CAPÍTULO 48

Al día siguiente, Ava tuvo una resaca terrible, y yo me reía por lo bajo. No lo pude evitar. Sin embargo, días después seguía hecha polvo. Naturalmente, llamé a su médico, no fuera a ser que se me estuviera escapando algo, y él me aseguró que no pasaba nada. Debía de estar revuelta, por lo visto. Ya lleva en cama casi una semana, aunque ayer consiguió ir a yoga. Yo tenía mis dudas, pero ella insistió. Incluso dejé que se fuera a tomar café con esa nueva amiga suya. Para que luego digan que no soy razonable.

Miro a los niños mientras desayunan y pienso que ellos también están un poco pálidos. ¿O es paranoia mía?

—¿Vosotros estáis bien? —pregunto.

Asienten los dos, sin apenas mirarme, los ojos pegados al iPad. Me acerco y les quito las tabletas, ganándome un par de gruñidos de protesta.

—A la ducha. Tenemos que ir a la boda del tío Drew.

Refunfuñan y se van arrastrando los pies.

—Buenos chicos.

Sonrío cuando ellos me lanzan una mirada asesina antes de desaparecer. Suena el teléfono de Ava, y lo cojo de la mesa auxiliar, mirando la pantalla mientras voy arriba a ver cómo está mi mujer.

—Zara —digo pensativo, y lo cojo; es hora de que me presente a esta nueva amiga—. Hola.

Oigo unos crujidos y la llamada se corta. Miro la pantalla, ceñudo, cuando llega un mensaje.

Llámame cuando puedas. Solo quería saber cómo estás.

Me tomo la libertad de contestar por Ava.

Soy Jesse, el marido de Ava. Vamos a una boda. Mañana te llama.

Hombre, el famoso marido. He oído hablar mucho de ti ;-)

¿Me acaba de guiñar el puto ojo? Miro con recelo el teléfono, preguntándome qué le habrá contado Ava exactamente para que me mande un guiño. No lo sé, pero me apunto mentalmente que tengo que preguntárselo.

Me sorprendo al verla sentada delante del espejo, alisándose el pelo.

—Pareces más animada.

Tiro el móvil en la cama y me siento detrás de ella, la acoplo entre mis rodillas y me arrimo hasta que mi entrepierna está junto a sus riñones.

—Tu amiga de yoga te acaba de mandar un mensaje. Le he dicho que la llamarás mañana.

—¿Has leído y contestado un mensaje mío? —pregunta escandalizada.

—Sí. —No tengo remordimientos, y así se lo hago ver—. Y dime, ¿qué le has contado de mí a la tal Zara?

Ava amusga los ojos de broma mientras se pasa una brocha de maquillaje por las mejillas y añade con ello un toque de rubor a sus pómulos.

—Que eres un dios. Que eres posesivo, nada razonable y un controlador, pero porque me quieres con toda tu alma.

—Y con todo mi corazón —añado, y le dedico una sonrisa traviesa, que se desvanece cuando veo que no me la devuelve. Parece pensativa—. Oye, ¿qué pasa?

¿Está preocupada por la boda? ¿Su aparición pública ante tanta gente? No creo que sea eso. La semana pasada parecía estar bien, dejando a un lado el malestar que sentía. Un poco callada a veces, pero era de esperar. Me he acostumbrado a que se suma en sus pensamientos de cuando en cuando, he llegado a la conclusión de que intenta recordar algo. En este sentido no ha habido avances importantes. Digamos que hemos retomado nuestra vida. Y nos va bien. Todo relativamente normal, aparte de que en ocasiones se le olvide alguna cosa. Según su médico, eso también es normal.

Sin embargo, no voy a negar que aún me siento muy inseguro con muchas cosas. Pero si hay algo de lo que sí estoy seguro es de nuestro bonito y fuerte amor. Claro que el amor no siempre es bonito. A veces es trágico. La mayor parte del tiempo es trágico. Te hiere, te destroza, te asfixia, pero es la única puta cosa que puede volver a recomponerte. Es un cabrón sádico, y también la cosa más enriquecedora y reconfortante de este mundo. Y gracias a eso he sobrevivido: mi amor, nuestro amor, porque si hay algo que he aprendido es que el tiempo no se detiene por nadie. La vida continúa, tanto si uno está satisfecho con ella tal y como era o con hacia dónde va como si no. No se puede parar. Solo hay que inclinar la balanza para sacarle el mayor partido. Cambiar de sentido e ir hacia donde uno quiere ir.

Y eso es exactamente lo que he hecho yo. Y pensaba que lo había hecho bien. Entonces ¿por qué Ava parece tan insegura de pronto?

Deja la brocha en el suelo y me mira en el espejo, mordiéndose un labio, pensando.

—¿Es la cabeza? —pregunto—. ¿Todavía te encuentras mal?

Mierda, ¿habrá habido algún avance y no me lo ha dicho porque está escandalizada? ¿Horrorizada? O, peor aún, ¿cuestionándose por qué sigue adelante con este matrimonio? Montones y montones de razones de la posible fuente de su desaliento me asaltan de golpe, y filtro el aluvión, tratando de reducirlo a algo obvio.

—Estoy embarazada.

Todo menos eso.

Se produce una especie de bloqueo entre mi cerebro y mi boca y soy incapaz de hablar. ¿Embarazada? ¿Cómo? El bloqueo desaparece de repente y me pongo a temblar en el acto como un capullo, el cuerpo frío.

—Perdona, ¿qué has dicho?

Sus ojos, vivos pero cautelosos, me escudriñan en el espejo.

—Que… estoy… embarazada.

Esta vez lo dice despacio, como si yo no hubiese pillado el bombazo la primera vez.

«Embarazada. Embarazada. Embarazada».

—Estás embarazada —consigo decir por fin, tragando saliva—. ¿Cómo?

Se encoge de hombros con cierta timidez.

—Los antibióticos, supongo. A veces interfieren con la píldora.

—Joder —digo tan solo, llevándome el puño a la frente.

No se me escapa la ironía de la situación. Ni a Ava tampoco, a juzgar por la ligera curvatura que se le dibuja en la boca. Cuando nos conocimos y puso mi mundo patas arriba, me pasé semanas hurtándole las pastillas con la demencial y descabellada idea de dejarla embarazada para asegurarme de poder estar con ella para siempre. El embarazo no fue accidental, al menos por mi parte. Y tampoco cambiaría una puñetera cosa; adoro a mis hijos, no podría estar sin ellos. Pero eso no significa que quiera tener más.

—Sabía que no te lo tomarías bien. —Su suave susurro se cuela en mis confusos pensamientos.

Me asombra su tranquilidad. ¿Cómo es que no le está dando algo, como a mí?

—Tengo cincuenta años, Ava.

Me levanto y empiezo a dar vueltas por la habitación.

—Soy demasiado viejo para volver a ser padre.

—No es verdad.

Mi mujer parece molesta, y cuando miro veo que, en efecto, lo está, la expresión tensa, irritada.

—Los padres cada vez son más mayores. —Se encoge de hombros—. O al menos eso es lo que me dijo la comadrona.

—¿Has ido a ver a la comadrona?

¿Sin mí?

—¿Cuándo?

—Cogí un taxi para ir al médico ayer, cuando me dejaste en yoga. Necesitaba estar segura antes de darte la noticia, porque sabía que fliparías.

¿Flipar? Alucinar se queda corto.

—Embarazada —repito, por decir algo—. No me lo puedo creer.

Ahora lo estoy procesando, por mi cabeza desfilan imágenes de Kate y Sam, de su cara de cansancio desde que llegó Betty.

Yo ya he cumplido. Mis días de pañales cagados y noches en vela han terminado.

—Ay, mi madre —farfullo mientras voy al cuarto de baño y abro la ducha, soltando toda clase de cosas sin sentido mientras me desvisto, y me meto debajo, confiando en que el agua fría me despierte de esta pesadilla.

—Te lo estás tomando bastante bien —bromea Ava cuando aparece al otro lado de la ducha, observando cómo me froto cada centímetro del cuerpo.

—Ava, tratemos de ser objetivos. —Me acerco a la mampara para que vea el puto pánico que tengo—. Cuando ese niño tenga diez años, yo tendré casi sesenta y uno.

Me estremezco. Joder, si me acabo de acostumbrar a tener cincuenta. Mentira: no me he acostumbrado; a decir verdad, mentalmente sigo teniendo cuarenta. ¿Sesenta? Un día abriré los ojos y tendré esa edad.

—Los mellizos irán a la universidad y yo estaré llevando al pequeño al colegio en un puto escúter de esos.

Me entran ganas de llorar, y en cambio Ava tan solo suspira, dejando que siga desvariando. Bien, porque tengo muchas cosas que decir.

—Y tendré que parar por lo menos tres veces por el camino para mear, porque mi pobre vejiga no podrá aguantar una taza de café más de diez minutos.

Retrocedo, sin aliento, en parte por el pánico y en parte por la parrafada que he soltado sin respirar. ¡Qué horror!

—Estás siendo ridículo.

Sale con paso airado y yo me quedo resollando como un caballo de carreras exhausto, solo bajo la fría agua de la ducha.

—Tengo ecografía el martes. Ven si quieres, y si no quieres, perfecto. No creas que no puedo hacer esto sola.

Y si un segundo antes estaba a punto de darme algo, salgo de mi estupor en un santiamén. ¿Que lo hará sola? ¿Sin mí? Tiemblo, la idea me duele. Después frunzo el ceño y me pregunto qué coño me pasa. Y me devano los sesos. Me planteo cuál es el verdadero problema, que no es que haya otro niño por medio. Soy yo. El problema soy yo. Esa cabrona llamada edad. Ese es el problema. Eso es lo que me ha metido en este lío. No tiene nada que ver con volver a ser padre, y sí con mi estúpido complejo.

Y puede que otro factor sea el hecho de tener a otra persona por la que preocuparme. Más inquietud. Joder, otra persona con la que obsesionarme supondrá una presión que podría acabar conmigo. El corazón se me acelera más solo de pensarlo.

Respiro profundamente, intentando tranquilizarme. Y veo la cara de Ava hace un instante. Lo calmada y serena que parecía, incluso cuando a mí me iba a dar algo de un momento a otro.

—Joder —farfullo.

¿Puedo hacer esto? Miro a la puerta del cuarto de baño. ¿Puedo hacer esto por Ava? Por todos los santos, tengo que poder. Puedo superar todos mis problemas porque quiero que mi mujer sea feliz. Sobre todo ahora. Sobre todo después de lo que ha pasado. Necesita esto. Y quizá yo también lo necesite. Y los niños. Algo especial y nuevo en lo que centrarse.

Me paso las manos por las rasposas mejillas. «Menudo gilipollas estás hecho, Ward», me digo para mis adentros, y salgo de la ducha y cojo una toalla. Tengo que hacerle la pelota a alguien a base de bien. Me siento como un auténtico capullo.

—¿Ava? —digo tímidamente, entrando en el vestidor.

Lleva puestos los pantalones de pata ancha azul marino de Ralph Lauren y sostiene delante una camisa de seda color crema. Y me está mirando. Estoy a punto de pedirle disculpas, pero ella se me adelanta.

—Puede que nos riéramos cuando fuimos a ver a Betty, pero ¿sabes qué? Me alegro de que haya pasado esto. La verdad es que estoy entusiasmada. Puede que sea exactamente lo que necesitamos. Todos. Tú, los niños y yo. Una vida nueva hacia la que canalizar nuestra energía y en la que centrar nuestra atención. Algo que nos devuelva la ilusión. Algo que nos distraiga para que olvidemos toda la mierda que nos ha salpicado estos dos últimos meses.

Coge aire y mete los brazos por las mangas de la camisa mientras yo sigo parado en la puerta, avergonzado. Está pensando lo mismo que yo, aunque es evidente que ella ha llegado a esa conclusión mucho antes. Sabe esto desde ayer. Tenía miedo de contármelo y yo acabo de demostrarle que estaba claro por qué.

—Pero no te comas esa cabecita cincuentona, Ward.

Alarga el brazo para coger la chaqueta corta del traje, se la pone y a continuación se arregla el cuello de la camisa.

—Estaremos bien sin ti —añade.

—Joder, deja de darme puñaladas en el puto corazón. La primera ya ha hecho bastante daño.

Pero llega un momento en la vida de cada hombre en que alguien lo pone en su sitio. Y en mi caso, ninguna mujer de este mundo podría hacerlo mejor que la mía.

—Tú te lo has buscado.

Pasa por delante de mí como una exhalación, pero consigo cogerla por la muñeca, obligándola a parar. Ambos en silencio, la agarro de la cintura, la siento en una de las cómodas bajas y me introduzco a la fuerza entre sus muslos. Me mira ceñuda cuando le cojo las manos y se las pongo en mis hombros.

—Alegra esa cara.

—Tiene gracia, viniendo de ti —espeta, y me aprieta los mojados hombros, clavando en ellos los ojos; yo sonrío por dentro.

—Imagina cómo sería tu vida sin mí —le pido, y ella da un respingo—. No sería buena, ¿verdad?

—¿Adónde quieres llegar?

—Pues a que no deberías decir que estarás bien sin mí, porque no es cierto. Y yo tampoco estaré bien sin ti.

Bufa, exasperada.

—Cualquiera pensaría que te acabo de decir que te queda un mes de vida. —Su crispación es inmediata, y mi gruñido también—. Lo siento —se disculpa, los labios apretados, probablemen te una estratagema para no seguir diciendo estupideces.

—No creas que por estar embarazada no te voy a dar unos buenos azotes, boba.

—No sería la primera vez —refunfuña, y acto seguido se queda boquiabierta, con los ojos como platos—. ¡Madre mía!

Echo atrás la cabeza y cierro los ojos.

—Sí, lo hice —confirmo.

No es que me entusiasme este recuerdo, por eso no ahondo en busca de más. Así es como son las cosas ahora. Como serán siempre. Retazos aquí y allá, y quizá algún día, dentro de unos cientos de años, Ava tenga la historia completa. Espero que sin algunas partes no precisamente bonitas. Como Lauren. Y el accidente. Y… Dejo ahí el hilo de mis pensamientos y rechazo el creciente sentimiento de culpa. Tengo cosas más importantes en las que pensar. Especialmente ahora.

—Si serás animal —bromea Ava, y me río. Hay que joderse, cuando ella ni se resistió—. Y ahora ¿qué?

—Ahora —contesto, inclinándome despacio y sin dejar de mirarla a los ojos mientras bajo la cabeza—. Ahora tenemos otro hijo.

Es así de sencillo. Le doy un beso en la barriga y disfruto a más no poder al verla tan radiante de felicidad. ¿Cómo podría negarle esto? Lo cierto es que no podría. Y no lo haré.

—¿Cuándo se lo decimos a los mellizos? —pregunta, la felicidad desvaneciéndose durante una décima de segundo.

Está preocupada, y no tiene por qué. Vi a Maddie con Betty el otro día y se le caía la baba con ella. Y Jacob no puede ser más pasota, seguro que le da lo mismo. Ninguno se lo tomará a mal.

—Hoy centrémonos en Drew y Raya —contesto, y la bajo y la beso con suavidad en la frente—. No les robemos protagonismo.

Sonríe, le brillan los ojos. Ese brillo que llevaba tanto tiempo ausente. Así que ¿voy a volver a ser padre? Echo atrás los desnudos hombros y me aliso el pelo en el espejo. Voy a tener que ser el padre cincuentón más atractivo del mundo.