CAPÍTULO 10
—Es la idea más estúpida que has tenido en tu vida, Jesse, y mira que llegaste a tener ideas estúpidas en su momento. —Llena de rabia por mi sugerencia, Elizabeth estampa la taza vacía en la mesa.
No me encojo de miedo, puede que porque estoy bloqueado. Pero mi estúpida idea es la mejor oportunidad de que Ava mejore.
Hace tres días que despertó. Tres días de lágrimas, frustración y desesperación. Para ambos.
Me he sentado en la habitación, la he observado, he visto cómo su mente da vueltas, sus ojos se entornan y su respiración es más lenta mientras lucha por recuperar los recuerdos perdidos. La ha visitado un terapeuta que quiere seguir con las sesiones cuando haya abandonado el hospital. Ava sonaba poco comprometida cuando murmuró su acuerdo y concertó otra cita. No la culpo. Aquella hora había sido un festival del estrés para ambos, cada pregunta que hacía el terapeuta acababa en lágrimas de Ava y más agonía para mí.
No consigue recordar nada sobre nosotros.
El médico ha dicho que ya puede irse a casa, pero básicamente se va a casa con un hombre que conoce desde hace tres días y un par de críos que son unos extraños para ella. El dolor que ese pensamiento me provoca en el pecho es insoportable, pero las cosas son como son. Estoy siendo brutalmente sincero conmigo mismo y con Elizabeth.
Ava no nos conoce. Es mi fría y dura realidad.
—No quiero que los niños se sientan como yo me siento, Elizabeth. No quiero que su madre los mire como si fueran extraños, es una maldita agonía.
—Pero el médico ha dicho que necesita a su familia a su alrededor para ayudarla a recordar.
Doy un puñetazo en la mesa, la frustración se apodera de mí. Me siento solo ligeramente culpable cuando la madre de Ava da un salto en su silla.
—Cree que tiene veintidós años, joder. En su mente, sigue soltera y acaba de empezar su carrera profesional. Todo lo que había después de eso se ha ido y moveré putas montañas si hace falta para asegurarme de que nos encuentre a los niños y a mí en el caos de su pobre cabeza.
Cojo aire y me recuesto, dejando el silencio entre nosotros. Es una novedad ver a mi suegra quedarse sin palabras.
—Te estoy pidiendo que te lleves a mis hijos de vacaciones por mí. Que mantengas sus cabezas ocupadas. Déjales ser niños. Te prometo, Elizabeth, te juro, que si puedo recuperar recuerdos de Ava y míos, cómo nos conocimos, cómo nos enamoramos, el resto saldrá de forma natural. Tienes que confiar en mí. He hablado con el colegio. Son comprensivos y nos apoyan, dadas las circunstancias.
—¿Cuánto tiempo quieres?
Me encojo de hombros.
—Una semana, puede que dos. No lo sé.
Tal vez ni todo el tiempo del mundo sea suficiente. Puede que los recuerdos se hayan borrado para siempre. Interiormente me resisto. No. Tengo que ser positivo. Además no hay forma humana de que yo pueda sobrevivir mucho tiempo sin los niños cerca.
—Estaremos en contacto todos los días. Por favor, Elizabeth. Necesito ese tiempo.
Frunce los labios con fuerza. Me doy cuenta de que le cuesta dejar que otra persona cuide de su hija, siempre lo ha hecho, pero esta vez tendrá que trabajar mano a mano conmigo.
—¿Y qué piensas decirles a los niños? Porque creen que van a tener a su madre en casa esta tarde.
No va a conseguir que me cuestione a mí mismo. Sé lo que es mejor para mi familia.
—Hablaré con ellos. Lo entenderán.
—O esperas que lo entiendan, Jesse. Sus mundos también se han puesto patas arriba. Necesitan tanto a su padre como a su madre.
Me froto la barba, que ya me ha crecido demasiado. Estoy jodidamente agotado. ¿Es que la vida no me había puesto delante suficientes retos?
—Y voy a recuperarlos para ellos —prometo. Porque ahora ni Ava ni yo somos nosotros mismos. Elizabeth se pone el bolso en el regazo y me observa desde el otro extremo de la mesa, seguramente preguntándose de dónde voy a sacar las fuerzas, porque sé que parezco tan derrotado como estoy.
—Tienes un aspecto horrible.
Su insulto es una forma de aceptar sin decirlo, algo típico de mi suegra.
—Sí, bueno, están siendo unos días difíciles —suspiro.
Echo un vistazo a la cafetería y veo el pelo rojo de Kate. Recorre la sala con la mirada durante unos segundos antes de verme y sonreírme con la misma compasión que el resto de las veces que me ha visto desde que Ava ingresó.
—Hola —dice al llegar a nuestra mesa—. ¿Novedades?
—¿Como qué? ¿Si mi mujer por fin me reconoce? —le pregunto, y me levanto de la silla.
Ninguna de las dos responde a mi pregunta sarcástica, ambas se quedan calladas e incómodas.
—Voy a recoger a los niños y a hablar con ellos —anuncio.
—¿Dónde están? —pregunta Elizabeth.
—Con mis padres.
Le doy un beso en la mejilla a mi suegra y le aprieto el brazo en señal de agradecimiento. Sé que le complace que le dé las gracias porque aprieta el mío de vuelta.
—Te llamaré.
—De acuerdo. —Se despide y se dirige a la habitación de Ava.
—La dejaré un rato a solas con Ava antes de entrar yo. —Kate me agarra del brazo—. Vamos, te acompaño hasta el coche.
Mientras la barriga embarazada de Kate me guía hasta el aparcamiento, intento mentalizarme para lo que está por llegar. Pero es inútil, nada puede prepararme.
—Jesse, tienes que saber que ayer salió un reportaje sobre el accidente en el periódico local. Os mencionaban a Ava, a ti y hasta al maldito gimnasio. Y su pérdida de memoria. —Se encoge de hombros cuando le dirijo una mirada inquisitiva—. Están buscando testigos.
Suspiro.
—La policía me ha dicho que no llevaba puesto el cinturón. —Sigo furioso por ello con mi mujer pero no puedo mostrarlo—. Al parecer estaba buscando el móvil en el bolso. —Trago saliva, dejando a un lado la ira—. Tiene bluetooth. No sé para qué podría necesitar el móvil.
—Un mensaje, un correo electrónico.
Asiento, pero ninguna excusa justifica su imprudencia.
—Elizabeth y Joseph se van a llevar a los niños a la costa unos días —le cuento a Kate, y ella me mira sorprendida—. Esto es demasiado para Ava, Kate —empiezo a explicarle, esperando que llegue a comprender por dónde voy—. Veo lo sobrepasada que está. Yo, los niños, dieciséis años de recuerdos perdidos. Eres una de las únicas personas en su vida a las que sigue recordando ahora mismo.
—¿Y qué vas a hacer?
Kate se detiene y se vuelve hacia mí. La enorme señal de hospital que hay a lo lejos en un lateral del edificio brilla a pesar de que aún es de día. Un cartel considerable. Estoy harto de verlo. Es absurdo, pero deseo arrancarlo de la pared y prenderle fuego.
—Puede que jamás recupere la memoria, Kate. —Me encojo de hombros y me preparo para lo que estoy a punto de decir, angustiado—. Soy un extraño para ella. Un hombre sin más. Así que tengo que ir al principio e intentar que vuelva a enamorarse de mí.
Kate apoya su mano en mi hombro.
—Lo hiciste una vez, puedes volver a hacerlo.
Me río un poco entre dientes, mirando más allá de la mejor amiga de Ava.
—He dado las gracias a mi buena estrella todos los días de mi vida por haberla encontrado, Kate. Y por que, a pesar de mis defectos, me quisiera. —Sonrío, una sonrisa contenida llena de toda la tristeza que siento—. Fue un puto milagro que me aceptara la primera vez. Siento que fue mi oportunidad entre un millón. ¿Y si mi oportunidad ya no existe? ¿Y si no consigo hacer que ella lo vea? —Me llevo una mano al pecho y me clavo el puño entre los pectorales, intentando aliviar el creciente dolor—. Sería el final para mí.
—¿Dónde está el Jesse Ward que todos conocemos y amamos? —pregunta Kate, seria, y me da un suave puñetazo en el bíceps.
—¿Amamos? —pregunto levantando un poco una ceja, divertido.
—Sí, amamos —insiste, y esta vez el puñetazo es menos suave—. La derrota no va contigo, Jesse. Ava no se casó con un rajado. De hecho, supongo que sabes que se casó contigo porque no abandonaste. Eres un hombre al que le importa un huevo lo que piensen los demás. Un hombre capaz de pisotear todo lo que tiene delante para conseguir aquello que quiere. ¿Deseas recuperarla?
La miro sorprendido.
—¿Qué?
—A tu mujer. ¿Quieres recuperarla?
—Menuda estupidez de pregunta, joder —murmuro—. Y para ya con los puñetazos, por favor.
Ignora mi desdén y me apunta con un dedo a la cara, obligándome a recular o me lo meterá en el ojo. Kate es una de esas personas en este mundo a la que solo puedes respetar, aunque no siempre estés de acuerdo con ella. Y ahora que está embarazada, lo más inteligente sería no discutir.
—Pues haz lo que mejor sabes hacer y lucha por ella.
Se cuelga el bolso al hombro, lucha por controlar su labio tembloroso.
—Mi mejor amiga no se casó con un puto miedica.
Abro mucho los ojos y me río un poco. Puedes llamarme lo que quieras, pero no se te ocurra llamarme puto miedica.
—Cuidado con esa boquita —murmuro, fuerte pero tímidamente, atrayendo la atención de muchas de las personas que nos rodean, no me importa lo más mínimo.
Kate se aleja de mí a buen paso. A tan buen paso como una mujer muy embarazada puede alejarse, es decir, algo parecido a un tambaleo.
—¡Eso te lo guardas para tu mujer! —me grita por encima del hombro.
—¡No soy un puto miedica! —le chillo a un viejo que ha sido lo bastante estúpido como para acercarse demasiado; casi se le sale el corazón por la boca y se marcha a toda prisa. No hay lugar para la culpa. Era él o Kate, y Sam me despellejaría vivo si me atrevo a molestarla.
Me voy ofendido hasta mi coche, abro la puerta y me siento. Me miro en el espejo retrovisor. Dios, menuda pinta tengo. Así no aumentaré precisamente mis posibilidades de conseguir que mi mujer vuelva a enamorarse de mí. Debo recomponerme. Urgentemente. Y debo hacerlo antes de recoger a los niños. Tienen que verme con el aspecto más normal posible; así, cuando les explique lo que sucede, sabrán que estoy al cien por cien y que necesito que ellos también lo estén.