La novela termina justo donde la interrumpen sus autores, es decir, una noche de finales de 1905. Al menos eso es lo que creerán durante los quince años siguientes: que han escrito una tragedia, y que esa tragedia acaba con Georgina muriéndose. Se equivocan, pero no es de extrañar, porque nunca fueron grandes escritores, y quizás ni siquiera buenos lectores. No se han dado cuenta de que todavía falta algo, un epílogo que viene a destiempo, cuando ya no se le espera. Y después, nada.
Es 1920. Hasta hace poco, el mundo parecía una tragedia digna de las páginas de su novela. A la muerte de Georgina hay que sumar la del archiduque Fernando, y tras ella los quince millones de víctimas de la Gran Guerra; la masacre de las revoluciones de febrero y de octubre; la gripe española y sus setenta millones de apestados; la ejecución del zar Nicolás, y la zarina, y sus cinco hijos, y sus cuatro sirvientes. Pero de un tiempo a esta parte algo parece haber cambiado. Ya no hay gripe, ya no hay guerra, ya no hay revolución ni contrarrevolución. Incluso hay quienes aseguran que la joven princesa Anastasia aún vive, oculta en alguna parte de Rusia. No se trata de que ahora vaya a resucitar también Georgina; a estas alturas, Georgina está tan muerta como puede estarlo el Imperio Austrohúngaro. Pero al menos es un síntoma de que ninguna catástrofe es definitiva: de que incluso en las mayores tragedias hay un espacio para la piedad o la esperanza.
Si el final de su novela no es una tragedia, ¿entonces qué es?
El final es un poema. Pero también es una conversación; un reencuentro en un café de la calle Belaochaga. Un café que quince años antes no existía. Porque Lima ha cambiado mucho en este tiempo, y José y Carlos han cambiado con ella. Están más gordos, más viejos, mejor vestidos. El tiempo los ha vuelto de alguna forma iguales, y ahora resultaría muy difícil distinguirlos. Es más: no se distinguen en absoluto. Se han sentado juntos en un reservado de la cafetería, protegidos tras idénticas sonrisas, y es imposible saber quién pregunta al otro por sus negocios; quién contesta que van tirando, como siempre, tirando.
O a lo mejor sí es posible distinguirlos, y el problema es que la respuesta ya no importa. Que José y Carlos no sólo se parecen, sino que se han convertido, de hecho, en la misma persona.
Pero no hablan, no sonríen con naturalidad. Se dirigen el uno al otro con la rapidez un poco atropellada de aquellos que no se ven a menudo. Como si esa conversación no fuera el resultado de un encuentro dictado por la amistad o el azar, sino una cita trabajosamente concertada, después de un larguísimo silencio. Puede que eso sea precisamente lo que sucede: que llevan quince años sin tratarse y casi nueve sin verse. Y ahora tienen que resumirse el uno al otro esos años en unos minutos, en unas líneas. Las respuestas son tan predecibles como las preguntas. Ambos se han casado. Ambos tienen niños. Tal y como se refieren a ellos, tal y como los describen en unas cuantas frases, se diría que están hablando de las mismas personas. Que se han casado con la misma esposa y criado los mismos hijos. No es así, claro: cada uno tiene su propia familia, con sus propios anhelos, sus propios secretos y miserias, pero por supuesto eso no van a decirlo. Porque los burgueses no lo son tanto por lo que cuentan, sino sobre todo por lo que callan. Por la vasta extensión de sí mismos que han aprendido a cubrir tras un discreto, decoroso silencio.
Se diría, de hecho, que hasta ahora no han hablado de nada. Que todo lo que merece ser dicho, aquello que desean escuchar del otro, ha sido cubierto bajo ese mismo velo. Y así sigue siendo durante los minutos siguientes, cuando comienzan a interrogarse sin excesiva curiosidad acerca de las personas que conocieron hace ya quince años. Como dos antiguos amigos que intentaran ponerse al día. O como dos escritores mediocres, que no encuentran mejor manera para hablar por última vez de los secundarios de su novela. ¿Qué se hizo de Sandoval?, pregunta uno, y el otro contesta que durante unos años abrió y cerró periódicos, convocó y desconvocó huelgas, y ahora se postula sin esperanza como diputado en Cortes. Pero que al fin esa tontería de la jornada laboral de ocho horas cuajó, y acaba de ser aprobada en el parlamento; quién iba a decirlo. ¿Y sus profesores? La mayoría jubilados o muertos. ¿Y el licenciado? Quién sabe. Lo único seguro es que ya no viene a escribir a la plaza; que cada vez son menos los que necesitan que les escriban cartas y menos aún los que se enamoran. Porque envejecer significa precisamente eso: que alrededor haya cada vez menos enamorados.
¿Y qué hay de los demás poetas pobres? De todos se ha sabido algo; y ese algo, bueno. Además, ya no tienen que fingir que son pobres; ahora les basta con fingir que son felices. ¿Sus padres? El saldo es desigual; uno ha muerto, el otro sobrevive. Por sus madres ni siquiera preguntan: nunca fueron importantes en su novela. Hablan, al fin, mucho rato de sus negocios, de las compañías que dirigen, como si a su modo también ellos fueran personajes. Sólo que no son secundarios. De un tiempo a esta parte los bufetes, los giros bancarios y las acciones, los tratos cerrados en banquetes y cabarés, los viajes a la plantación, parecen llenarlo, protagonizarlo todo.
Luego, súbitamente, la conversación decae. Es la suya una relación paralítica, casi muerta, que hay que sostener apoyada en muchas preguntas y respuestas, en sorbos infinitos a sus tazas de café y caladas a sus cigarrillos, en sonrisas acartonadas que empiezan a doler en el rostro. Se acaba el café. Hay que decidir si piden otra cosa o si se valen del pretexto de las tazas vacías para separarse. Llegan incluso a iniciar ese gesto, el de una despedida, pero uno de ellos no se levanta del asiento. Antes tiene que hacer otra cosa: sacar un librito de poemas. Para cerrar su novela aún tiene que hacer eso: abrir el libro de poemas y posarlo sobre la mesa.
«Un regalo», dice, con el asomo de una sonrisa.
Y no hace falta más. El resto lo dice, en un grito silencioso, el título del libro.
Laberinto.
Juan Ramón Jiménez.
Toma el libro con cautela, sin hacer preguntas. Y mientras va pasando las hojas, el otro recita sin convicción explicaciones que no importan. Que se publicó en España en 1913. Que hasta ahora no habían llegado ejemplares al Perú, por culpa de la Gran Guerra. Que fue tan difícil, no se hace una idea de cuánto, encontrarlo.
De pronto, el remolino de hojas se detiene.
Se llama «Carta a Georgina Hübner en el cielo de Lima». Es un poema largo que ocupa tres cuartillas, pero de ellas sólo alcanza a leer el título. El resto lo abarca entero en un instante, con la sencillez con que se contempla un paisaje. Primero el título y después también el final, porque en la última estrofa hay unos signos de interrogación que lo atraen instintivamente; una pregunta retórica —¿retórica?— que lee una, dos, tres veces.
Después fija la vista en el espacio en blanco que viene detrás del último verso. Es un hueco vacío que sin embargo mira largamente, como si en él estuviera cifrado algo más importante que el propio poema; un silencio que en cierto modo fuera la respuesta a esa pregunta que ya no puede quitarse de la cabeza. Luego aparta el libro con la mano, despacio.
«¿No vas a leerlo?», pregunta el otro. Sonríe forzadamente, desde una complicidad que ya no existe.
No: no va a leerlo. Hay varias cosas que comprende al mismo tiempo, y una es ésa. No lo leerá, nunca. También sabe o cree saber que seguramente son versos muy hermosos; puede que los mejores que Juan Ramón haya escrito. Peor aun: sabe que ese poema que no les pertenece, ese poema que no va a leer, es también mejor que ellos mismos. Que vale más que sus esposas y sus hijos, más que sus fábricas, que el acuerdo de comercialización del nitrato de Chile, sus residencias de verano, sus amantes, su pasado y futuro. Todo eso lo comprende al mismo tiempo, sólo con mirar la última estrofa.
No sabe qué decir. Y sin embargo algo tiene que ser dicho, cualquier cosa, aunque sea inapropiada; aunque nunca será nada tan hermoso como lo que Juan Ramón ha escrito en su poema. Por ejemplo, decirle a su amigo —¿su amigo?— que pasado el tiempo ha olvidado casi por completo a las mujeres que sedujeron en aquella época, los juegos con los que se entretenían, los poemas que escribieron o que leyeron juntos, la voz de su padre muerto, y que sin embargo recuerda con absoluta precisión el rostro de Georgina. Pero no puede decirle eso, porque de algún modo sería como empezar la novela de nuevo, y él sólo quiere acabar de una vez. Cerrar el libro. Llegar por fin a la última página, y después continuar viviendo.
Para eso sólo falta escribir el final, una respuesta a la pregunta que el Maestro formula en su poema. Y él decide hacerlo precisamente ahí, en ese hueco blanco; en medio de ese silencio en el que falta un nombre. Así que arma su estilográfica y escribe, justo debajo del último verso: Carlos Rodríguez. Una rúbrica lenta y dura, que araña el papel, como si en lugar de garabatear una firma esculpiera un epitafio. Y a pesar de todo José tarda en entender, y debe repetirle la explicación una, dos veces, interrumpiendo el gesto de tender la estilográfica, de devolverle el libro: es nuestra vida, dice, esto es lo mejor que hemos hecho, lo mejor que haremos nunca, y por eso ahora vamos a firmarlo. Parece un chiste, y al escucharlo José ríe. Pero no es un chiste, es el final de su novela, es decir, algo muy serio, y cuando lo entiende su expresión se vuelve grave y reconcentrada. También él tarda mucho en estampar la rúbrica. Se cuida además de hacer la firma buena: la de los cheques y los contratos oficiales.
Luego pagarán la cuenta y caminarán juntos tres o cuatro cuadras más, hasta la esquina en donde sus caminos se separan. Antes de despedirse quizás hablen de otra cosa. Puede que intenten rebajar el tono dramático de la despedida, la solemnidad de sus nombres entrelazados en la página del libro de poemas. A eso se dedicarán el resto de sus vidas: a fingir que el final no ha llegado del todo, que aún quedan tantas cosas por esperar, que lo que viene después de ese poema y esa novela todavía tiene alguna importancia. Pero todo eso lo harán solos, de nuevo solos. Porque cuando termine el último capítulo ya nunca más volverán a verse. El final por tanto es ése: un poema, dos rúbricas, una despedida.
El cielo de Lima
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