El palacio de los Almada es demasiado grande como para disimular su decadencia. Por todas partes hay rincones vacíos que contuvieron, quizás, sillones Luis XV, un reloj de pesas suizo, espejos con marco de plata, alfombras persas, un lienzo de Pancho Fierro; y ahora queda sólo eso, su ausencia, sombras geométricas magullando las paredes y el suelo. Es imposible atravesar sus galerías desiertas sin pensar en los tratantes y los ropavejeros que regatearon su precio a lo largo de interminables horas; el señor aflojándose la pajarita y diciendo muchas veces «oh» ante el aprieto de hablar de dinero; los quincalleros con un lápiz ajustado en la oreja que hicieron mediciones para constatar que efectivamente el piano no cabe, que hay que despiezar la balaustrada de la escalera. Pero los anfitriones son tan hospitalarios y ceremoniosos que apenas hay tiempo para mirar en derredor. Tal vez esperan que su cortesía, sus tacitas de té o de chocolate ofrecidas a todas horas, llenen los huecos dejados por la miseria. Y su reverencia se vuelve aún más desmesurada cuando descubren que el acompañante silencioso de Carlos es nada menos que José Gálvez, ¡un Gálvez!, el apellido como un imán que magnetiza todas las miradas y las atenciones. Sólo Elizabeth parece inmune a esa atracción —tanto gusto conocerlo, y la mano extendida con frialdad, y la reverencia—. Al dar la bienvenida a Carlos es otra cosa; de nuevo ese brillo en los ojos que parece prolongar la mirada que comenzó en su casa. Carlos no puede evitar que le tiemble un poco la mano con que sujeta la suya.
En el gabinete hay diez o doce invitados. Casi todos son parientes, y casi todos parecen de hecho la misma persona, inclinando la cabeza o extendiendo los dorsos de sus manos una y otra vez. Sólo destaca una monja que es amiga de no sé quién, y viene embozada en su toca y con un canastito en el que recoge pagarés para la construcción de un orfanato. Todos hacen muchas preguntas a José —¿tuvo él la fortuna de conocer con vida a su tío José, el héroe de la guerra del Pacífico? ¿Es cierto ese rumor de que escribe poesía?—, y hay también alguna cuestión distraída y protocolaria que le toca responder a Carlos. Desde el fondo de la pieza, la inmensa Madeleine le dedica una media sonrisa que no requiere traducciones. Pero todavía es más sencillo interpretar los esfuerzos que la señora Almada hace por situar a Elizabeth junto a Carlos, por no hablar de la casualidad de que sea precisamente ella quien le ofrezca las pastas y el chocolate, con la mirada baja y las mejillas levemente ruborizadas.
Luego los invitados se sientan en torno a la mesa. Se trata de la famosa reunión política, que ya ha comenzado, aunque Carlos tarda todavía algunos minutos en darse cuenta. Todo se reduce a un coloquio por lo demás ingenuo, en el que se condena en abstracto que haya niños que pasen hambre y mujeres que mueran al dar a luz en los hospicios. Elizabeth también se atreve a intervenir de vez en cuando. Elige las palabras con cuidado, mientras mira de hurtadillas a su padre y a Carlos en busca de aprobación. Son las suyas unas reflexiones muy cómodas, que no dan quebraderos de cabeza a ninguno de los presentes: el hambre se combate con alimentos; la miseria con limosnas; la muerte de las parturientas con más orfanatos. Palabras llenas de buenas intenciones, que los demás escuchan con los ojos en la bandeja de dulces y los labios embarrados de chocolate. Se diría que en toda la mesa hay cierta simpatía por los proletarios, pero no sería del todo exacto. Porque lo que les produce compasión no es la vida del estibador o el carnicero con que se cruzan en la calle, sino más bien un ideal de obrero que nunca han conocido, porque de hecho no existe. Desharrapados que sin embargo han de reunir las virtudes que esperan de todo burgués: la prudencia, la discreción, los buenos modales, el recato, la moral sin tacha. Ésa es la clase de obreros que desean redimir: millonarios que no usan levitas ni chisteras, sino zapatos rotos y petos manchados de grasa.
«Vaya reunión de mierda en la que me has metido, Carlota», le susurra José en un aparte. «Parecemos un club de asistencia cristiana. Menos mal que al menos tenemos buenas vistas...», añade, cabeceando en dirección a Elizabeth.
«No señales.»
«Bueno, ¿qué dices? ¿Protagonista o secundaria?»
«Habla más bajo.»
«Yo digo que secundaria. ¿Te gusta? Por mí le tiraba un lance. No vamos a pelearnos por una secundaria, ¿verdad?
«¡Que te calles de una vez!»
En cierto momento, el señor Almada interrumpe la charla para dar la palabra a Carlos. He aquí un hombre, dice, que vio de primera mano lo que sucedió en los muelles del Callao. Así que le piden que se ponga en pie y que cuente, que cuente.
Carlos se incorpora lentamente. Aparta la servilleta que tiene plegada sobre las rodillas; se seca con ella el sudor de las manos. No sabe qué decir. Ahora que todos le escuchan, que su discurso sobre la miseria de los estibadores es esperado con curiosidad y simpatía, ya no tiene ningún interés en pronunciarlo. Estudia de soslayo la reacción de Elizabeth: siente el peso de su mirada, abrasándole precisamente en la mejilla donde se extiende su cicatriz. Por primera vez se da cuenta de que nunca le mira a los ojos o a la boca. Es esa costura de carne lo que en realidad observa todo el tiempo; lo que parece estudiar con curiosidad y deseo y hasta un poco de orgullo, igual que una muchacha miraría las medallas que su enamorado lleva en la guerrera.
Al fin se decide hablar. Describe apresuradamente la muchedumbre abarrotando el puerto, el tren detenido a pedradas, los soldados cargando a caballo. Es un relato que debería emocionar a los presentes pero que por alguna razón no los emociona: las palabras le salen muertas, como si sólo sirvieran para ilustrar la escena de batalla de un lienzo. Ha perdido el ardor de su primer discurso: ya no son Sandoval ni Marx ni el mismísimo Kropotkin los que parecen hablar en su nombre. Ahora es solamente Carlos, hablando a través de la boca de Carlos. Si alguien se molestara en transcribir sus palabras las encontraría llenas de titubeos, de adverbios, de puntos suspensivos, exactamente igual que las cartas de Georgina. Pero nadie se molesta en transcribirlas, claro. Todo lo más le escuchan con una atención distraída, porque su intervención es en verdad muy aburrida. Hasta la mirada de Elizabeth parece haberse enfriado un poco. Sólo Madeleine, que no ha entendido una sola palabra, continúa con la misma sonrisa imperturbable.
Es entonces cuando sucede. Alguien pregunta a Carlos qué es lo que hacía ahí, nada menos que en el Callao el día y la hora de la huelga más grave de lo que llevan del siglo, y por un momento no sabe qué contestar. Busca los ojos de José, como pidiendo ayuda. Y de pronto es el propio José el que se incorpora con una sonrisa y pide la palabra. Los presentes tienen que disculparle, dice con voz aplomada, pero lo cierto es que en realidad todo fue responsabilidad suya: su amigo Carlos es muy bueno y lleva demasiado tiempo encubriéndolo, pero ha llegado ya la hora de confesar la verdad. Porque si ellos estaban en el puerto aquella tarde fue sólo por su culpa, cuántas veces se lo ha repetido más tarde; cómo no sentir remordimientos, sobre todo después de lo que pasó. El caso es que a él siempre le han preocupado tanto los desfavorecidos, los que pasan hambre, aquellos a quienes falta el pan que Dios quiso amasar para todas sus criaturas. Y ese día tuvo la ocurrencia, ya ven qué egoísta es a veces, de ir a comprobar si por ventura las patronales llegaban a un acuerdo con los manifestantes. A veces tiene caprichos así, como patrocinar la carrera de un estudiantito sin beca o regalar una capa de cincuenta soles para que no pase frío un cieguito. Su amigo Carlos quiso quitárselo de la cabeza, claro, porque su amigo Carlos es un hombre muy juicioso y muy prudente, que siempre intenta hacerle entrar en razón. Le advierte, pongamos por caso, de que lo mismo el estudiante pobre se gasta la matrícula en mujeres y vinos, o le recuerda que cincuenta soles no son para emplearlos en un ciego miserable, que a buen seguro además está fingiendo, y detrás de sus gafas ahumadas tiene ojos perfectamente sanos. Ideas así, que él no comparte, pero que sabe dictadas por su prudencia y su buen juicio, virtudes que tanto estima en su amigo. Pues bien: aquel día le aconsejó del mismo modo, sin resultado, y vean si debía haberle escuchado, porque al final no hubo acuerdos sino más bien una buena porción de tiros y espadazos. Y el que peor parte llevó fue precisamente su pobre amigo Carlos; el prudente, el juicioso Carlos descalabrado por el suelo; y por eso a él durante la carga se le derramaban las lágrimas y no quiso o no pudo apartarse de su lado, ya ven qué otra ocurrencia estúpida, pudieron matarle, pero no lo mataron; los soldados pasando a su lado con los sables en alto y él llorando a su amigo herido, al pueblo herido, al mundo entero herido por las injusticias y la miseria y la opresión de los poderosos.
José sigue hablando todavía unos minutos más. Habla de su mano apretando la de Carlos mientras le suturaban la herida; del arrojo con que se plantó delante del sargento que quería detenerlo, de ningún modo, señor, si ustedes quieren arrestar a este hombre tendrán que arrestarme primero a mí. Pero Carlos ya no lo escucha. Está sólo pendiente de la forma en que evoluciona el rostro de los asistentes: las sonrisas, los gestos de sorpresa, de admiración, de suspense. Cómo hasta las mejillas de cera de la monjita parecen inflamarse con un arrebol revolucionario. Pero sobre todo el rostro de Elizabeth, que ha dejado de mirarlo: que ahora sólo está pendiente de los gestos de José, los ojos de José, la boca de José, esa otra brecha o cicatriz que se abre y se cierra para construir lo que ella desea tanto escuchar. Al ver la intensidad de esa mirada, Carlos se esfuerza en sonreír. Sonríe hasta que comienza a dolerle la máscara de la boca.
El cielo de Lima
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