Cualquiera que los viera paseando juntos
—por ejemplo desde lo alto de una buhardilla— pensaría que son
amigos. De hecho, tal vez lo sean. Todo depende de si se cree
posible la amistad entre hombres ricos y hombres que tienen que
ganarse la vida; entre protagonistas y personajes secundarios;
entre jóvenes con trajes de lino y viejos con la chaqueta de pana
tiznada de lamparones. Ellos, al menos, parecen confiar en ese tipo
de amistades, y por eso algunos días Carlos lo acompaña a la
taberna a despachar el pisco del mediodía. Es que el alcohol me
aviva el ingenio, explica el licenciado; por eso apenas vienen
clientes hasta la hora de la comida. Los enamorados, que todo lo
perciben, saben que hasta que no estoy borracho no escribo las
mejores cartas.
Cuando beben, Carlos tiene prohibido nombrar
a Georgina. A Cristóbal no le gusta juntar las cartas con el
alcohol, es decir, el trabajo con la vida. En su lugar hablan de
otras muchas cosas, o más exactamente es Cristóbal quien habla
mientras Carlos escucha. Habla de las últimas tapadas limeñas que
conoció de niño. Habla de la ética de los escribidores, que es
compleja y rigurosa como la de un sacerdote, pero que en último
término se reduce a un solo principio: nunca, nunca nadar a
contracorriente del amor. Habla de las muchas anécdotas memorables
que le ha deparado su profesión; como aquella vez que una enamorada
vino a encargar respuesta para la carta que él mismo había
caligrafiado esa mañana.
Carlos lo escucha con paciencia. Tal vez
porque esas anécdotas le ayudan a escribir su propia novela. O
porque es cierto que poco a poco están haciéndose amigos. O quizás
sólo porque es la única persona con la que siente que Georgina está
viva; que de algún modo existe realmente.
«¿Sabe? Hubo un tiempo en que quise escribir
novelas y luego venderlas de a poquito, de puerta en puerta.»
«¿Y por qué no lo hizo?», pregunta
Carlos.
«Bueno, un poco sí que me hice escritor, ¿no
le parece? Tantos amores como he inventado... Cuentan que, cuando
se publicaron Las desventuras del joven
Werther, más desventurados aún fueron los jóvenes alemanes que
lo leyeron. Quedaron tan impresionados por la desesperación del
protagonista que al parecer se desató una ola de suicidios por todo
el país. Ya ve: los alemanes, tan pragmáticos, volándose la cabeza
por amor; bueno, por Goethe, se entiende. Pero no menos mérito
tiene lo mío, que he conseguido que un centenar de limeños se casen
no con sus esposas y esposos, sino con mi obra... Hay que tener, ya
lo ve, mucho cuidado con las palabras...»
Porque ése era otro de sus temas favoritos:
las palabras.
«La gente común cree que mi trabajo viene a
ser una especie de comercio, un simple intercambio... Los clientes
ponen los sentimientos; yo pongo las palabras. Digamos que la cosa
la resumirían de ese modo, al menos en sus cabezas... ¡Si fuera tan
sencillo!»
«¿Entonces no es así?»
El licenciado finge horrorizarse.
«¡Claro que no! Es decir, probablemente sea
así para los analfabetos. Vienen a mí con una carta que no pueden
leer y un papel para contestarla, y yo soy sus ojos y soy sus
manos. Hasta ahí, bien. Pero con los señoritos es otra cosa.
Pongamos, por ejemplo, que el cliente es usted, y viene a que le
escriba una carta de amor. Porque usted sin duda escribe y lee
bien, y hasta muy bien, pero no sabe qué decirle a su enamorada.
Pongamos. Para usted el comercio se plantea como decíamos hace un
momento: por un lado los sentimientos, por otro las palabras. Muy
fácil, o eso parece. ¡Pero no es así, ni de lejos! Porque usted,
antes de que yo le dé esas palabras, en realidad no tiene nada. No
me mire así: nada. Siente algunas cosas, no digo que no, que son
apenas los síntomas de una enfermedad: pulsaciones rápidas, apatía,
sudoración, melancolía, confusión, episodios de júbilo, vahídos,
ahogos, postración, sensación de irrealidad..., ya sabe, el
numerito completo. Y tiene también una inclinación natural, claro:
los sentimientos de un perro que quiere encaramarse a una perra, ni
más ni menos. Pero el amor, ¿dónde está? No está, todavía, porque
nadie le ha puesto palabras. El amor es un discurso, amigo mío, es
un folletín, una novela, y si no se escribe en la cabeza, o en el
papel, o donde sea, no existe, se queda a medias; no pasa de ser
una sensación que se creyó sentimiento...»
«Pero usted...»
«Yo lo escribo. A eso vienen, en realidad,
los galanes y las enamoradas, y por eso esperan una hora larga bajo
un sol de justicia. Vienen a que les escriba ese sentimiento, a que
les enseñe lo que debe ser el amor, lo que deberían sentir. En esto
consiste el negocio. Lo importante no es tanto contentar al
destinatario, que al fin y al cabo no conozco, sino al cliente, que
viene por su romance como un lector fiel va por el último fascículo
de su novela por entregas. Cuanto más desgarrado es ese amor que
invento para ellos, cuanto más desgraciados los hago en el papel,
más contentos se marchan. ¡Si usted los viera, tan felices de
sentir todos esos dislates! Porque a partir de entonces los
sentirán de veras, y eso es lo que cuenta. Y lo mismo los
destinatarios, que también quieren que alguien le escriba una
historia hermosa, y están dispuestos a enamorarse de quien lo
consiga. Se miran en el espejo de la carta del otro: si les gusta
lo que ven, asunto resuelto. Y cuando se casen, si se casan, puede
que alguna noche ambos se sienten al fuego del hogar para leer las
cartas que se enviaron, y entonces recordarán, creerán haber vivido
esa historia de amor tempestuoso que inventé para ellos...»
Carlos se remueve intranquilo en su
taburete.
«Pero eso que dice no puede ser... Tiene que
haber algo más... Quiero decir... que el amor es algo más que
palabras, ¿no?... Tiene que ser..., es algo que nace de muy dentro,
que no puede traicionarse...»
Se golpea el pecho con pasión cuando lo
dice. Pero Cristóbal acoge la interrupción con un gesto
desganado.
«¡De adentro! Y hace un siglo, cuando las
niñas de trece eran comprometidas con vejestorios de sesenta y
ninguna de esas beldades protestaba ni tantito, dígame, ¿es que no
tenían adentro las mismas vísceras que usted? Le diré lo que
pasaba: que por entonces no se leían novelas románticas, o sea, que
nadie les había dado a las niñas las palabras adecuadas para sentir
otra cosa distinta de la que sentían.» Se detiene; le da una
palmada en el hombro. «Desengáñese, amigo mío: el amor, tal y como
usted lo entiende, lo ha inventado la literatura, lo mismo que
Goethe le regaló el suicidio a los alemanes. No somos nosotros los
que escribimos novelas, sino las novelas las que nos escriben a
nosotros...»
El licenciado apura su vaso de un largo
trago. Luego lo mira con curiosidad, como si por primera vez
reparara en su existencia.
«¿Y usted?»
«¿Yo, qué?»
«Qué va a ser, hombre de Dios. Si no hay
ninguna mujer por ahí. Una prometida, una amante, lo que sea. Le
advierto que si viene a que le invente una historia bonita y
apasionada se la regalaré con gusto. Le he cobrado cariño.»
Carlos agita débilmente la mano, como si
algo en la pregunta no fuera pertinente.
«No, yo... En realidad no tengo nada.»
Cristóbal se arma un cigarro mientras
escucha.
«¿Y cómo así? Quiero decir que usted es un
buen partido, no le faltarán candidatas... Al menos tendrá proyecto
de casarse, digo yo.»
«Sí, pero ahora no es tiempo de pensar en
eso, sino en mis estudios... Además, mis padres...»
Se detiene, desvía la mirada.
«Sus padres, ¿qué?»
«Ellos sabrán encontrar a la mujer que me
convenga», dice al fin, reuniendo el aplomo que le falta.
«¡Ah! Ya veo», sonríe, con el cigarro ya en
la boca. «En eso mi talento se queda inútil, claro... De todas
formas, hace bien en tomárselo así. Los amores arreglados son los
más felices, si es que a uno no se le llenó la cabeza de ciertas
palabras, claro... Así que, si quiere conservar ese sosiego, hágame
caso: ¡por nada del mundo lea novelas de amor! Esas palabrejas le
amargarían el matrimonio por menos de nada...»
Durante un tiempo Carlos no responde nada.
Mira fijamente el vaso que el licenciado acaba de vaciar.
«¿Y Georgina?», dice al fin, con un metal de
voz que no parece pertenecerle. «¿Entonces ella tampoco ama?»
El licenciado Cristóbal ríe tan fuerte que
se le cae el cigarro a la mesa, y de ahí a los baldosines del
suelo. Cuando se agacha a recogerlo todavía está riendo.
«¡Oh, no! Su prima ama, por supuesto que
ama... Pero es que, al contrario de usted, ella sí ha leído
demasiadas novelas...»