CAPÍTULO 11

Cuando aparco delante de la casa de mis padres, un pequeño bungaló situado en un idílico barrio residencial de las afueras de la ciudad, los niños salen por la puerta antes incluso de que apague el motor. La sonrisa que se dibuja en mi cara es forzada. Ellos son lo único que me alivia en estos momentos, la única paz en mi mundo inestable, y aunque hacerme el fuerte delante de ellos suma agotamiento al que ya tengo, me alimento de su amor y su necesidad de estar junto a mí ahora mismo.

Salgo rápidamente del coche, me quito las gafas de sol y me preparo para su ataque. Me alcanzan al mismo tiempo, cada uno encontrando su lugar a mi lado.

—¿Podemos irnos ya? —pregunta Maddie mirándome.

Es la pregunta para la que me había preparado, pero las palabras que he estado practicando toda la mañana han desaparecido de mi cabeza.

—Vamos dentro —les digo, y los llevo hacia la puerta principal—. Tengo que hablar con vosotros, chicos.

—¿Qué pasa? —Jacob se ha separado de mi lado en un segundo—. ¿Es mamá? ¿Está bien?

—Está bien —le aseguro, poniendo la mano sobre la mata de pelo rubio oscuro de su cabeza y atrayéndolo de nuevo hacia mí—. He estado pensando y quería compartir mis pensamientos con vosotros dos.

—¿Sobre qué? —pregunta Maddie.

—¿Vas a volver a prohibirnos que vayamos al hospital? —Jacob se pone a la defensiva—. No vas a hacerlo, ¿a que no, papá? ¿Por qué no podemos ir? ¿Es que mamá no quiere vernos?

Me sangra el corazón y le abrazo aún con más fuerza.

—Se muere de ganas de veros.

Suavizo la verdad por el bien de mis hijos. He pillado a Ava varias veces esta semana tocándose la barriga y sé que cada vez que se ha duchado ha examinado la pequeña colección de estrías en su tripa, intentando asimilar el hecho de que es madre de unos mellizos de once años.

Cuando le pregunté si quería ver a sus hijos, pude sentir la batalla mental que tenía lugar en su cabeza, y las lágrimas empezaron a brotar enseguida. Escuchar a mi mujer decir que no quería decepcionarlos me arrancó el corazón. Y cuando me suplicó que la ayudara a recordarlos, fuera de sí, llorando y gritando, decidí lo que había que hacer. Necesitaba contarle nuestra historia desde el principio de la única forma que sé. Con acciones. Dónde empezar es la gran pregunta.

Alzo la cabeza para mirar hacia la puerta de la casa y veo a mi padre y a mi madre en el porche, observándonos. Están tristes. Sé que mamá no soporta verme así. Intento disimular lo destrozado que estoy pero un hijo no puede ocultarle nada a una madre, tenga diez años o cincuenta.

Le dedico a mi padre una sonrisa forzada cuando levanta la mano y me dice que lo tiene todo controlado, así que entreteniendo a los niños para alejarlos de la puerta, los llevo hasta el jardín y los siento en el banco con vistas al huerto.

—Se está esforzando mucho por estar mejor para vosotros —les digo—. Y necesito ayudarla a conseguirlo.

—Te refieres a recordarnos. —Maddie me corrige, y me agarra la mano como si fuera a caerse en un agujero si me suelta. Está evitando que yo también me caiga en ese agujero.

Asiento, no preparado para mentir, y me agacho delante de ellos y les cojo las manos.

—Veréis, hay una parte del cerebro de mamá que en estos momentos no funciona demasiado bien.

—¿Por el golpe que se dio en la cabeza? —pregunta Jacob.

—Justamente por eso. Es como si la llave se hubiera quedado atascada en la cerradura y hubiera dejado encerrados todos sus recuerdos. Necesito desatascar esa llave.

El labio inferior de Maddie empieza a temblar y sus ojos se llenan de tristes lágrimas.

—¿Cómo ha podido olvidarnos, papi?

Si en algún momento de mi vida he querido arrancarme el corazón y ponerlo a los pies de la esperanza, es ahora. Este instante, mirando a mis hijos, que están destrozados.

—No os ha olvidado —les digo con firmeza, apretando sus manos—. Solo ha perdido temporalmente sus recuerdos. Voy a ayudarla a recuperarlos, os lo prometo. Decidme que me creéis. Decidme que confiáis en vuestro papi.

Ambos asienten con la cabeza. Me acerco a ellos para acogerlos en mi pecho y los abrazo muy fuerte. Soy fuerte. Necesito que sientan mi fuerza.

—Los abuelos van a llevaros a la costa una semana o dos mientras yo ayudo a mamá, ¿vale? Os encantará Newquay. Necesitáis divertiros un poco. Llevad a surfear al abuelo y ayudad a la abuela a coger gusanos de arena.

—El abuelo no puede surfear —se ríe Jacob entre lágrimas, y su risa me cura como la mejor de las medicinas—. Y a la abuela le dan miedo los gusanos.

—Entonces asegúrate de meterle uno en el bolso.

—Sabrá que nos lo has pedido tú. —Maddie pone los ojos en blanco antes de frotárselos—. Te volverá a maldecir con el infierno.

—A ojos de tu abuela, ya voy a ir al infierno.

Le aparto un poco el pelo a Maddie de la cara y acaricio el de Jacob.

—Cuidad de ellos por vuestra madre, ¿vale?

Jacob le coge la mano a su hermana, una señal de solidaridad y determinación. Mis niños.

—¿Y tú cuidarás de mamá? ¿La ayudarás? —me pregunta.

—Te lo prometo.

—¿Cómo sabemos que algún día se acordará de nosotros? —dice Maddie.

Mi pequeña polvorilla, mi vivaz y desafiante pequeña dama, no está tan segura como su hermano, y verla aceptar el consuelo que Jacob le ofrece me parte el alma y me la calma a la vez.

—Porque vuestro padre dice que lo hará. —Toso para que no se cierre mi garganta—. Y lo que papá os dice, va a misa.

—Lo sabemos —responden al unísono mirándose y sonriendo, como si acordaran en silencio que confían en mí.

Lo que es bueno porque deberían hacerlo.

Y no pienso defraudarlos.