CAPÍTULO 25

Ava

Me debato entre la necesidad de que esté cerca y la necesidad de alejarme desesperadamente. Recuperar cierta independencia antes de que acabe dependiendo de él demasiado.

El yoga es el sitio perfecto para empezar, pasar un par de horas lejos de él. El ancho mundo es un lugar que da miedo, pero no dará menos miedo a menos que yo siga adelante. Así que voy a ir, y me da lo mismo que se cabree. Y pienso conducir yo.

A Elsie le encantó que la llamara, y me ha propuesto que vaya a verla esta tarde. Lo estoy deseando, y cuando bajo la escalera, sintiéndome animada y positiva, veo que Jesse da vueltas por la entrada, y aunque es evidente que no le hace nada de gracia, no permito que su actitud me desanime.

—¿Y las llaves? —pregunto mientras me cuelgo el bolso del brazo.

Me lanza una mirada ceñuda feroz, como su postura. Que el tío tiende a enfurruñarse es algo de lo que ya me he dado cuenta. Pero cómo le cambia el humor cuando las cosas no salen como él quiere, curiosamente me resulta encantador. Familiar. Refunfuña, me mira de arriba abajo y me da un llavero y un chisme de un dorado rosáceo monísimo.

Lo miro frunciendo el ceño. No es mucho mayor que una tarjeta de crédito.

—¿Qué es esto?

—Tu móvil.

—Ah.

Sonrío y lo meto en el bolso, y de paso saco una goma con la que me recojo cuidadosamente el pelo en una coleta.

—Esto no me hace ninguna gracia.

—No me digas.

Su mirada se vuelve más sombría y mi sonrisa más grande.

—No tientes tu suerte.

—No tientes tú la tuya.

Me río y paso por delante de él para ir a la puerta. Le rozo el brazo con el codo, y antes de que sepa lo que ha pasado me veo contra la pared más cercana, aplastada por su duro cuerpo. Mierda, este tío se mueve deprisa.

Pegado a mí, cara a cara, sus ojos verdes casi apagados, suelta un gruñido grave y profundo. El corazón le martillea en el pecho, los latidos atravesándome. Jesse está preocupado. ¿Le preocupa estar lejos de mí? Puede que sea malsano e irracional, pero extrañamente a mí eso me reconforta. Cada movimiento que hace este hombre, todo lo que dice, todas sus expresiones faciales y sus reacciones me conmueven profundamente, y las tripas me dicen que no pasa nada. Que todo va bien. El instinto me dice cómo reaccionar. El corazón me dice cómo quererlo. El cerebro me dice cómo manejarlo.

Lo estoy recomponiendo todo poco a poco, entiendo a Jesse poco a poco. Él es la parte más importante de mí.

—Conduciré con cuidado.

El hecho de que quiera tranquilizarlo instintivamente me resulta de lo más natural. Me pregunto de dónde me sale, puesto que Jesse no está siendo nada razonable.

—Estaré fuera un par de horas, como mucho. Volveré antes de que te des cuenta de que me he ido, te lo prometo.

—¿Y si no es así?

Lo dice en serio, el miedo haciendo estragos en su cabeza, poniéndose en lo peor.

—¿Sabes lo que me costó aflojar las riendas contigo? Años, Ava. Años de lucha del miedo contra la razón.

—Pero ¿es que tienes un lado razonable? —pregunto, tratando de quitarle hierro al asunto.

Esto es absurdo a más no poder. Voy a ir a yoga dos horas, como máximo.

Sus ojos verdes se entornan, la mirada de advertencia.

—El sarcasmo no te pega, señorita.

No le impresiona lo más mínimo, y como el capullo taimado que he concluido que es, restriega esa magnífica entrepierna en mis partes, utilizando el poder que ejerce sobre mí como un arma.

—Tenemos que hacer las paces —dice.

—¿Es que nos hemos enfadado? —Me río e intento liberarme, aunque sé que no iré a ninguna parte hasta que él lo diga.

—Nos hemos enfadado, sí.

Ahora los ojos le brillan, hipnotizándome, y baja la boca a mi mejilla y me da un mordisquito. Ronronea, y yo profiero un gemido y estoy a punto de darme con la cabeza contra la pared. Lo que es capaz de hacerme, cómo me puede hacer sentir, me deja pasmada siempre.

—Quédate conmigo.

Cierro los ojos, la sensación que me provocan sus increíbles labios cuando recorren mi cara debilitándome. Se detiene en mi boca, y me mete la lengua hasta el fondo, subiéndome más contra la pared. Por favor, este tío es un puto dios. La temperatura me sube, la sangre me corre acelerada por las venas, la cabeza se me va. Después noto que sonríe mientras nos besamos. No me hace falta verlo para saber que es una sonrisa rebosante de satisfacción.

—No.

Logro sacar algo de fuerza de voluntad para renunciar a la gloria en la que estoy. Lo aparto, desoyendo su gruñido animal. Empiezo a verle el juego. Me vuelvo a echar el bolso al hombro y mi respiración recupera la normalidad. Por Dios, cada parte de mí lo desea, quiere dejar que me consuma por completo, que me haga el amor. Pero eso es algo que me pone bastante nerviosa. Le miro la entrepierna. La he sentido. Brevemente, pero la he sentido. Y es descomunal, pero ese tiento fue una puta pasada. Pienso en otra cosa deprisa para no abalanzarme sobre él. ¿Le gustaría?

—Me voy a yoga.

—En ese caso, más tarde recibirás tu castigo, señorita.

—Vale.

Avanzo hacia la puerta, cabeceando, y sin embargo sonriendo para mis adentros. Porque creo que podría estar enamorándome de este chalado.

Mientras bajo los escalones que me llevan hasta el BMW me tranquilizo, pongo freno a mi deseo y me centro en la tarde que me espera. Agarro la puerta y vuelvo la cabeza al abrirla. Veo a Jesse en la puerta de casa, apoyado en el marco, los grandes brazos cruzados en el ancho pecho. Sonríe. El muy bobo está chiflado.

Me vuelvo hacia el coche y por poco no me dejo caer en el asiento. O en el regazo del amigo de Jesse. No es que haya mucho sitio, con ese grandullón negro en el asiento del conductor.

—Pero ¿qué coño? —espeto, y me enderezo y me agarro a la parte superior de la puerta.

Él se levanta las enormes gafas y me dirige una mirada radiante, que deja a la vista un diente de oro.

—Buenas tardes, guapa —saluda con voz grave mientras seña la el asiento de al lado con el pulgar—. Es como en los viejos tiempos, ¿eh?

Aprieto los dientes de tal modo que se me podrían partir, y al levantar la mirada veo a un Jesse que sonríe con engreimiento en la puerta de casa. Increíble.

—Serás tú el que recibirá el castigo —le grito, y voy hecha una furia hasta el asiento del copiloto; no tengo tiempo de discutir; llegaré tarde a la primera clase, y tengo claro que no podré mover a la mole que ocupa el asiento del conductor.

—Lo estaré deseando, señorita —responde Jesse, y añade una risita irritante que hace que le lance una mirada ceñuda que rivaliza con cualquiera de las suyas.

Cierro dando un portazo y miro a John.

—No me puedo creer que te haya convencido para que me lleves.

John se ríe, los dedazos como salchichas agarrando el volante.

—Guapa, os llevaba a todas partes cuando empezasteis a salir.

—No me sorprende —comento, y observo su perfil con aire pensativo—. Tengo un déjà vu —musito, y él sonríe. Tiene una sonrisa bonita, afectuosa y tranquilizadora.

—No me sorprende, guapa.

Suelta la mano izquierda del volante y me la tiende, con la palma hacia arriba. Pongo la mía en la tremenda pala y me la estrecha, un apretón firme pero delicado.

—¿Te sientes abrumada?

—Con muchas cosas.

—Pero sobre todo con él, ¿no?

—Es un hombre intenso.

—Como ya te he dicho millones de veces, guapa, solo lo es contigo.

Me deja la mano en el regazo y la suya vuelve al volante.

—Tú y esos dos niños sois su mundo, pero eso ya lo sabes. No hay nadie en este planeta como Jesse Ward.

Suelta una risita entre dientes y yo sonrío, el grandullón me inspira un cariño que me parece auténtico.

—Me vas a decir que no sea muy duro con él, ¿no?

—El cabronazo es frágil, tras esos aires de machote que se da y esos músculos.

—Ha pasado por muchas cosas. Su hermano, su tío.

John se pone a tararear y centra su atención por completo en la carretera.

—¿Tienes ganas de ir a esa primera clase con Elsie?

¿Soy yo o acaba de cambiar rápidamente de tema? Frunzo el ceño.

—La verdad es que sí. ¿Te acuerdas de una mujer que se llama Sarah? —Aprieto los labios y observo su reacción.

—Claro.

—¿Tú sabías que ha vuelto?

Me mira despacio.

—Sí.

No es muy locuaz, así que decido insistir un poco.

—¿Tendría que preocuparme?

—Guapa, no hay una mujer, viva o muerta, a la que tu marido mire.

—Pero ellas lo miran a él —apunto, aunque en el fondo sé que no es de mi marido de quien tengo que preocuparme, sino quizá de una mujer desesperada. Jesse es impresionante: alto, seguro, fuerte y muchas cosas más.

—Él no tiene ojos para ninguna.

Ahora su mirada casi es seria, como si le fastidiara que yo permita que algo aparentemente tan trivial me dé quebraderos de cabeza.

—Solo tiene ojos para ti. No lo olvides nunca.

Exhalo un suspiro y me pongo a mirar por la ventanilla mientras recorremos las calles de Londres. Y me regaño, porque aunque haya perdido la memoria, sigo conservando mi instinto. Y para Jesse Ward yo soy la vida.

John me deja y me pide que lo llame cuando haya terminado. Lo primero que capta mi atención cuando entro en la clase de Elsie es la música que suena de fondo, que identifico en el acto: canto de ballenas. El sitio es cálido, las paredes recubiertas de paneles de madera oscura, con tan solo unas lamparitas distribuidas entre el sinfín de macetas. De las paredes cuelgan algunas telas con estampado étnico, y de una pequeña fuente en un rincón sale un hilo de agua que cae sobre unas relucientes piedras grises y tiene un efecto relajante.

—Ava.

La voz de Elsie armoniza con la escena a la perfección, serena y tranquilizadora. Es un lugar apacible, balsámico, y me siento a gusto.

—Me alegro mucho de verte —me dice.

Me da dos besos, me coge del brazo y me lleva hasta unas puertas de bambú que desliza.

—Aquí es donde haremos la clase.

Cruza la estancia prácticamente flotando, la larga túnica blanca rozando el suelo. Coge una esterilla de un gancho de la pared y me la ofrece.

—Dame el bolso y empezamos.

—Gracias.

Hago lo que me dice y me pongo de rodillas.

—No sabía qué ponerme. —Me tiro de los leggings que llevo.

—Eso es perfecto. Siempre que estés cómoda.

Elsie se quita la túnica por la cabeza, dejando a la vista un cuerpo tonificado, con curvas, enfundado en unas mallas negras. Me quedo impresionada: debe de tener sesenta años y está estupenda. Tras sentarse en la esterilla y cruzar las piernas con facilidad, me indica que la imite, cosa que hago, un tanto nerviosa.

—Coge aire despacio por la nariz y sácalo por la boca. Inspirar, espirar. Inspirar, espirar. No pienses en nada y deja que te lleve en un viaje a otro mundo.

Hago un esfuerzo para no pensar en nada, lo cual me resulta más difícil de lo que debería, pero mi cabeza lleva días llena a reventar, pugnando por encontrar recuerdos, intentando deducir lo que significan determinadas cosas. Aprieto los ojos y escucho la voz de Elsie, queda y balsámica, que me acompaña a lo largo del proceso destinado a dejar mi cabeza en blanco.

Paz.

Me envuelve como si de un cálido manto se tratase, y entro en trance, centrándome en las instrucciones que me da Elsie en voz baja para guiarme por algunas posturas sencillas que, al parecer, borran el estrés del cuerpo. Y funciona.

Hago lo que me dice, aceptando la ayuda que me ofrece cuando lucho para entender algunas cosas, la pierna me duele un poco con algunas posturas. No demasiado, pero sí lo suficiente para que le tenga que pedir que pare.

Una hora después estoy tumbada boca arriba, con las piernas en alto, apoyadas en la pared, y la cabeza despejada.

—Lo has hecho muy bien, Ava —afirma Elsie, y me ayuda a bajar las piernas—. Te espero en recepción. Tómate tu tiempo.

Me levanto despacio y me estiro. Es como si hubiera dormido una semana, mi cuerpo y mi mente revitalizados y como nuevos. Ha sido increíble. Sonrío, y aunque no he recuperado ningún recuerdo, cuando cojo el bolso y salgo de la clase me invade una nueva sensación de esperanza y satisfacción, preparada para darle las gracias a Elsie de corazón por sugerirme esto.

La encuentro sentada en una silla de suave terciopelo, dándose un poco de crema en las manos.

—Elsie, no sé cómo darte las gracias —digo encantada a más no poder—. Me siento como nueva.

Elsie esboza una sonrisilla traviesa y se levanta y viene hacia mí. Me coge de ambas manos. Tiene la piel suave, y percibo en el acto un olor dulzón a jazmín que da la sensación de que incrementa la paz que ya siento. Sinceramente, esta mujer y este sitio son como un remedio increíble.

—Le dije a John que esto te vendría bien. Me ha hablado de tu marido.

Ladea la cabeza con descaro, y me río.

—Apasionado, pero un poco dominante, ¿no?

—Un poco —admito, no quiero cargar demasiado las tintas. Sé que a él también le está costando esto—. Su intención es buena.

—Eso seguro. Te quiere con toda su alma. Pero dime, ¿te volveré a ver?

—Sí, claro. ¿Cuánto te debo por hoy?

Me para la mano cuando me la llevo a la cartera.

—A los amigos no les cobro —asegura, y mira a la puerta cuando se abre, detrás de mí—. ¿Te puedo ayudar en algo?

Vuelvo la cabeza y veo que entra una mujer con paso cauteloso. Cierra al entrar y se sube el bolso un poco en el hombro.

—Me han dicho que das clases de yoga.

—En efecto, querida.

Elsie va hacia ella, su sonrisa cordial casi triste.

—Pero me temo que las clases son individuales, y tengo la agenda completa.

—Entiendo.

Ahora la mujer también parece entristecerse, y me sorprendo dando un paso al frente.

—A mí no me importa compartir mi clase, Elsie —ofrezco, y sonrío a la mujer al ver su mirada esperanzada. Al fin y al cabo no pago. Me siento mal por acaparar toda una hora del tiempo de Elsie, y ella se niega a aceptar mi dinero.

—¿Estás segura, Ava? —Elsie me agarra la mano y me la aprieta.

Miro a la mujer y sonrío.

—Estoy segura de que no meterá mucho ruido.

Elsie se ríe, y la mujer también.

—Perdonad, me llamo Zara. —Nos tiende la mano—. Pero no tienes por qué hacerlo.

—No pasa nada. —Le quito importancia.

La verdad es que da la impresión de que a ella tampoco le iría mal la serenidad que irradia este sitio. Parece algo triste.

—Soy Ava.

—Encantada de conocerte, Ava.

—Bueno, os dejo, ya sabéis dónde está la salida. —Elsie echa a andar hacia la clase—. Tengo que prepararme para la siguiente hora. Os veo el viernes, ¿vale?

—Adiós, Elsie —me despido, y me vuelvo hacia Zara.

—No sé cómo darte las gracias —dice—. Me acabo de mudar a la ciudad después de una separación de mierda y estoy intentando mantenerme ocupada durante el tiempo que tengo libre, y creo que me vendría fenomenal relajarme. Las rupturas son estresantes.

—No hace falta que me las des. Esta ha sido mi primera clase con Elsie, y es estupenda. Te va a encantar.

—Me muero de ganas. Así que, bueno, te veo el viernes.

—¿Te apetece un café?

No sé por qué lo digo, y me sorprendo. Pero parece tan simpática y cordial, y por primera vez no tengo que devanarme los sesos para saber qué tengo que decir.

—Ah, sería genial. ¿Estás segura? No quiero entretenerte.

Me río un poco.

—Confía en mí, no me entretienes.

La cojo del brazo, salimos a la calle y vamos directas a un café que hay más arriba.

—Siento lo de tu separación.

—No lo sientas. Estoy mejor sin él.

Zara sonríe, aunque intuyo una tristeza perenne en el fondo de sus ojos azules. Una tristeza que intenta ocultar al mundo, y lo entiendo. Yo estoy destrozada por no poder encontrar lo que busco tan desesperadamente, y es duro intentar que no se me note y arrastrar conmigo a Jesse.

—Era una relación violenta. —Se encoge de hombros, como si no fuera nada.

—Madre mía, cuánto lo siento.

—Lo que no te mata te hace más fuerte. O eso dicen, ¿no?

—Pues sí.

Estoy completamente de acuerdo con ella. A mí esto no me ha matado, pero desde luego ahora mismo no me siento más fuerte. Seré mala persona, pero escuchar los problemas de los demás hace que los míos no me parezcan tan malos.

La conversación fluye. Es agradable, normal. Zara no me mira como si me compadeciera, ni me formula preguntas acuciantes, escrutándome los ojos en busca de un recuerdo, como hace todo el mundo a mi alrededor. Solo charla conmigo, como lo haría una mujer normal y corriente.

—Uy, perdona —me disculpo, y me saco el teléfono del bolsillo cuando entramos en el café—. Tengo que hacer una llamada.

Mi índice vacila en la pantalla, y clavo la vista en ella, sin saber cómo utilizar el chisme. He cogido antes el móvil de Jesse, pero el aparato me pidió que deslizara el dedo. Así que lo deslizo. Y me pide un código.

—Bueno, da igual.

Esperaré a que John me llame.

—Invito yo —me ofrezco, mientras me quito el abrigo—. ¿Qué quieres?

—Un latte, gracias.

Zara se sienta mientras yo pido. Cojo la tarjeta de crédito y miro el nombre que está escrito en ella: A. Ward. El empleado me dice que pague y me pongo roja como un tomate. ¿Qué es el PIN?

—Es sin contacto —me aclara, y frunzo el ceño.

A mi lado, veo que una mujer sitúa la tarjeta sobre otro datáfono. La imito y enarco las cejas cuando el aparato me dice que acepta la tarjeta. Sonrío satisfecha y, tras coger las bebidas, voy a la mesa y me siento con Zara.

Aunque pueda parecer una locura, me siento un poco rebelde por salirme de la rutina de mi día.

—Y dime, ¿dónde vivías antes de que te mudaras aquí? —pregunto.

—En Newcastle. —Sacude la cabeza y se ríe—. No me puedo creer lo cara que es esta ciudad.

Yo también me río, porque estoy escandalizada con hasta dónde ha llegado la inflación en los dieciséis años que se me han borrado de la cabeza.

—Pues sí, en Londres los precios son de coña. —Brindamos con el café—. ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

—Solo un par de meses. Todavía me estoy instalando, pero echo mucho de menos a mi perro.

—Vaya, ¿qué pasó?

—En los pisos de alquiler están prohibidas las mascotas, así que lo perdí en la separación.

—Eso sí que es una mierda. Y empleo ¿tienes?

—Sí. Empecé hace solo un mes, pero me va muy bien, y lo que me gusta es que hay posibilidades de ascender.

—¿A qué te dedicas?

Me retrepo en la silla, absorta en la conversación, pese a que sea sencilla y normal, y probablemente a algunos les resultara aburrida. Pero es distinta.

—Soy especialista en interiorismo de locales comerciales. Parece más bien aburrido, lo sé, pero le pongo mucha pasión, y eso es lo que importa, ¿no?

—Yo antes era diseñadora de interiores.

Lo digo como si no fuera nada del otro mundo. Era. ¿Y ahora? Ahora no sé lo que hago.

—¿Ah, sí? —La mirada se le ilumina y se echa hacia delante en la silla—. ¿Por tu cuenta? —inquiere.

Asiento, diciendo al estúpido nudo que tengo en la garganta que se vaya a la mierda.

—Y ¿ya no te dedicas a ello?

Me encojo de hombros e intento dar la impresión de que no es importante.

—Mi marido es el dueño de un gimnasio. Después de tener a mis hijos y tomarme algún tiempo, pensé que lo lógico era trabajar allí. —Al menos eso creo.

Zara se vuelve a echar atrás y da un sorbo al café con aire pensativo.

—Bueno, si decides volver a ese mundo, sé que mi empresa siempre anda buscando diseñadores con talento en todos los sectores.

¿Qué es la sensación que estoy experimentando? ¿Entusiasmo?

—¿De veras?

—Claro. —Ella también está radiante—. Te puedo poner en contacto con mi jefe, si quieres.

—Me encantaría. Te daré mi número.

El entusiasmo es doble cuando Zara coge su móvil y se prepara para apuntar mi teléfono. Me mira para que se lo dé.

—Es el… —No digo más, me devano los sesos para recordar el dichoso número—. El…

Zara se ríe.

—Yo nunca me acuerdo del mío tampoco.

Toca la pantalla de su móvil y me la enseña. Veo su nombre en los contactos y el número.

—Hazme una perdida y lo guardo.

Miro mi teléfono, que vuelve a pedirme el código.

—¿Tu cumpleaños? —sugiere Zara, y al mirarla veo que sonríe.

No tengo ni idea. ¿Tan predecible soy? Pero mi fecha de nacimiento no es lo que me viene a la cabeza, así que tecleo los números que se me ocurren: 3210. La pantalla se ilumina y veo una docena de deslumbrantes iconos.

—Toma. —Le paso el teléfono—. Probablemente te sea más fácil apuntarlo directamente que recitármelo.

Sin hacer preguntas, Zara introduce el número rápidamente, con interés, y llama. Deja que su teléfono suene una vez, cuelga y guarda mi número.

—Perfecto —digo cuando me lo devuelve y lo meto en el bolso.

Ella sonríe, una sonrisa de lo más cordial. Simpática y aprobadora, y hace que me sienta muy a gusto.

Hablamos de casi todo durante la hora que sigue, de casi todo salvo del accidente que sufrí no hace mucho. No es necesario que lo sepa, y es un alivio poder quitármelo de la cabeza un rato. Hablar sin más. Conocer a alguien. A alguien que no se suponga que ya conozco. Estoy tan enfrascada en la conversación que pierdo por completo la noción del tiempo.

—Por Dios, el tiempo se me ha pasado volando. —Zara se ríe y se levanta de la silla—. Se supone que tenía cita en la peluquería hace quince minutos, para hacer algo con esta pelambrera.

Tiene el pelo perfecto, una melena larga de ondas oscuras y brillantes, lo que hace que destaquen más sus ojos azules.

—¿No trabajas los lunes?

—Trabajo desde casa unos días a la semana, así que puedo escaquearme un poco para ir a yoga y a la pelu. —Me guiña un ojo y me río—. Te veo el viernes, ¿no?

—Claro.

Vamos juntas a la puerta, y nada más poner el pie en la acera veo el Aston de Jesse en la calle, entre los árboles que flanquean la calzada. Oh, no, seguro que John lo ha llamado. Saco el móvil deprisa y me pego un buen susto: la pantalla, bloqueada, está llena de llamadas perdidas y mensajes de texto y de voz. Me asusto un poco.

—Mi marido me está esperando.

—¿Ah, sí? ¿Dónde?

Zara mira donde le señalo, se tiene que agachar para ver el coche de Jesse.

—¿El hombretón que da vueltas por la acera? —Me dedica una mirada pícara—. Menuda suerte tienes.

—Eh, no te pases —me río, y ella también, y luego me da un besito en la mejilla—. Que te diviertas en la pelu —le digo mientras se aleja.

Sonrío, pensando que me cae bien Zara. Pero la sonrisa me dura poco, ya que al volverme veo que Jesse viene hacia mí con paso airado, la mirada poco menos que asesina.

¿Se puede saber qué le pasa?

—¿Dónde coño has estado? —espeta, temblando de rabia—. Casi pierdo el puto juicio, señorita.

Me coge la mano con aspereza, y vuelvo la cabeza para ver si aún está Zara, porque sé lo que pensaría si viera este numerito.

¿Qué demonios está haciendo?

—¡Quítame las manos de encima! —exclamo, y le doy un empujón—. Fui a tomar un puto café.

Me mira absolutamente escandalizado, y no porque haya ido a tomar café.

—¡Esa boca!

—Que te jodan, pedazo de bruto —contesto.

Y, sin hacerle caso, echo a andar hacia el coche, pero ahora la pierna me duele mucho. ¿A qué viene esto? ¿Esta reacción desmedida y ridícula solo por ir a tomar café? A este tío le falta un tornillo.

—No me jodas, ¡Ava!

Viene detrás de mí deprisa, espoleado por la ira. No me puede impedir que vaya a tomar café, y ahora que lo pienso…

—Voy a volver al trabajo.

Debo de estar como una puta cabra. ¿Por qué lo provoco así? ¿Por qué le doy con un palo al puto oso?

Se planta delante de mí cuando yo salgo a la carretera, cada centímetro de su alto cuerpo vibrando. Me yergo y levanto la barbilla, echándole todas las agallas que tengo.

—Por encima de mi cadáver —musita, acercando su cara a la mía.

Pero yo no retrocedo. Eso nunca.

—No estás lista para volver al trabajo.

—¡No, no estoy lista para volver a tu trabajo! ¡Porque no tengo ni puta idea de lo que hago allí! ¡En cuanto pueda, buscaré un empleo en el que sepa lo que hago!

Solamente entonces, después de pegar esos gritos, soy consciente de que no solo he dado con un palo al oso, sino que además es posible que haya matado al animal.

El pecho se le hunde despacio, la cara cada vez más roja. La prudencia me dice que es momento de recular, ahora que el animal va a estallar. Pero ¿qué vendrá primero? Porque aquí hay dos problemas: mi boca y el hecho de que lo esté amenazando con buscarme otro trabajo. No me dejará trabajar en otro sitio, solo podré hacerlo con él. Qué idiota soy.

—¡Esa puta boca! —brama, prácticamente acallando la calle entera con el volumen de su voz; puede que incluso Londres entero—. Y el día que te busques otro trabajo será el día que me entierres.

—No me pongas a puta prueba.

Lo rodeo, consciente de que lo tengo pegado a mis talones. A este paso será a mí a quien entierren. Por el estrés.

Abro la puerta del coche de malas maneras y me dejo caer pesadamente en el asiento, haciendo una mueca. Me duele. Todo el cuerpo. Miro hacia el otro lado cuando se sienta en su sitio, su fuerza haciendo sombra a la mía.

—En esta última hora me ha dado un millón de infartos.

—Y un ataque. Y un derrame, a juzgar por cómo tienes la cara. Fui a tomar un café, por Dios. ¿Es que no puedo?

—¿Con quién?

Pisa a fondo el acelerador, el Aston parece igual de enfadado que él.

—Porque llamé a Kate para ver si estabas con ella y no estabas con ella.

—Tengo otras amigas, ¿sabes?

—¿Como quién?

Enfila la carretera ruidosamente, haciendo que pegue la espalda al asiento. Pues sí que está cabreado. Y yo también. ¿Quién se cree que es?

—Una amiga de yoga —presumo, sin intención de dar más detalles.

Puede que sea patética, pero me gusta la idea de tener a alguien para mí sola.

—Estás conduciendo como un loco.

Me agarro al lateral del asiento cuando pasa un semáforo en ámbar e impide el paso a otro coche al cambiar de carril. Nos pitan, y Jesse enseña el dedo corazón no una, sino dos veces, mientras lanza una sarta de barbaridades por la ventanilla. Joder, este tío es un puto demente.

—Teniendo en cuenta el accidente que sufrí —digo con calma, asustada por su temeridad—, me sorprende que estés siendo tan imprudente.

Pisa el freno, y de pronto vamos a paso de tortuga por la carretera.

—Y ahora te estás comportando como un idiota.

Lo miro mal, pero me doy cuenta al instante de que no se está comportando como un idiota. Está serio, la frente llena de arrugas, sumido en sus pensamientos. Y sé que piensa en el día que encontró mi coche destrozado antes de ver mi destrozado cuerpo. Veo los flashbacks en sus ojos, que se apagan deprisa, la ira dando paso al dolor. Y ese dolor consigue llegarme al alma y me hace sentir que soy la peor persona del mundo.

Mierda. Cierro los ojos un instante y suspiro. Acto seguido le cojo la mano, que agarra el volante, los nudillos blancos. Deja que le suelte los dedos y me la lleve al regazo, donde la cubro con mi otra mano, con fuerza.

—Lo siento —me disculpo, y esas dos palabras están cargadas de pesar; ha vuelto ese instinto, el que quiere a toda costa aliviar su dolor, calmarlo, darle lo que necesita.

Para el coche junto a la acera y se pasa las manos por la cara, lenta, bruscamente. Una lágrima le corre por la mejilla, donde asoma una barba incipiente. Dios mío, ¿qué he hecho? Parece a punto de desmoronarse. Me desabrocho el cinturón y me paso a su lado. Me siento encima de él y le aparto las manos de la cara. Me miran unos intensos ojos verdes rebosantes de temor.

—Tienes que tranquilizarte, Jesse.

—Lo haré si dejas de intentar matarme.

Está serio, pero tiene la voz quebrada. Ese miedo genuino es un revulsivo. Y me doy cuenta de que no debería jugar con eso.

—Cállate y bésame —exijo, tomando las riendas, haciendo (es algo que estoy aprendiendo deprisa) lo que necesita que haga.

Y no se lo tengo que pedir dos veces. Me planta un beso rebosante de gratitud, suspira y me da las gracias sin apartar la boca, y noto que se calma. Y su corazón también, sus latidos un suave aleteo en el pecho, que reverbera contra el mío.

—Y para que quede claro —farfulla, y pongo los ojos en blanco, pues sé exactamente lo que va a decir—. No vas a buscar otro empleo.

No discuto. Ahora no, aunque tengo pensado convencerlo tranquilamente a lo largo de las semanas siguientes. Hasta yo misma sé que todavía no estoy lista para volver al trabajo. Apoya la cabeza en el reposacabezas, el rostro serio.

—¿Por qué no me llamaste? ¿O me mandaste un mensaje? Algo.

Miro hacia otro lado, algo abochornada.

—No sé usar ese teléfono de mierda.

Noto un nudo en la garganta que aumenta de tamaño. Menuda estupidez. Tengo la mandíbula tensa, la cara pegada a la suya, en la que está escrita la angustia.

—Perdona por ser tan poco razonable.

Me siento mejor en el acto.

—¿Significa eso que me dejarás trabajar en otro sitio?

—No —se limita a decir, sin disculparse—. Eso no pasará nunca.

La seguridad que destila su voz casi hace que hasta yo lo crea. Ya veremos. Las cosas son como son, y él es como es: un neurótico.

Y yo soy como soy.

Y lo cierto es que me estoy enamorando de él.