CAPÍTULO 19
A la mañana siguiente, estoy listo. He llamado al doctor Peters para asegurarme de que no estoy presionando demasiado a Ava, y él me ha tranquilizado diciéndome que mi plan de revisitar parte de nuestro pasado es buena idea. Pero que no sea muy duro con ella, y la advertencia me ha parecido una puta estupidez. También hemos comentado las cositas que empieza a recordar, las palabras, y se ha mostrado entusiasmado. En general, me siento bastante bien.
Sé hacia dónde vamos, lo que estamos haciendo, y tengo muchas ganas. El beso de anoche… fue solo un beso, pero a mí me llegó al alma. Sentí que Ava me daba esperanza. Hizo que volver a dormir solo fuese un poco más soportable.
—¿Qué miras? —pregunto cuando me doy cuenta de que me está mirando de arriba abajo en la entrada, sus ojos escrutando mi largo esqueleto.
—Es que no te veo llevando pantalones de cuero.
Se está estrujando la cabeza tanto que tiene la frente fruncida.
—Claro que tampoco te veía como dueño de un club de sexo.
Me mira a la cara y se encoge ligeramente de hombros.
—Supongo que ambas cosas van de la mano.
Suelto una carcajada sentida y ruidosa.
—No es lo que crees —le aseguro con una risita mientras le ofrezco unos pantalones de cuero—. Estos son los tuyos.
—Madre mía, ¿qué será lo siguiente que saques? ¿Un látigo?
Hago una mueca de disgusto y dejo caer el brazo al costado.
—Látigo no hay.
—Uy, mierda.
Cierra la boca, de pronto se siente incómoda.
—Me imagino que el tema látigos es mejor no tocarlo, ¿no?
—No es la parte más emocionante de nuestra historia.
Le doy el pantalón y lo coge, aunque con cierta cautela, no porque se siga preguntando qué estamos haciendo y por qué debe ponérselo, sino porque su cerebro le da vueltas a aquel episodio terrible.
—Me dijiste que yo también te castigué —dice, mirando los pantalones que tiene en la mano—. Tú te castigaste pidiendo que te azotaran, pero ¿cómo te castigué yo?
Me da un escalofrío, el restallar del cuero en su espalda resonando en mi cabeza como la tortura perfecta. Aunque acabé entendiendo las razones que me dio en su día, eso no hizo que aceptarlo resultara más fácil. Me asalta una ira que amenaza con aflorar mientras le dirijo una mirada de advertencia y cojo las llaves y las gafas.
—Preferiría no revivir uno de los peores momentos de mi vida.
Pero mi respuesta solo consigue despertar su curiosidad, y Ava, fiel a su estilo, insiste.
—Algo me dice que no es que pasara de tu culo unos días. O que no te dirigiera la palabra. Así que ¿cómo te castigué?
—No tiene importancia.
Voy hacia la puerta, deseoso de poner fin a esta conversación. Tonto de mí. Eludir preguntas y desviar la atención de Ava cuando empezamos a salir fue lo que me metió en aquel lío. ¿Es que no aprendo?
—Tu lenguaje corporal no dice lo mismo —aduce, haciendo que me pare en la puerta—. Habla.
Que hable. ¿Se lo creerá? Yo no podía creérmelo en su momento y fui testigo de la pesadilla que se desarrollaba ante mis ojos. Aquel cabronazo dándole latigazos, su cuerpo laxo. Trago saliva y me vuelvo para enfrentarme a ella y a mi responsabilidad.
—No me estabas castigando por acostarme con otra.
Se estremece cuando le refresco la memoria, y aunque ver eso me duele, una parte enfermiza de mí agradece su reacción. Porque es una muestra más de que le importo. Imaginarme con otra mujer le duele. Incluso ahora, que no me conoce.
—Entonces ¿por qué te castigué?
—Por dejarme azotar para librarme del sentimiento de culpa que tenía. Por hacerme daño a mí mismo.
Vuelve a estremecerse, una reacción sin importancia en comparación con la escena de terror que se vivió en La Mansión aquel día espantoso, pero que aún hace que se me erice el vello. La mandíbula se le tensa, a sus ojos asoma una expresión furibunda. Me resulta familiar, aunque poco grata en este preciso instante.
—Continúa.
Adopto su expresión estoica y desembucho.
—A ti también te azotaron.
Se queda boquiabierta.
—Dejaste que un hijo de perra te esposara medio desnuda y te azotara. ¿Estás contenta?
—¿Te dice mi puta cara que estoy contenta? —espeta, y tira los pantalones al suelo—. ¿Por qué coño iba a hacer eso?
—Porque… —empiezo.
Incapaz de contenerme, la rabia que ha permanecido latente en mi interior todos estos años brota imparable. Pego mi cara a la suya con aire amenazador, pero ella no se mueve lo más mínimo, sino que me planta cara. Mi pequeña retadora rebelde. Mi ángel. Mi Ava. Aquí está.
—Porque querías que supiera cuánto me querías. Porque querías que sintiera lo que sentiste tú cuando te enteraste de que me habían azotado.
Las aletas de la nariz se me inflan mientras ella me mira fijamente, nuestra nariz casi rozándose, mi cuerpo inclinado para asegurarme de que sea así.
—Y funcionó. Vaya si funcionó, joder.
La mandíbula, en tensión, le tiembla de mala manera. Ava está cabreada. Si está cabreada porque en el fondo sabe que es verdad que hizo eso o si lo está porque no se acuerda es algo que en este momento me trae sin cuidado. Porque, aparte del cabreo, veo un deseo intenso que me resulta familiar. Veo esa mezcla de furia y anhelo. La necesidad de decirme cuatro cosas y de quitarme la ropa.
Cuando nos enfadamos entre nosotros, el sexo es más apasionado, alocado y satisfactorio si cabe. Y eso es lo que estoy viendo ahora mismo, aunque no puedo ser yo el que haga el primer movimiento. Por primera vez en nuestra relación, dependo de ella para que me dé lo que quiero, y, lo que es más importante, lo que necesito más que cualquier otra cosa en el mundo: nuestra conexión, nuestra química.
—Bésame —exijo—. Ahora.
—Que te den.
—Esa puta boca —espeto serio, pero disimulando una sonrisa.
Ella no intenta esconder la suya.
—Que te jodan.
—Tres —digo en voz baja.
—Cero, nene.
Se abalanza sobre mí y pega su boca a la mía, prácticamente estrangulándome con los brazos cuando se me sube encima. Me tambaleo hacia atrás, y en mis pantalones de cuero se desata el puto caos: calor, sangre y carne dura haciendo estragos ahí abajo. Me come la boca sin dar tregua. Fuertes acometidas de su lengua contra la mía, tirones de pelo brutales, gemidos de placer profundos, guturales.
Me doy contra el marco de la puerta, con Ava subida encima, pero ello no hace que pierda de vista su misión. Solo puedo seguirle el ritmo, pidiendo en silencio que empiece a quitarme la ropa y quitársela para que pueda perderme en ella. Encontrar la paz que necesito. Disfrutar de la unión de nuestros cuerpos.
Su lengua caliente y húmeda explora mi boca, nuestras cabezas se inclinan y cambian de lado sin parar, adoptando otros ángulos, echándose hacia atrás, chocando de nuevo. Es la locura. Confusión. Absolutamente increíble.
Y termina tan deprisa como empezó. Como si acabara de recibir una descarga eléctrica de mil de voltios, Ava se aparta de golpe, obligándome a soltarla antes de que se zafe de mis brazos.
—Dios mío —farfulla, y se pasa las manos por la ropa, por todas partes, evitando mirarme a los ojos.
Ese beso me ha dejado sin respiración. Jadeo como si estuviese exhausto.
—No sé qué me ha pasado —dice.
Yo no he sido, murmuro para mis adentros, borrando la imagen que tengo de mí haciendo exactamente eso. Abalanzándome sobre ella. Arrodillándome sobre ella, sus brazos inmovilizados, poniéndole la polla en la cara mientras ella mira. Mi corrida en su preciosa cara. Y su lengua lamiéndomela de arriba abajo. Mierda. Me recompongo físicamente, buscando sitio en mis pantalones para la tremenda erección que tengo. No hay sitio. No en este puñetero pantalón.
—Es como si algo se hubiera apoderado de mí.
Levanta la vista y veo en el acto que lo entiende. Aunque no me conoce, lo entiende. La poderosa atracción que sentimos fue lo que nos llevó a la puta perfección. Y, gracias a Dios, eso no lo ha perdido.
—Sí, yo me apoderé de ti —replico, apartándome de la puerta.
Ava me mira con cara de sorpresa.
—Y no le des más vueltas, ¿vale, señorita?
La agarro de la mano, cojo los pantalones del suelo y la llevo fuera, al garaje.
Pulso el botón del mando a distancia y espero mientras la puerta se abre.
—Joder, Jesse. —Me suelta, entra en el garaje y señala las hileras de coches y motos—. ¿Son todos tuyos?
Me acerco al armario y cojo los cascos de uno de los estantes.
—Son todos nuestros, sí.
—Deben de valer cientos de miles de libras.
—Y por eso el garaje tiene alarma y todos los coches GPS.
—¿GPS? —Ladea la cabeza, interesada y preocupada a partes iguales—. ¿Tenía GPS mi coche?
—Por supuesto. —No me ando con rodeos—. Una aplicacioncita de mi móvil me decía dónde estabas en todo momento. —Me río cuando resopla, indignada—. No te preocupes. Tú también te nías la aplicación.
—¿En serio?
—Sí. Te preocupas por mí tanto como yo por ti.
Sostengo en alto los cascos.
—¿Para qué son?
—Vamos a nadar —respondo con sequedad y señalo sus manos—. Y ese es tu bañador.
Ava mira los pantalones de cuero que sostiene y entiende lo que le estoy diciendo. Coge aire deprisa y se vuelve hacia mi moto deportiva, sin lugar a dudas entusiasmada con la idea.
—¿Me voy a subir ahí?
Me río de nuevo.
—La primera vez que te monté no dijiste eso.
—¿Que me montaste?
Enarca las cejas con interés, haciendo que yo me ría aún más. Ahí está otra vez, insinuándose.
Me acerco a ella despacio, adoptando cierto aire inquietante, y me inclino, nuestras caras muy juntas.
—Te encanta montar en moto, pero te gusta más aún montarme a mí.
Se pone roja, y eso es algo que me satisface ver, una vez más me lleva al principio de nuestra relación, cuando intentaba ocultar lo deslumbrada que estaba conmigo. Trata de rectificar su aturdimiento.
—Pondría en duda lo que dices, si no supiera que es verdad.
—¿Ah, sí?
Interesante.
—Y ¿cómo lo sabes?
Empieza a moverse en el sitio, nerviosa, y sonrío mientras le miro el pecho: tiene los pezones como piedras. Y apuesto a que las bragas tampoco las tiene muy secas. Esas señales hacen que me entusiasme.
—Ponte los pantalones.
Ava sonríe, se aparta un poco y obedece, algo que también me resulta de lo más satisfactorio. Todo ese instinto que tiene. Es esperanzador.
—¿Monto sola? —inquiere.
Me burlo.
—Nunca. Solo conmigo.
—¿Por qué?
Su interés es genuino.
—Las motos son peligrosas.
—Los coches también —responde en voz baja mientras se sube el pantalón.
Me quedo callado y la miro. No puedo evitar pensar que si hubiese insistido en que condujera un Range Rover, ahora no estaríamos viviendo esta pesadilla. A juzgar por el estado en que quedó su Mini, me sorprende que ella siga viva. La sangre se me hiela en las venas solo de pensarlo.
—¿Estás bien? —me pregunta.
—Sí —me obligo a decir, ordenando a mi cerebro que deje esos insoportables pensamientos. Tengo a Ava, está aquí.
Los dos ya vestidos de cuero, le coloco el casco con delicadeza, sonriendo ligeramente mientras le ajusto la correa.
—Acabo de tener un déjà vu —musita, las mejillas apretadas—. Eso tiene que ser bueno, ¿no?
—Seguro que sí —afirmo mientras le muevo el casco con la mayor suavidad posible para comprobar que está bien puesto—. Joder, no se puede estar más buena.
—Lo sé. —Mueve la cabeza a un lado y a otro—. Y me alegra ver que tú también llevas pantalones de cuero.
Se queda helada, como yo, ambos mirándonos fijamente.
—¿Por qué he dicho eso?
De pronto parece perpleja, y mi esperanza se desvanece, pero no del todo, porque el médico ha dicho que está satisfecho. Todas estas cositas aquí y allá. Habrá un momento clave que hará que vuelvan todos los recuerdos. Algo que abrirá las compuertas.
Me adelanto e intento darle una explicación.
—Cuando nos conocimos, nunca me ponía ropa de cuero.
Su mirada baja a mi estómago y sé lo que está pensando: está pensando en las cicatrices que tengo en el estómago. Está pensando que debí de hacerme esas heridas en un accidente, y yo no la saco de su error.
—No te hacía mucha gracia —aclaro con naturalidad, y le señalo la moto con el brazo para invitarla a que suba.
Se acerca a ella sin pensarlo, sin dudar.
—No me extraña. No eres…
—Indestructible. Lo sé.
Ava se detiene un instante y vuelve la cabeza despacio para mirarme de nuevo el estómago.
—Esto es muy raro.
Dejo escapar una risa sarcástica.
—Un poco.
Me uno a ella, paso una pierna por la moto y me acomodo.
—Pon el pie en… —No termino la frase, ya que noto a Ava pegada a mí en el asiento, sus brazos en mi cintura—. Vale.
—Me da que debería estarlo, pero no estoy asustada —asegura, y se pega más a mí—. ¿Adónde vamos?
Al bajar la vista y ver sus manos entrelazadas sobre mi estómago, sentir su cabeza apoyada en mi espalda y su cuerpo junto al mío, me invade cierta paz. Tanto si lo sabe como si no, se fía de mí. Me pongo el casco, arranco mi Ducati 1299 Superleggera y pego unos acelerones estimulantes. El rugido se ve amplificado en el garaje y Ava se agarra más. Si no hubiese hablado con el médico, es evidente que esto no estaría pasando. Pero se encuentra cómoda. Muy cómoda. Además, jamás permitiría que le ocurriera nada.
Quito la pata, salgo del garaje y me dirijo a la carretera principal a una velocidad constante. Ava me pide que acelere, pero no le hago caso. Iremos lenta y prudentemente. Es algo que no suelo hacer, pero me acostumbro deprisa. Porque tengo que hacerlo.