CAPÍTULO 54

Tengo la atención dividida entre la carretera y el regazo de Lauren, donde descansa la pistola como si tal cosa, su dedo en el gatillo. No sé una puta mierda de armas. No sabría decir si está cargada, o incluso lista para disparar. Esto podría ser una pantomima, pero no estoy dispuesto a comprobarlo. Lo único que sé a ciencia cierta es que esta mujer quiere hacerme sufrir. No sé adónde vamos. Me va dando instrucciones, y ahora estamos saliendo de la ciudad.

No sé si hablar con ella o no. Intentar que se sienta cómoda. No tengo ni puta idea de cómo llevar esto.

Lo que sí doy es gracias por que Ava y los niños estén fuera de peligro. Y eso que Ava debe de estar aterrorizada: por lo que está pasando ahora y por el aluvión de recuerdos. Las manos se me tensan en el volante, el corazón me late dolorido. Podría perder el control. Acabar con todo cuanto tengo a la vista, empezando por Lauren. Pero no debo perder la calma ni la sensatez si quiero salir airoso de esta.

Mientras el móvil no para de vibrarme en el bolsillo, hablo mentalmente con Ava, diciéndole una y otra vez que piense en lo que le he dicho al irme. Rezo para que caiga en la cuenta a pesar de la desesperación y el miedo que siente.

—En la rotonda a la derecha.

Lauren se cuela en mis pensamientos con la seca orden que me da, y sigo sus instrucciones y tomo un camino vecinal que nos ale ja más aún de la ciudad. Cada vez que la miro me dan ganas de vomitar.

—¿Te gusta? —pregunta, ahuecándose el pelo cuando me pilla mirando—. Te van las morenas, ¿no?

—Me va mi mujer y solo mi mujer. —El veneno que transmite mi voz es feroz e irrefrenable.

Desoye la mordacidad de mi respuesta y se pasa las manos por el vestido de encaje negro.

—Lo eligió ella. —Sube una pierna y apoya el pie en el salpicadero—. Y estos zapatos son suyos. Seguro que te gusta lo que ves.

Lo que veo hace que quiera vomitar.

—Estás muy guapa, Lauren —digo con cuidado.

Sopeso para mis adentros las alternativas que tengo. Tal y como yo lo veo, hay tres: presentar batalla o salir corriendo son las obvias, aunque el arma que sostiene esa loca como si fuese una parte esencial del conjunto hace que esas opciones estén de más. Luego está la tercera alternativa, la que voy a escoger: apaciguarla. Darle una falsa sensación de seguridad.

—¿Cómo nos encontraste?

—Pues mira, estaba yo tan tranquila tomándome el café por la mañana mientras leía el periódico cuando de repente vi a Ava en él. La noticia decía que había perdido la memoria. Qué lástima. Por suerte, mencionaba también que Ava y su marido regentaban un gimnasio. Fue fácil dar con vosotros —suspira y me indica con el arma una señal mientras yo me enfurezco y me cago en los putos periodistas—. Ahí a la izquierda.

Es la zona en la que crecimos.

—¿Por qué estamos aquí?

Giro y no paso de 50 cuando enfilamos el estrecho camino que lleva al pueblo.

—Vamos a hacer un viaje en el tiempo. —Se vuelve hacia mí en su asiento—. ¿Te acuerdas del granero donde nos besamos la primera vez?

—Sí.

Recuerdo el granero, pero no el beso. Podría estar inventándoselo. O no. Con los años he conseguido borrar de mi vida la mayor parte de lo que recuerdo de Lauren. Limpié el cerebro y dejé sitio únicamente para las cosas que me importan. Como Rosie. Como mi hermano.

Quiero preguntarle cuándo le dieron el alta del manicomio. También quiero preguntarle qué imbécil pensó que no suponía un peligro para el mundo exterior. Pero sé que no sería buena idea sacar el tema. Además, en realidad no supone un peligro para la mayoría de la gente: su venganza es solo contra mí y mi familia. Es inestable. No debería decir nada que la lleve al límite. Nos aseguraron que si llegaban a darle el alta, nos informarían. Y ese «si» era un condicional con mucho peso. ¿Cómo coño ha pasado esto? ¿Por qué no lo hemos sabido? Más preguntas que se suman a las que ya había me desquician mientras miro hacia delante.

En el horizonte las nubes son densas y bajas, como una cordillera imponente. Aunque, por muy gris que esté el cielo, el paisaje es precioso. Campos que se extienden a lo largo de kilómetros, un mosaico de amarillos y verdes, aunque los recuerdos de mi infancia y mi adolescencia impiden que lo aprecie debidamente.

Nos acercamos a la pequeña e idílica iglesia del pueblo donde me casé con la lunática que ahora tengo sentada al lado. Me asaltan toda clase de flashbacks, mis manos exangües, en la mandíbula un dolor atroz debido a la fuerza con la que aprieto los dientes para intentar ahuyentar los recuerdos. Me veo, casi una criatura, a la puerta de la iglesia, los padres de Lauren convenciéndome para que entre. Hay un mar de rostros, todos risueños. Veo al sacerdote delante, la Biblia en las manos. Me oigo pidiéndole que rece por mí, que me ayude.

No escuchó mis mudas plegarias. O eso o el Todopoderoso y él decidieron que estaba recibiendo mi merecido, que pagaría durante el resto de mi vida por ser tan imprudente con la de mi hermano.

Y así ha sido. He pagado diez veces más. ¿Cuándo va a parar? ¿Cuándo terminará el castigo?

—Qué buenos recuerdos. Podríamos haber sido muy felices.

Lauren suspira, soñando despierta, mientras pasamos por delante de la vetusta iglesia, el coche pegando botes por el sinfín de baches que salpican el viejo camino.

—Hasta que lo echaste todo a perder. En el siguiente cruce a la izquierda.

No digo nada, no vaya a meter la pata, y cojo el siguiente camino tal y como me indica. Veo el granero ante mí, la destartalada construcción apenas se mantiene en pie.

—¿Qué estamos haciendo aquí, Lauren?

—Cierra el pico, Jesse —espeta cuando paro a la puerta del desierto granero—. Me sorprende que no me hayas preguntado por mi feliz estancia por cortesía de Su Majestad la reina.

—¿Acaso importa? —Me vuelvo para mirarla, frente a mí el rostro del mal en estado puro—. Ahora estás aquí.

—Fui una buena chica. —Sonríe, como si acariciara esos recuerdos—. Los médicos sabían que en el fondo no era mala, que solo me habían hecho mucho daño. Las valoraciones lo demostraron. Me metieron en un programa. Era una alumna de sobresaliente, el ejemplo perfecto de alguien que se había curado. Así que me dieron el alta.

Sonríe con orgullo mientras yo me esfuerzo para no fruncir el ceño. ¿Los engañó? ¿Les hizo creer que es una persona equilibrada para poder venir a rematar lo que empezó hace más de una década?

—Y entonces me convertí en Zara Cross.

—¿Te facilitaron una nueva identidad?

—Nuestro querido sistema judicial. Me sentía vulnerable, Jesse. No estoy loca, ¿sabes? Sé de puñetera sobra lo que estoy haciendo, y sé que en cuanto libre a este mundo de tu despreciable persona, volveré a ir directa a una celda acolchada donde pasaré el resto de mi vida. —Me da en el brazo con el cañón del arma—. Salvo por el pequeño detalle de que no quiero seguir viviendo. Estoy harta de esta vida.

Mis ojos pasan del arma a sus vacíos e inexpresivos ojos, de un azul desvaído, y comprendo en el acto que lo dice muy en serio.

—Lauren, las cosas no tienen por qué ser así. —Intento hacerla entrar en razón—. Puedes volver a ser feliz.

Suelta una risotada, fría y falsa.

—¿Quieres decir como tú? ¿Crees que debería sustituir a Rosie y fingir que nunca existió? No, Jesse, eso nunca. Y ¿de verdad crees que estoy dispuesta a quedarme sentada viendo cómo borras su recuerdo con unos cuantos hijos más y esa mujercita tuya? Nuestra hija merece que se haga justicia. —Me da otra vez en el brazo—. Fuera.

Cojo a ciegas el tirador y salgo del coche sin perder de vista a Lauren, que se baja por el otro lado. Ahora tengo perfectamente claro cuál es su plan. Me matará de un disparo y después se matará ella. No está dispuesta a volver al psiquiátrico.

Mientras da la vuelta al coche, camina con dificultad por el irregular terreno con los tacones de Ava y se ve obligada a agarrarse al capó para no caerse. Luego decide quitarse los zapatos, y señala el granero con la pistola. Echo a andar delante sin decir ni mu, mirando los mugrientos tablones de madera que conforman la abandonada estructura, en la que aguanta precariamente un montón de tejas rotas, la mayoría resquebrajadas.

Una vez dentro del enorme espacio vacío, bajo la vista al suelo de hormigón, donde hay paja de hace décadas, mis pasos resonando a nuestro alrededor.

—Sube la escalera.

Hay una escalera desvencijada a la que le faltan uno o dos peldaños. Dudo sinceramente que la podrida madera aguante mi peso.

—Lauren, no parece muy segura.

—Oooh —responde, clavándome el arma en los riñones—. ¿Te preocupa que me vaya a hacer daño?

Me paro a pensar un instante para ver si se me ocurre otra forma de salir de esta pesadilla. ¿Cuánto hace que no recibe una muestra de compasión o amor? ¿Cuánto hace que no siente que alguien se preocupa? Sus padres renegaron de ella. No ha tenido a nadie salvo a los profesionales que han hurgado en su cerebro. Me estremezco al pie de la escalera, asqueado solo de pensarlo. ¿Podré hacerlo? ¿Podré hacer que piense que me importa? Se me revuelve el estómago, la cabeza me da vueltas. Las palabras que debería decir no me salen.

Una vez me quiso. Y algo en el fondo de mi ser, algo inquietante, me dice que todavía me ama. Por eso está tan jodida. Por eso se ha propuesto acabar conmigo. Si ella no puede ser feliz, yo tampoco; si ella no puede tenerme, nadie me tendrá. Existe una fina línea entre el amor y el odio, y creo que Lauren está a horcajadas sobre ella. La cuestión es: ¿podría hacer que la balanza se inclinara a mi favor? No quiero. Lo que quiero es hacerla pedazos poco a poco hasta que no sea nada salvo un montón de partes de cuerpo a mis pies. Pero haga lo que haga, consiga como consiga lo que quiero hacer, necesito regresar con mi mujer. A ser posible de una pieza. No puedo permitir que Ava pase por la agonía de pensar que ha vuelto a perderme. Yo acabo de pasar por eso no hace mucho, y decir que es un infierno es quedarse corto.

Me vuelvo despacio hacia Lauren y consigo pronunciar las palabras que mi corazón me prohíbe decir.

—Pues sí, porque la verdad es que me importas.

La miro a los ojos en busca de algo que me indique que esto podría funcionar. Es mi última esperanza.

—¿Tan difícil de creer sería? —añado.

Pasa tan deprisa que casi no me doy cuenta. Un gesto de sorpresa seguido de una mirada ceñuda.

—¿Te importo?

Está al borde de soltar una risotada, aunque percibo esperanza, esperanza genuina, y ello me anima, confirma que no me equivocaba. Tengo la sensación de que estoy a punto de vender mi alma al puto diablo, pero ya se la compraré de una manera o de otra. Quiero volver a casa.

—Siempre me has importado, Lauren. Mira cómo era mi vida antes de conocerte. Perdí a la persona a la que estaba más unida del puto mundo. Y eso me jodió la cabeza. Hice cosas de las que me arrepiento. Dije cosas que no sentía. No era nada personal. Tú solo fuiste otra víctima en mi camino hacia la autodestrucción.

Ahora me doy cuenta de que gran parte de lo que estoy diciendo es verdad. Solo hay una pequeña parte que no lo es. Lo de que me importa. Pero lo cierto es que solo dejó de importarme, solo dejé de sentirme culpable cuando ella se volvió contra Ava hace tantos años. En ese punto, Lauren pasó a estar muerta para mí.

Veo la duda reflejada en sus ojos, pero también la necesidad de creerme. Y ahora sé que lo que me ha dicho antes es cierto: no está loca. Está deshecha. Creo que necesita cerrar el círculo y creo que piensa que la única manera de lograrlo es acabando conmigo y luego con ella misma. Puedo hacer que vea las cosas de manera distinta. Tengo que conseguir que las vea de manera distinta. Doy un paso hacia ella, con tiento, y baja un poco el arma.

—¿Por qué has hecho esto? —pregunto, señalando su cuerpo—. El vestido. El pelo. ¿Por qué, Lauren?

Solo hay una explicación: quiere ser Ava. Quiere ser mía.

El labio le tiembla.

—Me duele lo mucho que la quieres. Me destrozó oír cómo me decía en clase de yoga y después, cuando fuimos a tomar café, que sientes devoción por ella. ¿Por qué no pudiste ser así conmigo? ¿Por qué no pudiste quererme con esa pasión? —Al final se le quiebra la voz—. Cuando estuve enferma, como lo ha estado Ava, ¿por qué no hiciste lo que fuera necesario para que me pusiese bien? —Las lágrimas le corren a mares por las mejillas—. Harías cualquier cosa por esa mujer. ¿Qué tiene de especial?

Ya está.

—Te ayudaré, Lauren, lo prometo. Te ayudaré.

Y lo digo en serio, y me sorprende. No sé cómo podría ayudarla, pero la verdad es que, si con ello logro volver con mi familia, estoy dispuesto a hacer lo que sea.

—¿Me querrás como la quieres a ella?

Las palabras que desea oír no saldrán. No puedo pronunciarlas. La ayudaré, pero no puedo quererla como ella desea.

—Te…

Sonríe, esta vez no con malicia, sino con tristeza.

—No puedes, lo sé.

Señala la escalera.

Respiro hondo, me pellizco el caballete de la nariz.

—Lauren…

—Ya has hablado bastante. Ahora sube.

Cierro los ojos al darme la vuelta, miro al cielo mientras empiezo a subir por la inestable escalera hasta el pajar.

—No hagas esto, Lauren, te lo suplico.

Es lo único que puedo hacer ya: suplicar.

No contesta. Lo que escucho es el clic del seguro. En el granero no hay nada, no hay ningún sitio donde protegerse si le da por apretar el gatillo. Vuelvo la cabeza al llegar arriba y la veo unos peldaños más abajo. No muy lejos, pero lo suficiente para que siga llevando la voz cantante, lo suficiente para que pueda disparar antes de que yo consiga llegar hasta ella, si decidiera presentar batalla. Estoy bien jodido.

Traga saliva mientras señala una enorme abertura en la madera que da al campo. He oído que, cuando uno se enfrenta a la muerte, le pasan cosas muy curiosas por la cabeza, y ahora mismo lo que pasa por la mía es lo bonitas que son las vistas, lo exuberante y verde que es el paisaje, que esto podría ser lo último que vea.

Me acerco y separo los pies, de espaldas a Lauren. Me tranquilizo, pero la determinación sigue ahí. Donde estoy soy un blanco fácil a más no poder. Soy hombre muerto. Está claro que Lauren no fallaría el tiro. Si cargo contra ella, no dudará en disparar. Con torpeza. Puede que me dé, pero las probabilidades de que dé en el blanco estando bajo presión se reducen.

Me vuelvo, cada músculo de mi cuerpo preparándose. Ella ladea la cabeza, y debe de ver la determinación reflejada en mis ojos, porque agarra con más firmeza el arma.

—No cometas ninguna estupidez —advierte.

—Entonces dispara de una puta vez, Lauren —la pincho.

¿Por qué lo está alargando? Cabría pensar que su cerebro enfermo disfruta con la idea de matarme. ¿O es que está reuniendo la fuerza que necesita para matar al hombre al que ama? No me da tiempo a sacar ninguna conclusión al respecto. Oigo un ruido abajo, madera que se parte.

Miro por la abertura en el suelo por la que baja la escalera. Más madera que se parte, el sonido resonando en el granero y rebotando en las paredes. Veo asomar algo por la abertura y tardo dos segundos en identificar qué es. No me cabe la menor duda: la cabeza negra, calva, brillante. El corazón me da un vuelco cuando Lauren gira el arma hacia él.

—¡John! —grito, consiguiendo que Lauren se vuelva en mi dirección.

Levanto las manos y retrocedo hasta que me veo obligado a parar o caer por el boquete, desde una altura de quince metros, al suelo de hormigón.

—Me cago en la puta —dice John cuando logra llegar a salvo a lo alto de la escalera.

Se quita despacio las gafas de sol, las aletas de la nariz abiertas, el ancho pecho subiendo y bajando.

—Baja la puta pistola, Lauren —ordena.

Casi todo el mundo tendría en cuenta la amenaza que destila la atronadora voz, pero Lauren no es casi todo el mundo. Da unos pasos a la derecha, situándose a medio camino entre nosotros dos, apuntándonos alternativamente con el arma. La cabeza me da vueltas, enloquecida, el pánico en aumento. ¿Habrá caído Ava? ¿Ha entendido lo que le estaba diciendo? De ser así, ¿por qué coño no ha llamado a la policía? No a John, ¡a la policía!

—Deberías irte, John —aconseja Lauren—. Esto es entre Jesse y yo.

—No pienso irme a ninguna parte.

Está decidido, y sé que lo dice en serio.

—Bueno, entonces puedes quedarte a mirar.

Antes de que me dé cuenta, el arma me apunta, el cuerpo de Lauren moviéndose como a cámara lenta. Y no pierde el tiempo: aprieta el gatillo. El más estridente de los sonidos rasga el aire y mi cuerpo pega una sacudida mientras John se abalanza sobre Lauren. La vista se me nubla, pero consigo ver que Lauren vuelve la pistola hacia ella y apunta a la sien. John lanza un rugido, y Lauren cae. Escucho un nuevo disparo mientras ambos ruedan por el polvoriento suelo. Los gritos de Lauren es lo único que me dice que ha errado.

Entumecido, paralizado, me miro el torso y busco la mancha roja oscura que me estará empapando la camiseta: no hay nada. Entonces noto algo. Dolor, joder, dolor. Emito un sonido de disgusto y me llevo la mano a la parte superior del brazo; ahora sí veo la sangre, extendiéndose deprisa por la manga. Las punzadas de dolor solo consiguen captar mi atención un microsegundo, pues un gruñido de John hace que me percate de que Lauren ha logrado ponerse en pie y sigue teniendo el arma en la mano. Retrocede, pugnando por respirar, los frenéticos ojos moviéndose a ambos lados. Parece desorientada, inestable, mientras va hacia atrás, la abertura del suelo cada vez más cerca, la madera carcomida por los bordes. Veo lo que está a punto de pasar, y por más que lo intento, no soy capaz de entender por qué grito para advertirla.

—Lauren, ¡no!

Demasiado tarde. El suelo cruje y ella pierde el equilibrio. Grita, un grito que hiela la sangre, un grito que me perseguirá mientras viva. Un grito que me dice que no quiere morir. Me abalanzo instintivamente hacia ella cuando agita los brazos y cae hacia atrás, el arma disparándose de nuevo antes de que el suelo ceda por completo. Me estremezco y no miro cuando la cabeza golpea el borde de un trozo de madera rota dentada al atravesar el suelo, el impacto silenciándola. Sé que está muerta antes de que dé contra el hormigón, pero aun así hago una mueca de dolor y profiero un sollozo de impotencia, quebrado cuando el cuerpo golpea el suelo y el estrépito llena el aire, el sonido angustioso de los huesos al romperse.

La respiración se me corta, la sangre se me hiela mientras lucho por hacer que el aire me llegue a los pulmones, el dolor nuevamente presente. El brazo me empieza a arder, cuelga del hombro como si fuese de plomo. Obligándome a mirar de nuevo la abertura del suelo, me acerco con cuidado al borde para asomarme. No sé por qué. Tengo sentimientos contradictorios: alivio, tristeza, cabreo. El destrozado cuerpo de Lauren yace en una posición extraña, los ojos sin vida observándome. Emito un sonido de rechazo y me aparto del borde. Un gemido grave y rebosante de dolor que me taladra la confundida cabeza.

Sin embargo, no soy yo quien ha gemido.

Giro sobre mis talones y veo a John boca arriba, un charco de oscura sangre extendiéndose alrededor de su corpachón. Tiene una mano ensangrentada en el abdomen. El susto me paraliza, el pánico vuelve a apoderarse de mí. Soy una masa de músculos inútiles. Mi cerebro ha dejado de pensar, tengo la cabeza vacía, sumida en el caos.

—Ayúdame, cabronazo estúpido. —Sus palabras son un grito ahogado de dolor, los ojos giran en sus órbitas.

Su petición de ayuda, un hilo de voz, me arranca de mi apatía y salgo disparado hasta caer de rodillas a su lado. Su respiración es superficial, la negra piel palideciendo. Me llevo las manos al pelo y me tiro de él, aterrorizado.

—¡Joder! —exclamo.

Por fin recupero el sentido común y saco el teléfono. Marco el número de emergencias y pido una ambulancia, soltando de un tirón, sin pensar, el sitio en el que estamos.

—John. —Le agarro con fuerza la cara—. John, no cierres los ojos, amigo. Vamos, no cierres los ojos.

—Que te den —espeta, intentando fijar la mirada en mí—. Veo a diez como tú, capullo.

—Y verás a mil si no tienes los ojos abiertos, grandullón, y cada uno de ellos te dará una patada en tu negro culo.

La voz se me quiebra, mi esperanza desvaneciéndose con cada segundo que pasa, sus ojos cerrándose cada vez más tiempo. Un nudo del tamaño de un planeta pequeño se me instala en la garganta.

—John.

Lo agarro por los hombros y lo zarandeo, y él abre los ojos con esfuerzo. El blanco, por lo general nítido y brillante, está enrojecido.

—¿Qué coño has hecho, John?

Pierdo el control de las emociones y mis lágrimas caen en su rostro.

—¿Se puede saber qué coño has hecho?

Sonríe. Está cansado, se abandona en mis brazos.

—Le… le… —empieza, y coge aire—. Le dije… le dije a Carmichael… —Hace una mueca de dolor al aspirar—. Me cago en la puta. —Respira, esforzándose por mantener los ojos abiertos—. Le dije que siempre cuidaría de… ti.

Su confesión hace que se me parta el corazón.

—John —digo, la voz ahogada, viéndolo a duras penas, pues tengo los ojos arrasados.

—Es hora… es hora de que vueles solo, hijo.

Sus ojos se cierran y yo lanzo un sollozo entrecortado, lo zarandeo con más fuerza, no quiero que me deje.

—John, capullo, abre los putos ojos.

Pero no los abre.

Porque ya se ha ido.

—¡No!

Le suelto los hombros y caigo hacia atrás, llorando como no he llorado nunca, un dolor incesante recorriéndome el destrozado cuerpo.

—John —musito, apretando los ojos, incapaz de verlo así, sin vida, como de trapo.

El hombre que lo sacrificó todo por mí. El amor, la felicidad, la libertad. Ha estado a mi lado siempre, en lo bueno y en lo malo, y ahora se ha ido. Se ha ido por mi culpa. Es el último sacrificio, el sacrificio supremo: dar su vida por mí.

Lloro más y más. Mi ángel de la guarda. Ha estado conmigo en lo bueno y en lo malo, su lealtad ha sido inquebrantable. Me ha dado una patada en el culo y ha tirado de mí cuando estaba bajo. Y ahora dentro de mí, en ese lugar especial de mi alma al que pertenece John, hay un espacio vacío.

Es mi puto héroe.

Y se ha ido.