Su novela aún no tiene título ni argumento
definido. Sólo conocen el nombre de sus dos protagonistas y los
escenarios que los cobijan: una Lima real y un Madrid vagamente
imaginado desde el otro lado del Atlántico.
Al principio es una comedia. Al menos lo
parece. En sus primeras páginas hay ricos que fingen ser pobres y
hombres que se hacen pasar por mujeres y orinan de cuclillas en
avenidas desiertas. Hay equívocos, hay risas, hay ratas golosas que
anidan en las sacas de la correspondencia; hay botijas de pisco y
de chicha. Un gran poeta es engañado como un niño y dos niños
parecen grandes poetas. Hay también envidia, pero una envidia al
fin y al cabo sana, divertida; y con ella la moda entre los
señoritos limeños de escribir a sus autores favoritos haciéndose
pasar por ingenuas enamoradas.
Y tal vez para acoplarse a este espíritu
jovial las cartas de Georgina y Juan Ramón son también desenfadadas
y ligeras, como notitas intercambiadas por escolares. Para José y
Carlos, los autores de la comedia, es una época feliz, en parte
porque escribir les divierte mucho, en parte porque se sienten
protagonistas de su propia novela. Alguien debería decirles que no
lo son, que la única protagonista es Georgina, aunque probablemente
se trate de una tarea inútil. Son jóvenes, están llenos de
ambiciones y sueños; todavía les resulta inconcebible imaginar que
haya alguna historia en el mundo de la que no sean
protagonistas.
Más tarde llega la revelación. Descubren que
después de todo estaban equivocados. No se trata de una comedia. No
lo ha sido nunca, aunque las borracheras y las bromas y las niñas
cieguitas escribiendo a Yeats les hicieran creer lo contrario. Es
una historia de amor, semejante a tantos hermosos libros, y
solamente ellos pueden escribirla. Una novela epistolar a la altura
del Werther de Goethe y de la Pamela de Richardson; quién sabe si aún mejor que
ambas, pues el suyo será el primer libro de la Historia habitado
por personajes de carne y hueso. Cada carta enviada o recibida
corresponde a un capítulo de esa novela. Juan Ramón, Georgina, los
amigos y parientes a los que ambos nombran; todos son personajes
invitados a formar parte de sus páginas. El poema que el Maestro
escribirá a su amada algún día, el desenlace perfecto. Y ellos son
los autores, claro: novelistas sesudos que se encierran en la
buhardilla para discutir los pormenores de la trama. Dicen, por
ejemplo: «En el quinto capítulo la heroína se nos ponía demasiado
dramática: conviene rebajar un poco la tensión en el séptimo». O
bien: «Repasa otra vez el último capítulo: he encontrado un
problema de verosimilitud en el primer párrafo».
Es verdad que todavía parece un juego. Pero
en cierto modo es lo más serio que han hecho en su vida.
Por supuesto mientras tanto ocurren otras
muchas cosas. No olvidemos que un barco tarda no menos de treinta
días en atravesar el Atlántico. Todo es en realidad lento en 1904,
desde la duración de un luto hasta el tiempo que toma posar en una
fotografía. Así que en las largas esperas la vida de José y Carlos
continúa, con sus mañanas de novillos, sus tardes de buhardilla y
sus noches de club; sus veladas de teatro y conciertos; sus tardes
de sol y baños de ola en la playa de Chorrillos; sábados de apostar
en el coliseo de gallos de Huanquilla o en el hipódromo de Santa
Beatriz o en las mesas de billar; domingos de iglesia y de
paciencia viendo dar las horas en el reloj de la salita; fines de
semestre falsificando boletines de calificaciones; tardes de
primavera paseando por el Jirón de la Unión calle arriba y calle
abajo; primer y tercer miércoles de cada mes dando y recibiendo
visitas, tomando chocolate caliente y bizcochuelos, haciendo
reverencias y escuchando recitales de piano, hablando del tiempo o
de las ventajas de viajar en tren con damitas remilgadas que algún
día podrían ser sus esposas. Eso es lo que antes llamaban vida y
ahora parece sólo un sueño pegajoso y lento, que les ahoga con su
exasperante discurrir de gota a gota. Como si el mundo se hubiera
quedado sin cuerda y sólo sus cartas supieran conservar su ritmo.
Porque ahora la verdadera vida consiste en esperar a que el
transatlántico atraque en el puerto del Callao y descargue su
provisión de cartas del Maestro. Hablar en el club de su novela de
carne y hueso, y ver cómo entre los parroquianos decae poco a poco
el interés por la huelga de estibadores de Sandoval, que no termina
de arrancar nunca. Escribir la siguiente carta.
Para perfeccionar su trabajo incluso se
hacen con un libro titulado Consejos para un
joven novelista: un volumen de más de setecientas páginas que
da pocos consejos y muchas órdenes, y cuyo joven destinatario
parece más bien un erudito de ochenta años. El autor, un tal
Johannes Schneider, recurre a menudo a las palabras «disección»,
«exhumación», «análisis» y «autopsia». No podría esperarse una
sinceridad mayor, pues efectivamente el libro se ensaña con rigor
prusiano en el descuartizamiento de la Literatura Universal, hasta
conseguir que todo cuanto ésta tenga de insólito o hermoso agonice
bajo su escalpelo. Intentan turnarse para leer en voz alta, pero
siempre acaban quedándose dormidos. No pasan del consejo ciento
catorce. Y una noche de inspiración deciden encender el brasero de
la buhardilla con una de las páginas, tímidamente al principio, y
cuando la ven arder ya no pueden detenerse. Queman entre risas los
setecientos consejos, hoja a hoja, en una fiesta que tiene algo de
ritual pagano, de liberación de lo viejo y advenimiento de lo
desconocido: una nueva literatura que no tendrá páginas con que dar
calor, sino sólo hechos y acciones que dejarán su huella en la
carne y la memoria de los hombres. Piensan en eso mientras el fuego
oscila y tiembla, y las risas van poco a poco apagándose con él;
mientras en algún lugar el gato corretea y maúlla; mientras
escaleras abajo los chinos comen o sueñan o entonan viejas
canciones del Río Amarillo, o simplemente trabajan para seguir
viviendo sin pensar en nada, sin descubrir todavía que ya han
comenzado a olvidar los rostros de sus madres y esposas.