CAPÍTULO 14

No soporto lo tranquilo que está todo aquí. No oigo a mis hijos corriendo por la casa, no oigo la cafetera, no oigo a Ava gritándoles a los niños que se vistan para ir al colegio. Todo está en silencio.

Miro la cafetera unos segundos y siento crecer la ira. Solo es una cafetera, pero esta cafetera siempre está haciendo café cuando bajo por la mañana, porque mi mujer la ha puesto en marcha. Es su tarea. Es lo que siempre hace y hoy no lo ha hecho. Porque no lo sabe.

Abro un armario y busco el café. Ni siquiera sé cómo funciona el puto trasto. Al final localizo el café, cargo el estúpido aparato y consigo ponerlo en marcha, maldiciendo. Ni siquiera sé si lo he hecho bien pero la he encendido, confiando en que salga, y espero a que se apresure a sacar a la cocina del maldito silencio.

Cojo una taza, echo leche y luego doy golpecitos con los dedos con impaciencia sobre la encimera mientras espero. Observo mis nudillos destrozados. Y siento como si me arañaran los ojos cada vez que parpadeo, la falta de sueño me pasa factura. Creo que esta noche he dormido una hora. Una hora tirado en la silla junto a nuestra cama, el resto de la noche viéndola dormir, desesperado por pegarme a ella por detrás y abrazarla con la ferocidad de siempre. Pero no me he atrevido. Mientras me estoy sirviendo el café, oigo mi móvil al otro lado de la cocina. Lo cojo y respondo sin mirar la pantalla.

—Buenos días, Elizabeth.

—¿Cómo van las cosas? ¿Se ha adaptado bien? —Su voz suena tan desesperada como yo me siento.

No. Y todo es jodidamente horrible.

—Tan bien como era de esperar —digo—. ¿Qué tal los niños?

—Joseph se los ha llevado al campo de práctica. Tenemos muchos planes: surf, buscar cangrejos, pescar…

Sonrío y tomo un sorbo de cafeína.

—Gracias, Elizabeth. De verdad, agradezco mucho lo que estás haciendo. —Creo que jamás había sido tan sincero con mi suegra.

—Ay, Jesse. —Su voz se quiebra bajo la presión de mantenerse fuerte y, por primera vez en mi vida, deseo que esté aquí para darle un abrazo.

—Escúchame —le digo, lo más severo que consigo sonar—, hace doce años que me conoces, Elizabeth. Así que sabes que no voy a permitir que esos años desaparezcan como si jamás hubieran existido.

Tose a la vez que ríe, y resopla.

—Sé que ambos somos unos bobos con nuestras disputas, pero sé que sabes que te adoro, Jesse Ward.

Siento en mi interior el calor del agradecimiento y, sí, en el fondo lo sabía. Pero a riesgo de venirme abajo yo también, me veo obligado a volver a sacar mi lado más arrogante. No puedo llorarle a la madre de Ava. Ella depende de mí. No puedo llorarle a nadie.

—Sí, bueno, mi corazón ya tiene dueña.

—Ah, basta —se ríe, y es tan genial escucharla—. Sigues siendo una amenaza.

—Y tú sigues siendo un maldito incordio, mamá. Cuida de mis bebés.

—Vale. —No discute, ni siquiera cuestiona mi orden—. Seguiremos en contacto.

—Todos los días —le aseguro.

Cuelgo y tiro el móvil en la encimera, inmediatamente se me bajan los hombros. La energía que necesito para ser fuerte me agota. ¿Cuánto tiempo más podré soportar esto? Suspiro, me dirijo a la nevera y la abro, cojo la mantequilla de cacahuete de uno de los estantes. Me quedo donde estoy, quiero coger un poquito con el dedo, algo familiar y reconfortante en este mundo extraño.

Unos minutos más tarde, me he comido la mitad del tarro.

—Buenos días.

Su voz suave e insegura me golpea como un bate de cricket en la nuca. Me doy la vuelta con el dedo en la boca y la veo en la puerta de la cocina, moviendo nerviosa las manos entrelazadas sobre su vientre. El camisón de encaje está cubierto por una bata de satén color crema, el pelo oscuro le cae sobre los hombros. Es un espejismo. Y no puedo tocarla.

Me chupo el dedo hasta dejarlo limpio y trago, pongo la tapa rápidamente en su sitio mientras ella me mira extrañada las manos.

—¿Mantequilla de cacahuete? —me pregunta.

¿Es burla lo que noto? ¿Será un buen momento para contarle que uno de sus pasatiempos preferidos es untarse las tetas con ella y dejar que disfrute de mis dos cosas favoritas a la vez?

—Es un vicio.

Dejo el tarro en su sitio y cojo zumo de naranja para servirle un vaso, mis movimientos son todo nervios y temblores.

—¿Has dormido bien?

Ni una sola vez en doce años de matrimonio he tenido que hacerle esa pregunta. Porque siempre he estado a su lado, consciente de cuando duerme tranquila o cuando no porque está preocupada.

—No mucho.

Se acerca a mí lentamente y me coge el vaso de zumo de las manos, sonriendo un poco, y se instala en uno de los taburetes de la isla.

—He sentido que me faltaba algo. —Aparta la mirada como si le avergonzara admitirlo—. Y he llegado a la conclusión de que tienes que ser tú.

¿Qué? La esperanza crece de nuevo en mí y no estoy seguro de si alegrarme o no. Si no hay esperanza, no hay decepción. Pero no puedo evitarlo. Voy hacia el taburete que hay a su lado y me siento.

—Ava, debes saber que…

—Una vez te he tenido, eres mía.

Casi me caigo del taburete. A la mierda con la decepción. Nada puede detener la alegría que corre por mis venas ahora mismo.

—¿Te acuerdas?

Con los labios en el borde del vaso, frunce un poco el ceño.

—No sé de dónde ha salido.

—De dentro de ti, Ava. —Le quito el zumo y lo dejo en la encimera, le cojo las manos y se las aprieto con fuerza—. De lo más profundo de ti.

Me mira, los ojos se le vuelven a llenar de lágrimas. Malditas lágrimas de las narices.

—Es tan frustrante.

Ahora es ella la que me aprieta las manos a mí, pidiendo que la entienda. Tiene que confiar en mí. Yo lo hago. De verdad que sí.

—Acabo de pasarme quince minutos de pie en dos habitaciones infantiles, suplicando recordarlas. He olido las sábanas de sus camas y he mirado en sus cajones. Nada.

Una única lágrima resbala por su mejilla y yo la cazo con la yema del pulgar. No es bueno. La cojo y la siento en mi regazo, mi cuerpo envolviendo el suyo. No opone ninguna resistencia.

—Me dan ganas de golpearme la cabeza contra la pared sin parar hasta que todo vuelva a mí.

—No vas a hacer eso, señorita.

Con la nariz en su pelo, la huelo, agradecido por que haya dejado que la consuele una vez más. Si es porque quiere o porque lo necesita no importa. Porque yo lo necesito.

Suspira y se baja de mi regazo, y yo contengo la respiración y le hablo a mi polla cuando inocentemente se restriega contra mí. No habrá nada de eso. Nunca, jamás, pensé que fuera a decir esto en mi vida junto a ella.

—¿Qué te ha pasado en la mano? —me pregunta, y recorre mis nudillos suavemente con la yema de un dedo.

Sacudo la cabeza y retiro la mano, mi silenciosa forma de decirle que lo olvide. A juzgar por la cautela que veo en sus ojos, sabe perfectamente lo que le ha pasado a mi mano. Habrá visto el espejo. O tal vez anoche lo oyó romperse. No me presiona.

—¿Qué vamos a hacer hoy? —me pregunta en cambio.

Sí, volvamos a lo importante.

Me levanto y le ofrezco mi mano, me siento agradecido cuando la coge.

—He encontrado todas las fotos que hay en el ordenador. He pensado que podías ocupar la mañana mirándolas.

—¿La mañana entera? —Me deja guiarla hasta el estudio y ayudarla a sentarse en el escritorio.

—Es que tenemos muchas fotos.

Enciendo la pantalla e inmediatamente aparece una imagen de nosotros cuatro. Estábamos en el Paraíso. Los mellizos eran pequeños. Yo tenía cuarenta y dos y Ava era la imagen de la perfección absoluta a los treinta. Maddie en sus brazos, Jacob en los míos. Estamos en la orilla y nos salpicamos agua con los pies, nos reímos. Es un bonito momento atrapado en el tiempo, natural y real.

Ava alarga la mano y toca con suavidad la pantalla, el dedo recorriendo las cuatro caras.

—Somos una familia de bellezas —murmura para sí misma—. Él se parece a ti y ella a mí.

No digo nada, solo la beso en la coronilla y la dejo navegando entre las infinitas imágenes de nuestra felicidad. No me siento capaz de ver cómo lo hace sin venirme abajo.

Agonía. Es una pura jodida agonía las cinco horas que se pasa en el despacho viendo fotos. No dejo de preguntarme si ha conseguido recordar algo. Y al final la oigo llorar y sé que no.

Miro al techo, entorno los ojos con fuerza, siento la angustia instalarse en lo más profundo de mí. Luego me recompongo y sigo sus sollozos hasta la sala de estar. Me la encuentro de rodillas a los pies de mi pared de Ava. La cabeza entre las manos, los puños clavados en las sienes como si físicamente intentara hacer salir los recuerdos. Mierda, se va a abrir la herida.

—Ava, cariño.

Cruzo la habitación corriendo, muerto de sufrimiento mientras la levanto. Cada centímetro de esa pared está cubierto de fotos y pies de foto escritos por mí, Ava y ahora también por los niños. Ha habido días en los que he venido aquí a relajarme en el sofá y a mirarla un buen rato, admirando su magnificencia. Nada me hace sonreír más que el encontrarme una foto nueva y leer lo que ha escrito Ava o uno de los mellizos. Es un enorme homenaje a mi familia, una de las cosas más preciosas de mi vida. Y ahora es el motivo de la desolación de mi esposa.

Mis ojos van a la foto más reciente, una que Jacob y Maddie colgaron hará unas dos semanas. Soy yo con cara malhumorada mientras Ava me da un beso en la mejilla. En el pie de foto, escrito por Maddie, pone: «Es el cumpleaños de papá. ¡Y eso le hace estar muy gruñón!».

Trago saliva, pego a Ava a mi pecho y me la llevo al sofá, la siento y acomodo sin dificultad en mi regazo. Aprovechando que está hecha un ovillo, acurrucada y llorando sobre mí, doy un vistazo rápido a su cabeza para asegurarme de que la herida está bien. No digo nada y no hago sino abrazarla durante la siguiente hora mientras ella llora todo lo que quiere, maldice en voz alta, grita y solloza un poco más. Me pican los ojos de las lágrimas silenciosas que dejo escapar cuando hunde la cabeza en mi pecho, los dedos aferrados a mi camiseta, agarrándome como si temiera que fuera a dejarla sola en la oscuridad. Jamás. Estamos en esto juntos. El camino entero y hasta que acabe. No consigo ver la luz al final de este tortuoso túnel pero rezo por que esté en alguna parte.

Llegado el momento, los sollozos cesan, aunque la dejo seguir en su refugio, esperando pacientemente a que tenga el valor de mirar a la cara a quien la está abrazando.

—Cero, nena —murmura Ava en un soplido en mi pecho. Me pongo tenso—. ¿Por qué no dejo de escuchar esas palabras?

La aparto para poder mirarla a los ojos. Están hinchados y enrojecidos.

—Es uno de nuestros juegos —le explico, y ella hace una mueca que me anima a continuar—. Empiezo a contar desde tres hasta llegar al cero…

—¿Qué?

Me encojo de hombros.

—A veces te hago disfrutar hasta morir, a veces te beso hasta morir y a veces te llevo a la cama. —Eso es todo lo delicado que puedo ser explicando la cuenta atrás—. Ava, nena, es otra parte de nuestro universo.

Sonríe solo un poco. Pero es una sonrisa.

—Ava, nena —susurra, y vuelve a apoyarse en mi pecho, girando la cabeza hacia fuera de forma que apoya la mejilla en mi pecho, su mirada perdida en la pared al otro lado de la sala—. Siempre que dices eso, suena bien. Siempre que me abrazas, siento que todo está bien. Siempre que te miro a los ojos, sé que eres mío. Cuando miro a los niños, no los reconozco, pero algo me dice que los proteja. Siento que todo está bien.

—Porque está bien —respondo aliviado de escucharlo, porque es el destello de luz que ando buscando entre tanta oscuridad—. Todo lo referente a nosotros está bien.

—¿Y por qué no puedo recordar?

Su voz vuelve a quebrarse y, no por primera vez, intento imaginar su desolación. Intento imaginar lo que debe ser sentirse tan fuera de lugar. No estoy seguro de que sea justo comparar su sufrimiento con el mío.

—Tú también debes de sentirte frustrado —solloza—, ¿cuánto tiempo pasará hasta que me des por imposible y te rindas?

¿Rendirme? Dios, de verdad que no me conoce nada de nada. Cuesta ignorar el dolor que siento en el corazón. Escuchar que duda de mi determinación es mortal.

—Recordarás —le aseguro—. Tú y yo somos una fuerza imparable, Ava. Nada ha conseguido vencernos en el pasado y no pienso dejar que suceda ahora.

Cojo su alianza y me la llevo a los labios para besarla con dulzura. Ella me mira con tanta necesidad en sus ojos. Es otro tipo de necesidad. No necesidad sexual sino necesidad de mí. Solo de mí. Que la ayude, que la apoye, que la quiera. Que le recuerde cosas.

—Una vez te dije que quería cuidar de ti para siempre. —Le aguanto la mirada, que no vacila—. Iba en serio, nena. Y para siempre no ha llegado a su final aún. No llegará, no para nosotros. Te amo. Eres lo mejor de mí, Ava. Lo más increíble. Eso no se puede olvidar.

Parpadea unas cuantas veces, como si la hubiera pillado por sorpresa. Eso duele también, porque cualquier otra vez que le haya dicho cuánto la quiero, ha sonreído y me ha besado.

—Debemos de querernos una barbaridad.

—Es pura felicidad, cariño —empiezo a decir bajito—. Satisfacción total. —Con cuidado, me inclino para besar su mejilla húmeda—. Absoluta, completa, que cambia mundos…

—Y sacude universos.

Apenas murmura esas palabras, pero las escucho como si fuera a través de un pedazo de altavoz enorme junto a mi oído.

—Sí —confirmo, frío por fuera, pero por dentro me destroza el hecho de que diga cosas sin saber por qué las está diciendo—. No me voy a ir a ninguna parte, ni tú tampoco, ¿queda claro?

Asiente con más lágrimas y se acurruca más contra mí, excepto que esta vez su cara se apoya en mi cuello y me aspira, sus labios apoyados perfectamente en mi piel, sus manos se cuelan bajo mi camiseta y me tocan.

—Hueles tan bien. ¿Vas a decirme ya cuántos años tienes?

—Veintidós.

Suelta una carcajada y sonríe.

—Sé que me haces feliz.

—Bien.

Me relajo en mi asiento y pasamos un rato silencioso y feliz en nuestra locura sin dejar de abrazarnos, sus manos deslizándose por mi pecho, acariciándome con suavidad allá adonde llega. Como si quisiera volver a familiarizarse con el hecho de sentirme.