Sandoval lleva meses prometiendo una huelga
que paralizará todo el Perú. Los estibadores del puerto y los
maquinistas del ferrocarril, alzándose como un solo hombre para
socavar juntos los cimientos del capital. Esa huelga nunca llega,
pero Sandoval sigue amenazando con ella cada tarde en el club, como
si fuera cuestión de días o de minutos que la revolución social
finalmente estallase. Los parroquianos han aprendido a escuchar sus
peroratas con escepticismo. El rito se repite cada día de forma
casi idéntica, desde que hace sonar la campanilla de la puerta
hasta que se afloja el corbatín para comenzar a hablar. Sandoval
entregando al mozo su gabán, su sombrero y sus guantes, cuidando de
dejar al descubierto las manchas de tinta y las callosidades de las
manos; buscando un taburete en el que recargar uno de sus botines
mientras habla, con el gesto entre solemne y ridículo del
estudiante de esgrima que se dispone a propinar una estocada. Son
gestos estudiados, que pretenden dar tiempo a que los curiosos se
acerquen, pero la mayoría están ya cansados de esperar esa huelga,
esa revolución que nunca llega y a nadie importa. Aun así Sandoval
no se rinde y sigue preparando arengas que apenas logran imponerse
por encima del ruido de los marfiles de billar y el entrechocar de
las lozas contra el mármol.
Porque la huelga, y con ella el fin del
capitalismo, está de hecho escrita. En realidad todo está ya
escrito en las páginas de Bakunin y de Kropotkin, de modo que el
futuro de las naciones no ofrece ningún secreto para los hombres de
entendimiento. En su lenguaje, hombre de entendimiento significa
anarquista. Y bastaría con que ese anarquista hipotético se sentara
a observar las señales para comprender el porvenir del Perú y aun
del mundo entero. ¿Querrían ellos, tal vez, escuchar esas
predicciones?
Nadie contesta. En su ángulo del salón no
hay más que siete u ocho parroquianos, que prestan una atención más
bien distraída, refugiados tras sus periódicos desplegados y sus
copas de whisky. Sandoval recorre sus rostros con la mirada,
suplicando un apoyo, un gesto de aprobación que sirva de asidero
para el resto de su discurso. Y como no lo encuentra, simplemente
continúa hablando. Estamos en 1904, dice, y a partir de ahí
comienza sus cábalas, basadas en la distribución de los grandes
hitos de la Historia en períodos quinquenales. Cinco años más
tarde, es decir, 1909, y se conseguiría la jornada laboral de ocho
horas. Diez años más tarde, es decir, 1914, y estallaría una gran
guerra entre todos los países del mundo. Una guerra que pasaría a
la Historia por ser la primera a la que nadie va a combatir, porque
por fin los proletarios habrían comprendido que sus enemigos no
estaban al otro lado de las trincheras; que a pesar de la Alsacia y
la Lorena, el francés rico siempre sería en último término hermano
del capitalista alemán, lo mismo que a despecho de Tacna y Arica,
el azucarero peruano debía ser en realidad amigo y compatriota del
hacendado chileno. Veinticinco años más tarde, es decir, 1929, y el
espejismo del capital se derrumbaría en una explosión que
precipitaría a todos sus millonarios por las ventanas. Treinta y
cinco años más tarde, es decir, 1939, y estallaría otra guerra a la
que ésta vez sí que irían los proletarios a combatir, porque por
primera vez los contendientes no serían las naciones sino las
clases sociales. Cuarenta años más tarde, es decir, 1944 —año
arriba, año abajo— y los comunistas se enfrentarían por primera vez
a los anarquistas —porque hay que ser sinceros y reconocer que los
comunistas son en último término tan peligrosos como los
capitalistas, confiesa Sandoval en un susurro, y para colmo mucho
más organizados—. Ochenta y cinco años más tarde, es decir, 1989, y
los últimos cimientos del comunismo serían derribados. Justo un
siglo más tarde, es decir, 2004, y no ocurriría nada digno de
mención; todo el mundo sabe que pocas veces la realidad consiente
las cifras redondas para alumbrar sus grandes hitos. Un siglo y
diez años más tarde, es decir, 2014, y ahora sí, por fin el
anarquismo habría logrado derrotar a sus últimos enemigos e
imponerse en los rincones más remotos del globo. El fin de la
Historia.
A Carlos no le interesa la política. Ni
siquiera conoce del todo bien el significado de palabras como
«anarquismo», «medio de producción» o «marxismo». Pero hay algo en
la pasión con que Sandoval se dirige a su auditorio que lo atrae
instintivamente. Por eso a veces interrumpe sus partidas de billar
o su conversación con José para escucharlo; para saber por ejemplo
cuándo morirá finalmente la fe en Dios —hacia 1969, tras el último
concilio católico que se celebrará en honor a Friedrich Nietzsche—.
Y es precisamente al escuchar a Sandoval cuando se plantea por
primera vez que del mismo modo que la Historia tiene un final,
también debe tenerlo su novela, y ese desenlace que no puede ni
siquiera imaginar le atrae y le asusta al mismo tiempo.