Lima, 5 de diciembre
de 1904
Estimado
amigo:
Me pregunta U. cómo es
Lima. A qué se parece esta querida ciudad mía, que algunos llaman
Perla del Pacífico, o Ciudad de los Reyes, o Tres Veces Coronada
Villa, en honor a alguna historia antigua que no recuerdo. Me pide
U. que le hable de todo eso, y a mí se me figura que el mejor modo
de hacerlo es imaginar que está U. aquí conmigo. O mejor aún:
imaginar que ambos estamos en lo alto del campanario de la
Catedral. Desde lo alto podría ir señalándole con el dedo cada uno
de los rincones de mi ciudad, sus bellezas...
O todavía mejor: ¿no me
dijo que era aficionado a la pintura? Imagine, entonces, que le doy
las instrucciones para que pinte un paisaje. Esta vista hermosa
desde el cielo de Lima, siempre neblinoso, cambiante, tan propicio
para las invenciones y fantasías... Suponga, si lo desea, que ese
cuadro lo pintamos juntos. Y que, como todos lienzos, en esta forma
mía de pintárselo, de agregar colores y texturas, también hay algo
de retrato que me representa a mí misma.
Imagine primero una
retícula de calles y casas, tan perfecta que puede usted trazarlas
con escuadra y cartabón. ¿La tiene? Desde lejos parece la
cuadrícula de una colmena o el enrejado de una celosía. Pero basta
agudizar un poco la mirada y entonces toda su geometría se resuelve
en vida, en azoteas y toldos, en balconadas historiadas, los arcos
de la Municipalidad, la placita del 2 de Mayo, el camino del río
Rímac al precipitarse al océano.
Todo cuanto ve ahí, a
sus pies, es mi querida Lima. Sus límites los cercan, como ve, una
buena porción de cerros y parajes amarillos. Un amarillo dorado y
hermoso que U., estimado amigo, tendría que buscar muy a fondo en
su paleta; pues no es ese amarillo de melancolía y muerte que
preside sus poemas, sino un amarillo de vida, tonalidad hoguera.
Del color del sol que nuestros antepasados incas adoraban hace
tanto tiempo.
Acá todo, hasta los
colores, significa otra cosa.
¿El mar? No lo pinte
tan cerca, por favor. Aléjelo todavía unos centímetros de lienzo,
es decir, dos leguas largas. La llaman Perla del Pacífico, es
cierto, pero es un nombre engañoso, porque Lima es más bien una
joyita tímida, una gema que se aleja un tantito del océano sin
atreverse a perderlo de vista nunca, como si al mismo tiempo
temiera y deseara sus aguas. Píntelo de azul, pero de un azul que,
me figuro, tampoco será el azul de los mares de España. Y sitúe, en
la lejanía, un puerto, y llámelo el Callao, y desperdigue por sus
dársenas algunos transatlánticos; enormes saurios cubiertos de
vapor y herrumbre pero en cierta forma hermosos, porque son, al fin
y al cabo, quienes traerán y llevarán esta carta...
Más allá, en algún
punto del horizonte, está mi casa, una más de las muchas quintas de
Miraflores. Y tal vez sea mejor así, que U. no pueda verla. Le he
dicho que el modo en que uno mira una ciudad representa el alma de
esa persona; pero no es menos cierto que una casa tiene el espíritu
de las personas que lo habitan. ¡Y yo me siento tan lejos de sus
paredes...! Tan extranjera de mi dormitorio y hasta del cenador
donde veo pasar las horas, que ya ve, se me hace mentirle incluso
llamarla mi casa. Adentro todo son normas y correcciones, tan
inflexibles que parecen como trazadas por esa misma escuadra y
cartabón con que se dibujan las calles. Una celosía que a ratos se
diría jaula, con los barrotes hechos de reverencias de criados; de
sermones de un padre que no encuentra propio esto o aquello; el
vestido de montar y el de recibir visitas; cenas larguísimas donde
siempre parece sorberse el mismo plato de sopa. Lecciones de manual
de corrección de señoritas, que saben tanto de protocolos y tan
poco de la vida... ¡Es tan doloroso a veces ser mujer, ser hija,
ser nadie...!
Si U. quiere conocer mi
alma, no debe mirar esa casa. Ni tampoco las avenidas geométricas
que le señalo, rígidas como las instrucciones de un tutor severo.
Yo no soy yo misma en mi casa sino lejos de ella; muy lejos también
de ese corazón de la ciudad que recorren tantos caballeros con
chistera y señoritas con sus vestidos de calle. Yo, para mis
paseos, anhelo una Lima diferente y desconocida. Porque para seguir
pintando su cuadro ha de saber, mi querido Juan Ramón, que en
ciertos márgenes del lienzo esa retícula rigurosa de la que le he
hablado de pronto se alborota, se atormenta, se llena de
accidentes, de sinuosidades, de requiebros, de respingos. Son los
barrios humildes, y a mí me gusta tanto pasear por ellos, por esas
veredas de tierra donde nadie tiene que aparentar nada. Donde las
gentes se gritan sus cosas con palabras humildes y verdaderas, y
una puede detenerse a mirar un crepúsculo o una flor que crece
entre los morrillos sin ser molestada. Mi alma se parece más a esas
callecitas que terminan en ningún lado; a esos solares pintorescos
de donde regreso con los bajos de los vestidos tiznados de polvo y
la satisfacción de haber vivido algo real, algo
hermoso...
¡Ya ve usted qué
extraños secretos le confieso, amigo mío...!