Esa noche recorre todos los burdeles de la ciudad, sin pensar en nada. A su alrededor ve putas que esperan, putas que fuman, putas que hablan a gritos con sus rufianes, putas que conversan o ríen o lloran —una, molida a golpes en un basural del Callejón del Romero—; putas que dan besos al aire, putas que suspiran, putas que miradas atentamente resultan ser putos, putas que regatean, putas a las que basta con dar un silbido para llevar a la cama o a los adoquines del suelo; putas con habitación o sin habitación, con madame o sin madame, todavía con dientes o ya sin ellos. A veces lo reclaman al verlo pasar. Le llaman Señor o Excelencia —aun en la oscuridad ven relumbrar la cadena de oro de su reloj— y le ofrecen pasar la mejor noche de su vida. Carlos se excusa ladeando su sombrero y cambia de acera.
No sabe qué es lo que busca. Va bebiendo a pico de una botella de whisky que compró en alguna parte, y los constantes tragos hacen esa incertidumbre un poco más soportable. Es un viaje largo, de Tajamarca al Huarapo y de allí al Panteoncito, Barranquita, Acequia Alta, Monserrate. En algún momento le sobrecoge un pensamiento, doloroso como una bofetada: en ninguna parte, ni siquiera aquí, podrá encontrar nunca a Georgina. Luego sigue bebiendo y también eso lo olvida. La medianoche lo sorprende en uno de los prostíbulos de Panteoncito, completamente borracho y sentado en un tresillo mientras la madame va a buscar a las chicas.
Las chicas también se acuestan con los clientes por dinero, pero llamarlas putas tal vez sería exagerado. Al menos eso es lo que piensa Carlos cuando las ve bajar por la escalera, con sus vestidos largos y sus guantes de cabritilla. Putas son las otras, esas mujeres sórdidas que ha visto ofrecerse en la calle, que saturan las penitenciarías en vísperas de elecciones presidenciales y se dejan hacer tras los ortigales de Colchoneros por unos cuantos níqueles. Ellas, en cambio, con su disfraz de señoritas con clase, parecen damas miraflorinas sorprendidas en mitad de una de sus cenas de gala. Y la madame —aunque tal vez llamarla madame sería exagerado— se las va presentando una a una con fingido entusiasmo.
«...Esta es Cora, la joven heredera de las incas, nieta del nieto de la nieta del mismísimo Atahualpa...»
«...Esa que guiña un ojo es Catalina, tan rusa como el zar y tan afectuosa que haría derretir los glaciares de Siberia...»
«...Ahí está nuestra querida Mimí. Por sus venas corre la sangre lujuriosa de los franceses...»
Cada una de las chicas tiene algo así como un epíteto homérico detrás —Cayetana, de dulcísimos besos; Teresita, tímida de día y puro fuego de noche— y antes de elegir Carlos se ríe sólo de pensar en eso, en Homero y La Ilíada no tiene gracia, pero igual se ríe de su chiste para literatos borrachos.
El cielo de Lima
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