Pero el juego de los personajes es su
favorito. Comenzó por casualidad durante una lección de Derecho
Mercantil, cuando José observó que el catedrático era idéntico al
señor Scrooge de Un cuento de Navidad,
con antiparras incluidas. Rieron lo suficientemente alto para que
don Nicanor —el señor Scrooge— interrumpiera la clase y les
mostrara la puerta del aula, umbral que por lo demás frecuentaban
muy pocas veces. Ya en el patio continuaron embebidos en el juego.
El profesor de Derecho Romano era el marido cornudo de Ana Ozores
en La Regenta. El anciano y casi
momificado rector era Iván Ilich antes de morir —o tal vez, añadió
José con malignidad, Iván Ilich después
de morir—. La viuda del magnate Francisco Stevens, fenomenalmente
gorda, era una Madame Bovary entrada en años. «Pero si Emma se
suicida siendo todavía muy joven», replicó Carlos. «Pues eso»,
contraatacó Gálvez. «Esta es una Bovary que no se suicida. Una que
tiene el mal gusto de sobrevivir a su belleza para ponerse gorda y
ridícula.»
Con el tiempo el juego les alcanza a todos:
amigos, familiares, rivales literarios, desconocidos. Incluso
animales, pues aunque nunca han visto al gato que malvive en la
buhardilla —a veces lo escuchan maullar desde alguna parte, tal vez
felizmente consciente de sentirse entre compatriotas— son unánimes
en su convicción de que se trata de un personaje de Poe.
Desde la altura del tejado deciden con
caprichosa parsimonia quiénes, entre los seres humanos que pululan
como hormigas a sus pies, son obra de Balzac, o de Cervantes, o de
Víctor Hugo. Allí es fácil sentirse poeta: contemplar la plaza y
las calles aledañas como una inmensa postalita por la que
circulasen personajes de todos los escritores imaginables. A las
colegialas y a las internas que forman fila a la entrada del
colegio de la Inmaculada, por ejemplo, sus primeras fantasías se
las escribe Bécquer. La vida de los burgueses que atraviesan la
plaza a toda prisa la narra Galdós, qué vida tan aburrida la suya,
pobrecitos, nada menos que Benito el Garbancero. Si eres una de las
putas de Panteoncito, las mil perrerías que te pasen las escribirá
Zola y, si te metes monja, San Juan de la Cruz. A los borrachos que
trastabillan al salir de las tabernas, por supuesto, les sueña las
pesadillas Edgar Alian Poe. ¿Los locos? Dostoievski. ¿Los
aventureros? Melville. ¿Los amantes? Si la cosa acaba bien,
Tolstói, y si se tuerce, Goethe. ¿Los mendigos? Fácil, porque la
miseria se parece en todas partes; la vida de los mendigos limeños
la escriben Dickens pero sin niebla, Gogol pero sin vodka, Mark
Twain pero sin esperanza.
Un azar implacable distingue además los
personajes en principales o secundarios, y a veces pelean durante
largos minutos para convenir si determinada mujer bonita o cierto
mendigo de aspecto pintoresco son protagonistas o no de una
historia. Es algo que no puede tomarse a la ligera, pues los
protagonistas, en efecto, escasean; hay que dar con ellos,
rastrearlos con paciencia entre la turba de figurantes que entran y
salen en la misma página del libro de sus vidas.
¿Qué habrían pensado de ellos mismos si se
hubieran visto caminar por aquella plaza? ¿Con qué escritor habrían
hecho corresponder sus pasos? ¿Se considerarían personajes
secundarios o protagonistas? Son preguntas naturales; preguntas que
deberían haberse formulado por sí solos, sin necesitar ayuda. Pero
por extraño que resulte, nunca hasta ahora lo han hecho. A lo mejor
es que no se les ha ocurrido pensarlo. O tal vez es que sienten que
su lugar de alguna forma está allí, no a pie de calle sino en las
alturas, sobre los tejados de la vida de los hombres.
Es un juego extraño. Si se quiere, incluso
un juego estúpido, pero al fin y al cabo apropiado para jóvenes
como ellos, acostumbrados a ver literatura en todas partes; a dejar
que las cosas sucedan a su alrededor tal y como primero las vieron
suceder en los libros que leyeron. De hecho, no nos extrañaría
descubrir que esta misma escena, dos hombres que desde una
buhardilla sueñan con controlar el mundo entero, procede también de
una de esas novelas.