Dos empleados de correos, un oficial de
aduanas que rasga un poco el envoltorio del paquete para verificar
que no contiene mercancía de contrabando; otro saco en el que las
malas noticias —defunciones, abortos, reclusiones imprevistas en
balnearios y casas de reposo; una luna de miel que termina con las
joyas de ella apostadas y perdidas en el casino de Estoril— vuelven
a ser más abundantes que las buenas noticias —un viajero que llegó
sano y salvo; un indiano que acepta reconocer a su hijo mestizo—.
Por el mar a Montevideo en una bodega sin polizones ni ratas; del
barco a la oficina de postas y de ahí de nuevo al muelle para
embarcarse a Lima, esta vez por el camino correcto, pues el
empleado de correos miope ya se jubiló y disfruta de un retiro sin
gloria en el barrio de Pocitos; del puerto de Lima a la estafeta de
correos, y ocho manos más tarde en el zurrón del mismo mozo de
cuerda, que vuelve a cobrar medio sol y otro pellizco en el culo de
la criada. Sólo que esta vez el paquete no le cabrá en el sostén y
se contentará con abandonarlo sobre el escritorio del señorito
José, sin molestarse en mirar esos garabatos que de todas formas no
sería capaz de entender.
...He recibido esta
mañana su carta, tan bella para mí, y me apresuro a enviarle mi
libro Arias tristes, sintiendo sólo que mis versos no han de llegar
a lo que usted habrá pensado de ellos, Georgina...
Esa misma noche celebran por las tabernas su
libro firmado y la carta de puño y letra del Maestro. Invitan a sus
amigos, otros poetas tan pobres como ellos que van llegando en sus
coches de caballos, y mientras les ayudan a quitarse los gabanes
dicen beban, beban cuanto quieran, esta noche Georgina Hübner les
convida. Después vienen las explicaciones, y los brindis, y la
carta leída en voz alta; los que se creen la historia y los que no
se la creen, menos chanzas, Carlitos, no es posible que esos
melindres los haya escrito el autor de Ninfeas
y Almas de violeta. Pero luego ven sobre la mesa la firma del
poeta, y ese libro que sólo puede encontrarse en las librerías de
Sol y las Ramblas, y comienzan las palmadas en la espalda y las
risas con la boca abierta.
La carta de usted es
del 8 de marzo, a mí no me ha venido hasta hoy; 6 de mayo. No me
culpe de la tardanza. Si usted me envía siempre su dirección —en el
caso de que vaya a cambiar de domicilio—, yo le mandaré a usted los
libros que vaya publicando, siempre, claro está, con el mayor
placer...
Las opiniones son que hay que contestar la
carta, que no hay que contestar la carta, que Georgina debe
corresponder a la gentileza del Maestro con una fotografía o cuanto
menos unas postalitas de Lima; que los grandes poetas no merecen
burlas y hay que confesar cuanto antes la verdad, que qué se saca
con la verdad, que deben dejar la broma antes de que la cosa acabe
mal; que la cosa acabará mal, y qué importa. Al final es José el
que se pronuncia dando un sonoro puñetazo sobre la mesa: yo digo
que contestemos, carajo. Y contestarán, pero eso será ya al día
siguiente, cuando visiten la buhardilla en el sopor de la resaca,
armados con el papel perfumado de rosas que han comprado para la
ocasión.
Esta noche prefieren divertirse. Ensayar
respuestas al poeta primero más o menos sensatas y luego cada vez
peor aconsejadas por el alcohol y la euforia. Salir a la madrugada
de Lima recitando a coro las Arias
tristes, que con una botija de chicha en la mano ya no parecen
tan tristes. Y después —pero hay que perdonarlos, porque para
entonces ya son mucho más borrachos que poetas— empezar a tratarse
de damas y señoritas; llamarse unos a otros «¡Georgina!» a voz en
grito, y aflautar la voz, y arremangarse las faldas que no llevan,
y fingir vahídos y desmayos, y por último orinar de cuclillas,
todos juntos y muertos de risa, en la rosaleda de los
Descalzos.
... Gracias por su
fineza. Y créame muy suyo, que le besa los pies.
Juan Ramón
Jiménez.