Hace otra pausa. Da un trago a la botija de pisco. Al igual que los borradores de sus cartas, las palabras de José parecen haberse llenado de tachaduras, de silencios. Huecos por los que se deshojan página a página capítulos enteros; retazos de algo que nunca contará a Carlos, porque quizás no importa. Y la pausa es tan larga que para cuando vuelve a hablar, uno o dos de esos capítulos han volado ya. Entre medias José se ha quedado solo en su propia novela. Ha ocurrido algo así como una disolución de sociedad; una de esas separaciones de bienes que han estudiado en clase de Derecho Laboral. Tras ese reparto, a Ventura y sus amigos les ha correspondido el fumadero, las galleras, el club, los billares, los prostíbulos de Acequia Alta y los de Monserrate. A José le quedan sólo las cartas y su problema: el aprieto de cómo contestar a Juan Ramón. El continúa escribiendo, y ellos siguen riendo más o menos lo mismo en los mismos lugares, sin poemas ni compromisos ni desenlaces de novelas.
Al principio pensó en las dos alternativas que había planeado con Ventura: el final piadoso y el final picante. Una Georgina casada o una Georgina monja, para que el Maestro desistiera en sus planes de embarcarse. Pero ya era tarde para incorporar a la novela la vocación religiosa, y mucho más tarde aún para improvisar un matrimonio. Así que ni convento ni vicaría, y eso era sólo culpa de Juan Ramón, que había precipitado demasiado el desenlace. «Las grandes obras de la Literatura», decía cierto consejo del profesor Schneider, «nunca ceden a la tentación de los finales inesperados o efectistas». ¿Acaso Carlos no recordaba ese consejo, ah? ¿Es que era lógico que después de cuarenta y un cartas, tras casi dieciocho meses y ningún poema, uno de los protagonistas se propusiera nada menos que cruzar el Atlántico? ¡Pero si ni siquiera había visto una fotografía! «¿Me pregunta U. si me he enojado porque me pidió un retrato? ¡No! No me crea tan pequeña de espíritu. Espere, ya irá, pero antes es justo que me mande U. el suyo.» ¿Acaso una mujer hermosa perdería una sola oportunidad de descubrir su rostro? Georgina podía ser gruesa, o fea, o contrahecha, o picada de viruela —qué mal se aviene eso, el amor con la viruela—. O lo que era más probable, podía tratarse tan sólo de una mujer vulgar, idéntica a cualquiera de tantas españolas que pasan bajo el balcón del poeta cada mañana. Esa clase de heroísmos a ciegas, ese atravesar medio mundo para descorrer la cortina de un sueño, no se ve más que en los folletines y en las malas novelas, no me digas que no, Carlos. ¿Y cómo podía saber él, cómo podía sospechar nadie, que precisamente el Maestro iba a ser un pésimo protagonista?
Así que sólo quedaba una opción: el final que no termina, que es apenas poco más que una pausa o una página en blanco. Georgina, enferma. ¿Se atrevería Juan Ramón a tomar un barco si su amada estaba lejos de Lima, internada en una casa de reposo y rodeada de sus familiares? A José le pareció que no, así que le impuso a su Georgina unas fiebres que la adormecieron durante días, qué digo días, ¡semanas enteras!, qué tal así: «recibí sus últimas cartas aún no del todo repuesta de una enfermedad que me tuvo en cama por unas semanas», decía la esquela. Y luego una pizca de dramatismo, porque su familia, asustada, la llevó a una casa de reposo en Barranco, y luego a otra en la Punta, es que creyeron que se moría, hágase cargo, aplace usted ese viaje del que me habla, sea bueno, no le digo ni que sí ni que no, pero es que el médico insiste en que nada de sorpresas ni de emociones fuertes, y esos sentimientos de los que usted me habla son ahora mismo inmensos como para caber en un cuerpo tan débil como el mío; mire que de cuando en cuando todavía una tosecilla seca me desgarra el pecho.
Y ese ruego debería bastar, pero no basta, porque Juan Ramón está como enardecido y ya no atiende a razones, tal vez es que la carta le da miedo; a lo mejor entendió que se trataba de la tuberculosis —¿cómo iba a ser él tan malnacido de enfermar a su protagonista nada menos que de tuberculosis?— o peor aún, quién sabe si se acordó del argumento de María de Jorge Isaacs y pensó que también su amada se moría sin remedio, que no había tiempo que perder. El caso es que contestó ayer mismo, tiemblo al recordarlo, Carlos, apenas una cuartilla y en ella unos trazos desesperados, «para qué esperar más», dice la carta, «tomaré el primer barco, el más rápido, que me lleve pronto a su lado. Me lo dirá usted personalmente, sentados los dos frente al mar o entre el aroma de su jardín con pájaros y lunas». ¡Con pájaros y lunas! ¿Entiendes, Carlos? Nada menos que pájaros y lunas, como si fuera el diálogo de un folletín por entregas; un episodio del príncipe y la ramera de los mares de no sé dónde, esa basura que no interesa más que a las criadas y las modistas. Y qué voy a hacer ahora, qué vamos a hacer, no he podido dormir en toda la noche, quién nos dice que ese imbécil no ha tomado ya un barco, que ya arribó al Callao y ahora mismo está rondando la puerta de Georgina, la puerta de mi casa; tienes que ayudarme, Carlos, sólo tú puedes encontrar un final feliz a esta novela.
El cielo de Lima
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