Cuando José y Carlos se despiden, las dos
hermanas salen a la calle con ellos. Al parecer se han acostumbrado
a dar un paseo todas las tardes, justo antes de la hora de la cena.
Y resulta que los cuatro llevan el mismo camino, qué coincidencia
tan asombrosa, así que José se apresura a ofrecerles su coche. No
faltaría más: ellos pueden regresar a casa caminando. Así no
molestarán a las señoritas. Y las señoritas consienten la
galantería, claro, pero por nada del mundo quieren privar a los
señoritos de su vehículo. «¡Si hay espacio de sobra!», observa
Elizabeth muy seria, con los ojos clavados en José. ¿No habría
forma de que los cuatro viajaran juntos? La voz de la dama enfatiza
el «juntos», pero de ningún modo la palabra «cuatro». José inclina
ligeramente la cabeza y responde que, en ese caso, gustosamente
compartirán el coche. Además, hace tan buena tarde... ¿Acaso no
querrían que las acompañaran en su paseo? Aunque, se apresura a
corregir implicando a Carlos con la mirada, tal vez hagan mal en
solicitar ese abuso de tiempo y de confianza; seguramente las
señoritas ya han tenido tiempo de visitar Lima y conocerla en todos
sus pormenores, y no hay nada que ellos puedan hacer para
entretenerlas.
«¡Nada de eso! ¡Si desde que llegamos apenas
salimos de casa!», miente Elizabeth, olvidando tal vez que sólo
cinco minutos antes se han reconocido aficionadas a los largos
paseos.
«Sorry?»,
interviene, sinceramente convencida, la hermana.
De modo que así queda arreglado: un paseo
hacia Miraflores, y la playa de Chorrillos, y los cantiles de
Barranco, para más tarde regresar a la capital a la hora de la
cena.
Carlos apenas participa en la maniobra. Sube
al coche y se sienta junto a Madeleine, cuidándose de que sus
rodillas no se toquen. No habla: mira el pomo de su bastón, sonríe
cortésmente cuando es forzoso, da a través de la ventanilla alguna
rápida indicación al cochero. José, en cambio, va señalando el
paisaje y esparce todo tipo de comentarios, que van desde lo
humorístico a lo pintoresco. Cuando se siente inspirado incluso
ensaya ciertos razonamientos filosóficos, que atañen un poco a lo
que ve y un mucho a ciertas lecturas que estudió para la ocasión.
Al escucharlo, Elizabeth ríe, o se sorprende, o finge reflexionar
muy profundo, según convenga. Cada tanto le traduce las
observaciones a su hermana, que no parece ni tan divertida, ni tan
asombrada o meditabunda. Por lo demás, la conversación ha dejado de
girar en torno a los obreros y sus miserias. No se acuerdan tampoco
de Carlos, que se aplasta contra los cojines de la cabina y se
entretiene enrollando y desenrollando la cadena de su reloj. Sólo
la hermana fea, de tanto en tanto, se vuelve para mirarlo y
sonríe.
Cuando llegan a Chorrillos ya está
atardeciendo, y los ficus y los sauces de las alamedas proyectan su
sombra alargada sobre la carretera. En los silencios se oye piafar
a los caballos, el crujido de las ruedas sobre el polvo. Voces que
se filtran a través de las cortinillas. En los ranchos, en los
parques, en los jardines de las inmensas villas de recreo, se ven
pulular de un lado a otro quitasoles blancos y chisteras negras. Se
levanta, quizás, un poco de viento, y José aprovecha para ofrecer a
Elizabeth una manta, aunque todavía no ha tenido tiempo de
refrescar. Elizabeth acepta. Ésa es la forma que tiene de declarar
su amor: consentir que José le cobije las piernas, a dieciocho
grados de temperatura.
El coche toma un par de desvíos poco
transitados. Deben ver el mar, dice José, la vista de los
acantilados de Chorrillos. Apuesto a que no tienen costas así en
Filadèlfia, añade, y no se equivoca, aunque sólo sea porque entre
Filadèlfia y el mar están los estados de Maryland, Delaware y Nueva
Jersey. En uno de los tramos parece que la carretera va a
precipitarse al océano, pero siempre en el último momento, en el
último pliegue del terreno, se contiene.
«Es tan hermoso», dice Elizabeth, que apenas
mira por la ventanilla.
Se han detenido en lo alto de uno de los
acantilados. Desde allí admiran el perfil quebrado de los
acantilados, las escarpaduras y los precipicios arenosos que van a
morir al mar. Tal vez José, señalando el horizonte, pronuncia
algunos versos que lleva preparados. Elizabeth los escucha con
arrobo y desde entonces ya no ve el disco del sol hundiéndose en el
agua, sino sólo lo que los versos dicen que es o debe significar un
atardecer.
«What is
this?»
Al pie de los acantilados se distingue una
pequeña cala, enmarcada entre farallones de piedra. Y en ella hay
algo que se mueve y que la gorda Madeleine señala: unas manchas
oscuras y amarillas, temblando entre la espuma de las olas. Todos
hacen visera con la mano, porque la luz del atardecer reverbera en
el agua y los ciega.
«Parecen patos salvajes», dice
Elizabeth.
«Parecen embarcaciones de pescadores», dice
José.
Pero luego, poco a poco, empiezan a parecer
otra cosa. Por ejemplo mujeres desnudas que nadan, que chapotean,
que juegan en el agua. Pero eso ya nadie lo dice. Y cuando por fin
se dan cuenta, José y Carlos afilan un poco más la mirada, y las
chicas se ruborizan y gritan al unísono.
«Oh, my
god!»
Las dos hermanas se llevan también la mano a
la boca y apartan la mirada exactamente al mismo tiempo, como si
sus reacciones fueran sincronizadas por un resorte oculto. Al fin y
al cabo, en la decencia de toda señorita que se precie debe haber
una teatralidad estudiada, aprendida tras muchas lecciones de
institutriz y sermones de párroco. Elizabeth, dejándose llevar tal
vez por un exceso de inspiración, se apresura incluso a interponer
su abanico; pero todavía entre las varillas, a través de los
listones y las transparencias del papel, es posible atisbar algo
del impúdico espectáculo.
En ese momento, el cuerpo de José parece
sacudirse por una decisión súbita. La toma por el hombro, con la
determinación de un héroe de novela. Le dice que no tema. Que
seguramente son las prostitutas de Panteoncito, que vienen a
remojarse en los cantiles —lo son: Gálvez conoce muy bien sus
rostros y nombres—. Que no hay nada que temer de ellas, pues son
mujeres deshonradas pero acaso secretamente dignas en su miseria
—¿no son ellos acaso, los hombres y mujeres de posición, en cierto
modo culpables de la depravación moral y física de aquellos que no
tienen nada?—. Que lo que ven no es peligroso ni temible: sólo
mujeres jugando en el agua y exhibiendo la verdad rotunda de sus
cuerpos desnudos. Que él está ahí para protegerla de eso, de la
verdad.
Dice eso, o algo que se le parece, pues le
habla en susurros, casi al oído. Pero sea lo que sea parece surtir
alguna clase de efecto, y tras un instante de duda Elizabeth hace
descender lentamente su abanico. Traga saliva y dice, muy suave,
que de acuerdo. Que si él se lo pide, no temerá nada. Que si él lo
dice, tal vez no haya pecado en contemplar la hermosura inocente de
un cuerpo. Así que se asoma a la ventanilla y mira a las mujeres
sin reprobación, sin miedo, sin culpa. La cosa es más o menos así:
Elizabeth mira a las putas, José mira a Elizabeth, Carlos mira a
José; Madeleine mira a Carlos.
Mientras esa mirada se prolonga, Elizabeth
se esfuerza por parecer digna y hermosa al mismo tiempo. Y acaso lo
consigue, porque José acaba de inclinarse para besarla. Ella se
entrega dócilmente a ese beso. Con la sencillez con que las putas
acogen la última caricia del sol y las salpicaduras de las olas.
Toda ella se estremece, se ablanda al calor de ese contacto; el
cuerpo de él se viene lentamente sobre el suyo —el coche que cruje,
que zozobra—, y un movimiento subterráneo y acuático parece
desencadenarse en ese abrazo. Como si algo del mar, de la belleza
provocadora de las bañistas, se hubiera colado bajo la manta de
cuadros.
Carlos aparta la mirada; parece que haya
también en él un no sé qué de señorita que se escandaliza, que
entreabre su abanico.
Y al hacerlo encuentra los ojos de
Madeleine. Los ojos de la hermana fea, que ya no mira al suelo; que
lo mira a él —la hermana fea, a él— y además le sonríe. Tal vez
espera algo. Puede que también ella esté intentando resultar digna
y hermosa al mismo tiempo, aunque seguramente sabe que sería un
milagro conseguir lo primero. En cualquier caso es una actuación
sin público, porque Carlos se remueve, carraspea; ya ha dejado de
mirarla. Duda un momento. Luego golpea el techo con su bastón y
grita al cochero que se hace tarde; que ya es hora de volver a
casa.