Pasa el tiempo. José no aparece por ninguna parte. No va a las clases de la Universidad; ya ni siquiera se le ve fumando en el banco del atrio. Todos dicen que está escribiendo una novela. A Carlos no le queda muy claro si se trata de la misma o si ha comenzado a escribir otra distinta, pero el caso es que parece muy ocupado; ya ni siquiera sale, y Ventura y sus amigos van diciendo que lo ven muy cambiado. Por un momento Carlos siente que sí, que lo que está escribiendo es la historia de amor de Juan Ramón y Georgina, y aún diría más, que escribe su propia vida, y también la de todos. La vida de toda Lima. El mundo entero entre sus páginas.
Carlos regresa a la facultad. Ahora que José no está lo hace siempre que puede. Casi no recordaba el olor a madera y a tiza de las aulas. Lo alta que es la tarima a la que se suben tantos profesores mediocres. Apenas recordaba tampoco el nombre de sus compañeros, por no hablar de la ley de habeas corpus o de ciertas sutilezas del código civil napoleónico. Pero no es difícil. Unas cuantas horas de estudio al día —ahora tiene tanto tiempo libre— y lo aprende todo, un poco tarde pero al fin y al cabo a tiempo para los exámenes. Porque puede que él no escriba novelas, ni tampoco cartas, pero al menos sabe hacer esto: aprobar exámenes. Lo piensa mientras garabatea las respuestas y mira de reojo el pupitre vacío de José.
Sus padres están contentos y hasta se animan a decírselo. Después de todo el tal José no era una buena influencia. El asunto de ese Juan Jiménez, sólo una afición estúpida. Están orgullosos de que poco a poco, decepción a decepción, Carlos se esté haciendo todo un hombre. Es cierto que duerme fuera de casa algunas noches y eso no está bien, claro, pero quién puede culparle: es joven, es primavera, mejor eso que andar pelando la pava con una chica decente, de esas que son tan decentes que se embarazan pero no abortan. Es, en definitiva, un buen hijo. Alguien que se hará cargo del patrimonio de la familia cuando ellos mueran.
Sandoval también parece muy satisfecho. Ahora viene de visita a menudo, cargado de nuevos libros y proyectos que Carlos recibe en silencio. Una noche insiste en llevarlo a una reunión política, en cierto piso de la calle Amargura. Un encuentro que sus integrantes tienen por secreto, santo y seña incluido, pero que sólo es secreto en la medida en que a nadie, ni siquiera a la policía, le importa. La mayoría de los asistentes son socialistas italianos y anarquistas españoles, que dicen estar detrás de todos los atentados de Europa. Al confesarlo emplean el mismo tono de voz con que José proclamaba haberse acostado con las mujeres más hermosas del Perú. Carlos entiende sólo a medias las palabras extrañas que se dirigen. Pero en cierto momento de la noche Sandoval habla de cómo toda ideología y también nuestras conciencias son sólo un reflejo de la realidad material, y esa frase sí se le queda grabada. Piensa, no sabe por qué, en Georgina. En sus quince meses de correspondencia. En las noches en que se ha quedado dormido con la sensación de que ella escribía y respiraba en algún lugar de Lima. Y al hacerlo se pregunta si ella es una de esas falsas conciencias a las que se refieren Sandoval y sus amigos, o si existen también en alguna parte ideas reales, tan verdaderas como la lucha de clases o la producción anual de acero.
Algunas tardes sus pasos le llevan sin necesidad hasta la buhardilla. Tiene una charla intrascendente con el sereno y después sube muy despacio las escaleras, agarrándose al pasamanos con cada peldaño. Le gusta estudiar entre los muebles despedazados y los sacos de arpillera. Repite en voz alta las partes del discurso retórico —inventio, disposido, elocutio— y las penas que la ley contempla para el delito de suplantación de identidad —tres años de cárcel—. En el mismo lugar donde una vez declamaron versos de Baudelaire, de Yeats, de Mallarmé. Y en las pausas de las lecciones piensa en muchas cosas. Piensa en el licenciado, al que evita desde hace tantas semanas; todos esos rodeos para no pasar por la Plaza Mayor y topárselo bajo las arcadas, y entonces decirle, decirle qué. Piensa en Ventura y sus amigos, que cada vez frecuentan menos el club y sus billares. Tan desaparecidos como el propio José, y con él esas cartas que sin duda continúa escribiendo y ya nunca leerá, capítulos en blanco de la novela que una vez le perteneció.
A menudo piensa: también yo soy un personaje de esa novela. En las páginas que escribe José está documentado todo: incluso sus visitas constantes a esa puta con la que nunca se acuesta. Se pregunta si en alguna parte hay una explicación para ciertas cosas, quién sabe, un capítulo, una página, aunque sólo sea una línea que diga por qué necesita dormir al lado de una puta cada noche. Al menos a él le gustaría saberlo. Ha tenido tiempo de ensayar muchas explicaciones, ya no frente al espejo sino en la soledad polvorienta de la buhardilla. Que le recuerda a Georgina. Que le recuerda a la prostituta polaca. Que necesita a alguien que crea en Georgina. Que se siente solo. Ha llegado a pensar que tal vez su padre tuviera razón y tanta poesía haya acabado por afeminarlo; cuántas veces se lo advertía de niño al sorprenderlo con un libro de versos, verás cómo ese vicio de las metáforas termina volviéndote un invertido. Y ahí está él ahora, sin poder excitarse con una mujer hermosa, dándole la razón con diez años de retraso.
También sueña con la novela de José. Que está preso entre sus páginas, obligado a hacer lo que el narrador dice que haga. Esa es su peor pesadilla: ser bujarrón en la novela de José. Descubrir que lo es sólo porque el narrador quiere que lo sea.
El cielo de Lima
titlepage.xhtml
index_split_000.xhtml
index_split_001.xhtml
index_split_002.xhtml
index_split_003.xhtml
index_split_004.xhtml
index_split_005.xhtml
index_split_006.xhtml
index_split_007.xhtml
index_split_008.xhtml
index_split_009.xhtml
index_split_010.xhtml
index_split_011.xhtml
index_split_012.xhtml
index_split_013.xhtml
index_split_014.xhtml
index_split_015.xhtml
index_split_016.xhtml
index_split_017.xhtml
index_split_018.xhtml
index_split_019.xhtml
index_split_020.xhtml
index_split_021.xhtml
index_split_022.xhtml
index_split_023.xhtml
index_split_024.xhtml
index_split_025.xhtml
index_split_026.xhtml
index_split_027.xhtml
index_split_028.xhtml
index_split_029.xhtml
index_split_030.xhtml
index_split_031.xhtml
index_split_032.xhtml
index_split_033.xhtml
index_split_034.xhtml
index_split_035.xhtml
index_split_036.xhtml
index_split_037.xhtml
index_split_038.xhtml
index_split_039.xhtml
index_split_040.xhtml
index_split_041.xhtml
index_split_042.xhtml
index_split_043.xhtml
index_split_044.xhtml
index_split_045.xhtml
index_split_046.xhtml
index_split_047.xhtml
index_split_048.xhtml
index_split_049.xhtml
index_split_050.xhtml
index_split_051.xhtml
index_split_052.xhtml
index_split_053.xhtml
index_split_054.xhtml
index_split_055.xhtml
index_split_056.xhtml
index_split_057.xhtml
index_split_058.xhtml
index_split_059.xhtml
index_split_060.xhtml
index_split_061.xhtml
index_split_062.xhtml
index_split_063.xhtml
index_split_064.xhtml
index_split_065.xhtml
index_split_066.xhtml
index_split_067.xhtml
index_split_068.xhtml
index_split_069.xhtml
index_split_070.xhtml
index_split_071.xhtml
index_split_072.xhtml
index_split_073.xhtml
index_split_074.xhtml
index_split_075.xhtml
index_split_076.xhtml
index_split_077.xhtml
index_split_078.xhtml