románticas. Le gustaría saber qué es lo que pasó con la primita. Si cazó finalmente a su poeta español. Y, sobre todo, añade con una sonrisa, qué es lo que hizo mal para perder a su mejor cliente. Carlos se esfuerza también en sonreír. No hizo nada malo, contesta, no debe preocuparse por eso; lo que sucede es que en los últimos meses la relación con su prima se ha enfriado un poco.
Hace una pausa, carraspea. Está buscando un pretexto para despedirse y seguir su camino, pero el licenciado interviene sin dejarle tiempo de encontrar uno. Tiene el ceño fruncido.
«Así que andan reñidos.»
«Algo así.»
«Y usted, claro está, no sabe cómo están sus cosas con el poeta. Si dura la relación o no dura.»
«No.»
Cristóbal ha comenzado a desenvolver un habano. Mira atentamente el movimiento de sus propios dedos, como si el proceso se hubiera convertido en una tarea muy difícil o como si reflexionara.
«Bueno. No nos preocupemos por ella. Seguro que ha encontrado a alguien que la ayude, ¿no le parece? Por ejemplo ese amigo suyo, el que no la quiere bien...»
Carlos no sabe qué contestar.
«Sí..., supongo que sí... Y ahora si me disculpa, señor licenciado, llego tarde a unas clases en la Universidad...»
Cristóbal lo toma por el hombro con campechanía.
«¡Qué lástima! Pensé que charlaríamos un rato... Pero no quiero entretenerlo, claro. Debería usted visitarme alguna vez. Me tiene abandonado, amigo. Venga y beberemos pisco y charlaremos sobre el amor, ya lo creo.»
«Seguro que sí, señor licenciado. Aunque la verdad es que ahora...»
«Y sobre las tapadas, claro está. ¡Me quedan tantas cosas que contarle sobre eso! Algunas le sorprenderían mucho, me parece a mí. Por ejemplo, ¿le expliqué por qué querían prohibir la saya y el manto en la época del virreinato?»
Carlos intenta zafarse tímidamente, pero la mano del licenciado se aferra a su hombro con firmeza.
«¿Para evitar que las casadas coquetearan?»
Emplea el mismo tono con que contesta a las preguntas del catedrático en el aula.
«¡Sí! Ahora recuerdo que eso ya se lo dije... Pero hubo otra razón que olvidé mencionarle...»
«Cuál», pregunta Carlos. Así, sin interrogaciones, sin curiosidad alguna. Sólo mira el fondo de la calle en la que desea perderse.
«Pues querían prohibir la saya y el manto, vea usted la ocurrencia, porque al parecer empezaron a vestirlas también algunos cabros... ¿Qué le parece?»
«¿Los cabros?»
«Claro, los cabros..., los bujarrones, se entiende. Imagínese: mariposillas que antes de salir de casa se disfrazaban de damitas hermosas para ganarse en el camino los besos de algunos galanes... ¿No le parece para morirse de risa?»
La expresión de Carlos se hiela, pero el licenciado continúa hablando. Sonríe de una forma extraña; la clase de sonrisa que sólo puede pertenecer a un lunático o a un clarividente.
«¡Hombres disfrazados de mujeres!» Aprieta el hombro de Carlos todavía más fuerte. «¿Qué le parece? No me diga que no es como para escribir una novela... Cuénteselo de mi parte a su Georgina cuando la vea, que seguro que no es tan tarde. Pero sobre todo felicítela por esa caligrafía suya, tan de muñeca...»
Sólo entonces afloja su brazo, sin dejar de sonreír. Antes de alejarse le propina dos palmaditas condescendientes en el hombro. Es un gesto seco, familiar, que Carlos reconoce muy pronto. El ruido de la mano de un hombre al descargarse sobre el hombro de un niño.
El cielo de Lima
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