Poco después ve aparecer a José. Se aproxima a la cama con familiaridad, lo abraza. ¡Qué feliz noticia haberlo encontrado! Lleva horas recorriendo todos los hospitales y las casas de socorro del Callao. Se sintió tan culpable al verlo caer; no debió dejarlo a merced de aquellos salvajes, no crea que no lo ha pensado, ¿pero qué otra cosa podía hacer? ¿Qué habría hecho él en su lugar, eh? Lo mismo... ¡Lo mismo, claro! Pero lo peor ya ha pasado. ¿Puede caminar? Entonces ahora mismo se viene con él y sale de ese hospital para pordioseros; afuera hay un coche que lo está esperando.
Y lo abraza otra vez, porque lo importante es que al final todo ha salido bien; todo está perdonado.
Un sargento viene a interceptarlos cuando ya se incorpora de la cama. Dice que no puede dejarlo marchar, de ningún modo. Hay unos procedimientos y unos trámites que no pueden burlarse así como así; afuera han pasado cosas muy graves y antes es necesario tomar declaración a los implicados. José resopla. Le tiende cierto papel que ya tiene preparado en la mano. El sargento palidece al descifrar el apellido de la rúbrica. Ni siquiera se atreve a leer el documento completo. Se lo devuelve en medio de una torpe reverencia y dice a los soldados que lo acompañan que no ha sido más que un malentendido, que los señoritos están dispensados y pueden marcharse cuando gusten. Con sus respetos.
Carlos regresa a casa al anochecer. Ya está casi bien: el practicante ha dicho que sólo necesita un poco de árnica y cambiar una vez al día los apósitos y el esparadrapo. Pero su madre no está de acuerdo; hay que llamar a su médico personal; hay que mantener a Carlos despierto para detectar las hemorragias internas; hay que denunciar a esos criminales que han querido matar a su hijo. Tiene la cara desencajada y los ojos enardecidos. Ha llorado y rezado todo el día, desde que el chófer les advirtió de su desaparición y comenzaron la búsqueda en la cárcel, en la morgue, en los hospitales. Por primera vez en mucho tiempo Carlos la oye gritar, y con cada uno de esos gritos parece hacerse un poco más real, llenar el silencio de tantos años. Y sus hermanas, que salen de sus dormitorios y corren escalera abajo para besarlo, todavía con los camisones puestos.
Don Augusto da vueltas en la mano a un puro apagado. También él está nervioso, pero no reprocha nada a su hijo. Es cierto que ha sido una calaverada eso de ir a mezclarse con los agitadores y los terroristas, a quién se le ocurre salvo a Carlos, pero al fin y al cabo quién no ha sido joven alguna vez. Y por lo menos la cosa consistía en dar palos y armar un poco de revuelo; en suma, consistía en ser un poco un hombre, lo cual tratándose de Carlos es tranquilizador después de todo. Tampoco le preocupa la pequeña brecha: ha visto a indios sostenerse todavía en pie con heridas a través de las cuales podía vérseles hasta el blanco de los huesos. Además la cicatriz le confiere al semblante de su hijo una cierta determinación; una virilidad que nunca había creído posible y que con un poco de suerte ya no se le borra. Pero de todas formas cede a las exigencias de su esposa y manda recado de que venga urgentemente el médico; de que lo saquen de la cama si es preciso.
Y el médico no encuentra nada, o mejor dicho, encuentra unos vendajes limpios y debajo unos puntos singularmente bien rematados —sobre todo para tratarse de un hospital de proletarios, piensa con admiración— y una brechita que no entraña más peligro que el de manchar un poco las vendas. Sólo hace falta un poco de árnica y cambiar una vez al día los apósitos y el esparadrapo, y tal cual comienza a decirlo, pero algo que hay en la mirada de la señora Rodríguez lo contiene. Así que hace durar un poco más el examen, y al fin dice que bien pensado —más vale prevenir que curar—, tal vez convengan también unos días de reposo para recuperarse de la impresión y los golpes; pero esto lo sugiere sin pasión, casi por decir, porque tiene mucho sueño y quiere volver a casa. Su madre se acoge a esa sugerencia con desesperación. «¡El médico ha dicho que una semana de cama!», anuncia después de despedirlo en la puerta. Carlos dice que se siente perfectamente, que no necesita ningún reposo, pero al final transige. Lo mismo que se dejó llevar en la camilla. Igual que hace ocho años toleraba los aceites de ricino para fortalecer el hígado.
Pasa la semana en cama, y en esa semana tienen tiempo de suceder muchas cosas. De todo se entera por los periódicos, que sus hermanas le traen a escondidas en la bandeja del desayuno —«y sobre todo que no lea nada que lo altere»—. La noche de la agresión hay farolas rotas a pedradas en todas las calles del Callao y Lima. Al día siguiente el pueblo —pero quién o qué cosa es el pueblo— entierra al mártir Florencio Aliaga en un sepelio costeado por el gobierno. En un editorial a doble columna alguien exige encontrar a los responsables de las víctimas de la huelga, pero si esos responsables existen, nadie los encuentra. Dos días más tarde comienzan las negociaciones. Por fin los obreros y las compañías de vapores llegan a un acuerdo y ese acuerdo consiste más o menos en que todo sigue igual, céntimo arriba céntimo abajo. Una vez más los rezos de madre han obrado su efecto y el río de la realidad vuelve a su cauce; a lo que siempre ha sido y debe seguir siendo.
Un día Martín Sandoval llega a la casa preguntando por Carlos. Lo hacen pasar a su cuarto. Trae sus propias versiones de lo sucedido —han aceptado un 20% del reclamo salarial; la victoria está cada vez más cerca, etc.— y un atado de libros para que lea durante su convalecencia. Y Carlos, a quien ni siquiera le dejan incorporarse durante las visitas, los va recibiendo en silencio en su cama: Marx, Kropotkin, Bakunin. No sabe qué decir. Al fin dice: gracias, son muy bonitos, y casi en el momento de hacerlo se da cuenta de lo estúpido que suena. Pero a Martín no parece importarle: sonríe todo el tiempo y repite que no debe dejar de leerlos. En la despedida le guiña un ojo y alza el puño izquierdo, y Carlos responde levantando el derecho. Martín ríe.
Ese mismo día lo visita también José. A lo largo de su conversación, don Augusto los interrumpe varias veces. Está entusiasmado de que un Gálvez, nada menos que un descendiente de los héroes del Pacífico, los visite en su casa. Así que regresa una y otra vez precedido de pretextos inverosímiles, de reverencias excesivas, de ofrecimientos de puros y vinos que el señorito Gálvez debe probar y no prueba. Carlos se remueve en su cama. Murmura algunas palabras cortantes que su padre no escucha. Ahora le parece un lacayo, esforzándose por agradar a su señor con unas cuantas ocurrencias que José acoge con una mezcla de frialdad y de condescendencia. También trae enrollado el periódico con los sucesos de ultramar y se esfuerza en repetir palabra por palabra el artículo que acaba de memorizar sobre la guerra ruso-japonesa: que en su opinión, a pesar de la victoria del río Yalu, los japoneses perderán sin remedio; verán cuando la flota del Báltico del almirante Rozhdestvenski —¿estará pronunciando bien ese nombre endiablado?— doble el cabo de Buena Esperanza y los sorprenda desde el sur; bueno es el zar Nicolás para que un puñado de amarillos en el fin del mundo le digan dónde puede y dónde no puede atracar sus barcos. ¿No opina José lo mismo?, pregunta cuando se le agotan las ideas, es decir, justo donde terminaba el artículo. Gálvez no sabe nada sobre la guerra, pero finge reflexionar un momento. Al fin sonríe con naturalidad y dice que no. Que en realidad su padre y él creen justo lo contrario, que los rusos no tienen nada que hacer, y que Japón va a hacer morder el polvo al zar y a ese mentado Rozinski. Eso dice. Don Augusto parpadea un instante, tartamudea, enrolla y desenrolla un par de veces el periódico —por qué no te marchas de una vez, piensa Carlos, por qué no dejas de ponernos en ridículo— y finalmente dice que él no lo había visto así, pero pensándolo bien es lógico lo que los Gálvez dicen, eso de que la guerra la va a ganar el Japón y no la Rusia. Ya no tiene ninguna duda; es tan evidente ahora que lo juzga con detenimiento que casi le avergüenza haber pensado lo contrario. Se marcha.
Se marcha, al fin.
Y sólo entonces José puede sentarse en el borde de la cama y comenzar a hablar de lo que le ha traído hasta allí. La novela, claro. Al fin y al cabo, ahora que la huelga ha terminado se les va a abrir todo un abanico de posibilidades que no pueden desaprovechar. Por lo pronto hay que contestar las cartas, porque de hecho acaban de llegar, ¿no se lo dijo ya? Seis esquelas en total, nada menos, seis sobres que llevaban un mes muertos de aburrimiento en la bodega de uno de tantos barcos. Carlos tarda algunos segundos en entender que José ya ha leído esas cartas, que por primera vez no le ha esperado; que ni siquiera las trae consigo. No las trae, y Carlos tiene que decir que está bien, que no pasa nada, que también le perdona eso.
«Como estabas enfermo...»
«No pasa nada.»
«Te las traeré», palmea las sábanas, y bajo ellas, las rodillas de Carlos. «Se me han olvidado, pero no te preocupes que te las traeré ¡Ya verás!»
Pero lo mejor no es eso, sino una idea estupenda que ha tenido el otro día y que no puede esperar para contarle. Estaba pensando en la novela y de pronto le habían venido a la mente los setecientos consejos de Schneider, y en concreto uno de los pocos que el fuego no había podido borrar de su memoria. Ese que hablaba de las páginas centrales de toda novela y de cómo en ellas debe ocurrir algo extraordinario.
«Lo recuerdo», dice Carlos, ahuecando la almohada para incorporarse.
«Pues se me ha ocurrido que eso es precisamente lo que nos hace falta para captar la atención del Maestro: un poco de acción... Convengamos que hasta ahora la novelita es más bien aburrida.»
«¿Aburrida?»
«Quiero decir que no pasa gran cosa. Claro que eso no es necesariamente malo. Schneider decía que al comienzo del segundo acto la historia siempre se adormece un poco; digamos que se vuelve un poco lenta. A nosotros nos ha pasado lo mismo: más de un mes con las cartas pudriéndose en el puerto. Pero ahora...»
«¿Ahora qué?»
«¡Ahora llega la acción! ¡La huelga, precisamente! La teníamos ahí, delante de nuestras narices, y no lo veíamos. ¿No te das cuenta? Tú mismo lo dijiste el otro día: decías que a Georgina le serían simpáticos los obreros... Puede que hasta se le ocurriera pasar a echar un vistazo al puerto, ¿no? Y entonces es cuando estalla la acción. ¡La represión policial! ¡La estampida! ¡Georgina en peligro! Incluso Georgina herida, ¿por qué no?»
«¿Y qué carajo conseguimos con eso?»
«Cómo que qué conseguimos. Para empezar un capítulo que quite el aliento. Y luego, imagínate la reacción del Maestro... ¡Su amiga del otro lado del Atlántico, al borde de la muerte! Eso le despierta sentimientos a cualquiera, no me digas que no. Las musas de los poetas siempre están un poco a punto de espicharla. A lo mejor es por eso que son musas. Y quién sabe si es eso lo que Juan Ramón necesita para decidirse...»
Carlos le pide un cigarro. Su madre le ha prohibido el tabaco durante la convalecencia, pero al diablo con eso. Lo necesita.
Y necesita, también, una pausa para reflexionar: el tiempo que José tarda en levantarse, recoger su gabán, sacar un cigarro de la pitillera, encenderlo.
«Es sólo una sugerencia, claro...», continúa diciendo José antes de que Carlos exhale el humo de la primera calada. «Ya sé que nuestra Georgina es cosa tuya. Pero se me ocurre que podría salir un capítulo estupendo. Georgina hablaría también de los obreros, y de lo preocupada que está por su situación... Quedamos en que le conviene a su carácter, ¿no?..., lo de angustiarse por los necesitados. Podrías repetir lo que me contabas en el puerto. Todo eso de los veinte soles al día...»
«Dos soles.»
«Lo que sea. ¿Qué te parece? No me digas que no hay material.»
Carlos siente la sangre latiendo en las costuras de la cicatriz. El sabor acre del humo en la boca.
«Sí..., supongo que no es una mala idea», murmura.
Gálvez se rasca una oreja.
«En realidad ha sido idea de Ventura, ¿sabes?. Él y yo... Bueno: digamos que va a echarnos una mano con la novela... Si te parece bien, claro.»
«¿Ventura?»
«¿No te acuerdas de él? Si lo tienes que conocer. Ventura Tagle-Bracho... El de la pipa.»
Ventura, claro. Carlos recuerda haberlo visto algunas veces en el club, con su pipa y sus maneras un poco rudas. Y sobre todo siempre mirándole desde la altura desdeñosa de su apellido, cuya resonancia es capaz de intimidar casi hasta a los Gálvez. No le es simpático. Pero por suerte se acuerda a tiempo de sus ejercicios de mímica en el espejo y logra hacer, casi sin pretenderlo, un asentimiento perfecto. Sólo su mano le traiciona: un movimiento brusco, despreciativo, involuntario, que desprende la ceniza del cigarro sobre la cama.
«¡Sabía que estarías conforme! Verás qué ideas tan estupendas tiene ese chico...»
«No sabía que a él también le gustara la literatura», dice con lentitud, esforzándose por no borrar la expresión de su cara.
«Hombre... No es que sea un experto en la materia..., eso seguro. De hecho diría que no le interesa demasiado... Pero deberías ver qué ideas tiene... ¡Ah...! ¡Qué ideas, Carlota! ¡Te van a encantar!
José ríe, sin dejar de darle palmadas en la rodilla. Carlos se acuerda del espejo, se esfuerza un poco y ríe también. La suya es una risa discreta, expectante, como llena de huecos; dispuesta a interrumpirse en cualquier momento y dejar que José le explique de una vez qué ideas son esas. No lo hace.
El cielo de Lima
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