A partir de entonces la novela sigue su curso, como si nunca se hubiera detenido. Sólo que no es cierto: la novela continúa, pero algo ha cambiado. Cambian, en primer lugar, los escenarios, porque por alguna razón sus capítulos han dejado de dictarse desde la altura de la buhardilla: de un tiempo a esta parte han preferido descender a la realidad mundana de las salas de billar, los fumaderos de opio, los cabarés. Van a todos esos tugurios de la mano de sus muchos autores; y es que a todo esto se le han agregado a la novela seis o siete nuevas plumas. Primero el tal Ventura, y detrás su caterva de amigos, que provocan reyertas allá donde van y tienen la extraña habilidad de acabar opinando siempre lo contrario de lo que Carlos sugiere. Entre ellos hay un tal Márquez, a quien le interesa menos Georgina y más las infinitas partidas de billar en las que acuerdan su biografía. Y por último está el propio José, que se ha cansado de permanecer al margen; que por primera vez se empeña en ejercer de maestro de ceremonias, y decidir qué cosas puede o no puede pensar Georgina.
Los demás asienten. Ellos asienten y Carlos escribe.
Cambian los escenarios, cambian los autores. Cambia también, claro, la propia Georgina. Al fin y al cabo su vida está hecha a partir de la única sustancia de las palabras, y como se comprenderá, no se pronuncian las mismas en la quietud de una buhardilla que en medio del estruendo de los cafés cantantes y el teatro de variedades, o en el sopor anublado de un fumadero clandestino. En escenarios semejantes no es extraño que surja, cómo iba a ser de otra manera, una Georgina un poco más atrevida; digamos más acorde al espectáculo de las bailarinas del cabaré, que enseñan los muslos mientras los escritores se emborrachan y escriben. A menudo Ventura y sus amigos proponen nuevas ideas, mientras soban el culo a las cantantes o juegan partidas de billar. Palabras y frases que la Georgina de antes no habría pronunciado, nunca. Son sólo pequeños detalles, es cierto, pero Carlos teme que en ellos esté el germen de algo nuevo, y discute esas sugerencias con energía. Cuando eso ocurre, es siempre Gálvez el encargado de fallar hacia uno u otro lado. Casi siempre le da la razón a Carlos, pero a veces transige ciertos caprichos de los recién llegados, con una sonrisa. Esas pequeñas derrotas escuecen en el orgullo de su amigo y manchan la biografía de Georgina. Destacan como máculas que emborronasen un expediente impoluto.
Pero el propio José es sin duda el más cambiado de todos. Por primera vez le cuesta mucho tomar decisiones: las madura largamente, mientras mordisquea el capuchón de su estilográfica. A veces horas enteras para juzgar si es pertinente que Georgina diga tal cosa o no la diga. Está de acuerdo con Carlos en que no es algo que pueda decidirse a la ligera. Al fin y al cabo de esas palabras depende todo, y si quieren su libro de poemas dedicado van a tener que hacerlo todavía mucho mejor. Tal vez por eso algunas veces, después de decidirse por la propuesta de Ventura, no logra quedarse del todo tranquilo. Espera a que los demás se marchen y a continuación llama a Carlos de nuevo. A ver, Carlota, explícame otra vez por qué dices que esta palabra no va aquí o acá. Y le escucha en silencio, con una atención y una paciencia que nunca se atrevería a mostrar delante de los otros.
«¿Saben qué?», dirá al llegar al club la noche siguiente, todavía con el sombrero puesto. «Lo pensé mejor y me van a borrar ustedes el último párrafo de la carta.»
Y una vez más, Ventura y sus amigos asienten. Ellos asienten y Carlos escribe.
El cielo de Lima
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