CAPÍTULO 45
Ava
Esta mañana me he despertado como cada mañana a lo largo de las seis últimas semanas desde que llegaron a casa los niños: con Jesse pegado a mi espalda, sus labios recorriéndome la columna lenta e indolentemente. Es algo maravilloso, me deja la mente en blanco. Y, como siempre, me derrito con el calor de su boca, que me despierta de mis sueños. Cierro de nuevo los ojos y dejo que me lleve al paraíso, que mi cuerpo se ablande y mis sentidos tomen el control. El roce de nuestra piel al unirse hace que el calor se vuelva fuego. Notar su erección matutina contra mis muslos y mi culo hace que de desear pase a suplicar en silencio. Sentir su aliento en cada centímetro de mi piel hace que el hambre se vuelva voracidad. Echo atrás la mano, enredo mis dedos en la maraña matutina de su pelo, suspirando de satisfacción, amoldando mi cuerpo al suyo.
—Buenos días, señorita —musita mientras me mordisquea el hombro y hunde su pelvis en mi culo—. ¿Estás lista para mí?
—Siempre.
Es cierto. Mi cuerpo responde a él instintivamente. Mi deseo es constante.
Una embestida enérgica y lo siento dentro de mí, hondo y arriba, mis dedos agarrando su pelo mientras grito de placer, sus dientes mordiendo mi carne mientras gime. Estoy flotando. Estoy en el séptimo cielo, segundos después de despertar, y sé que eso es lo que Jesse pretende cada mañana: que empiece el día recordando lo estupendos que somos. La verdad es que no es necesario.
Miro a este hombre y ardo por dentro. Lo escucho, con independencia de lo que diga, y me reconforta enormemente su áspera, grave voz de barítono. Siento que me toca y sé que siempre estuvimos incompletos sin el otro. Somos uno.
Nuestros cuerpos se mueven en perfecta sintonía, fluyendo con suavidad y parsimonia, como si se conocieran a la perfección. Porque se conocen a la perfección. Jamás podría cuestionar la sensación de que esto va bien cuando compartimos esta intimidad, ni siquiera cuando tengo un mal día, cuando la frustración me puede, cuando pasa un día entero sin que recupere un solo recuerdo que me anime a seguir adelante.
Esos días se han convertido en semanas. Han pasado seis semanas y no tengo nada, ningún recuerdo, ningún flashback, solo las migajas de lo que reconstruí antes de que mi cerebro decidiera poner el freno en lo que respecta a mi pasado. Como si un corcho hubiese taponado el orificio, impidiendo el flujo. Y Jesse se ha percatado. Sus atentos ojos siempre me están observando, sus oídos siempre aguzados. Llevo semanas sin darle nada. Veo la decepción escrita en su rostro, por mucho que intente disimularla con amor.
Me siento presionada. Solo noto alivio cuando hacemos el amor, cuando consigue que mi cabeza se quede completamente en blanco, o cuando voy a yoga con Zara, que todavía no sabe lo de mi accidente y el estado en que me encuentro, y es estupendo, porque ella es mi otra vía de escape. Nunca tengo la sensación de que la decepciono. Nunca tengo la sensación de que me mira como si yo debiera saber algo. Mi nueva amiga es el respiro que tanto necesito.
Sé que Jesse y yo estamos creando nuevos recuerdos, unos recuerdos maravillosos, pero todos los días me quedo mirando la pared llena de fotografías del salón y me pregunto adónde demonios habrá ido a parar todo eso.
—Para —musita, y sale bruscamente de mí y me da la vuelta.
Mi apesadumbrada mirada se clava en sus ojos verdes, esos ojos que me gritan un millar de emociones cada vez que los miro y que esta mañana reflejan la preocupación que siente Jesse.
—Seguimos siendo nosotros. Seguimos teniendo a los niños. Te sigo queriendo y tú me sigues queriendo a mí. Eso es todo lo que importa.
Y adelanta la dura pelvis y me penetra de nuevo, apoyándose en los antebrazos. Su peso me calma, me recuerda que puede que haya perdido muchos recuerdos de este hombre, pero por lo menos sigue conmigo. El incesante dolor que siento cuando se me pasa por la cabeza que podría estar sin él basta para decirme que donde estoy es donde tengo que estar. Aunque no hace falta que nada me lo recuerde, no cuando cada fibra de mi ser me lo dice.
Llevo mis manos a su espalda y las paso por esa carne firme, lo acaricio.
—Esto es todo lo que necesito —afirmo, tragando saliva cuando se retira despacio, intencionadamente despacio, sus ojos en los míos cuando me embiste otra vez con precisión y suavidad.
—Nada podrá separarnos.
Me penetra de nuevo y me besa tiernamente, y mis piernas suben a su cintura para aferrarme a él todo cuanto pueda.
—Así, nena. Agárrate bien.
El cambio de ritmo, de una lenta fricción a profundas acometidas, hace que me cueste seguir besándolo, mi lengua errática en sus movimientos, casi enloquecida.
—¿Estás a punto?
Se aparta, no necesita oír mi respuesta, solo quiere verme la cara cuando caiga por el abismo. Clavando los puños en la cama, sube la apuesta, mezclando arremetidas con giros, pasando de la intensidad a la lentitud. Estoy absorta en él, asombrada por el placer por donde me lleva. A lugares en los que puedo olvidar. Donde no existe nada salvo él y yo y la pasión que compartimos.
El sudor de su frente brilla con la tenue luz, su rostro comienza a tensarse cuando mi placer culmina y estalla, haciéndome temblar con fuerza en el acto, la sensación de cosquilleo demasiado intensa, mi carne demasiado sensible. Y él lo sabe, porque sus movimientos cesan, y ejerce presión en el punto preciso, aumentando la sensibilidad, mientras se corre con fuerza, reprimiendo un rugido, la cara roja de la sangre que afluye a su cabeza. Mis paredes internas lo agarran con voracidad y lo dejan seco, el calor de su esencia vertiéndose dentro de mi cuerpo.
Jesse se desploma, exhausto, abrazándome, aún muy dentro de mí, donde se quedará los próximos diez minutos mientras me dormita encima, acariciándome con la nariz y besándome el húmedo cuello de vez en cuando, susurrándome ternezas al oído. Y yo lo retengo y saboreo el preciado momento cada mañana antes de levantarme y enfrentarme al día.
Respiro en su hombro mientras nos tranquilizamos, estrujándolo, acercándolo a mí todo lo posible. A mi manera, sin necesidad de usar palabras, le estoy diciendo que me alegro de seguir donde estoy. Claro que no es que tenga mucho más que hacer: de momento me es imposible trabajar.
Probé hace unas semanas, convencí a Jesse de que me dejara volver al despacho, y me dejó, aunque de mala gana. Solo tardé diez minutos en darme cuenta de que estaba perdida: diez minutos mirando los papeles que tenía en la mesa, diez minutos con Jesse observándome desde el sofá mientras yo le exigía a mi cerebro que me dijera qué tenía que hacer, y diez intentos fallidos de introducir mi contraseña en el ordenador, antes de que me viniera abajo y me rindiera a la evidencia de que en el gimnasio no podía hacer nada de provecho.
No me gustó, no me gustó nada, y no fue solo porque me sintiera tan inútil. Esa mujer que trabaja para nosotros no le quita los ojos de encima a Jesse, y vi claramente que mi presencia no era bienvenida. Aprieto los ojos, intento recordar su nombre. Pequeñeces, pequeñeces que aprendo se me escapan de la memoria en cuanto llegan a ella. Como los nombres. «Cherry». Exhalo y le doy las gracias a mi cerebro por facilitarme la información que buscaba. Ojalá también pudiera devolverme mis recuerdos.
¿Sirvo para algo? Me regaño nada más cuestionar mi valía, porque sí estoy haciendo un trabajo valioso: ser la mejor madre que puedo, aunque a veces pongo en duda mi capacidad a ese respecto. Como cuando Jacob vino a casa con unos problemas de matemáticas sencillos. Simples ecuaciones que sé resolver de cuando iba al colegio, mucho antes de que perdiera la memoria. Sin embargo, no logré hacerlas. Mi cerebro se negó en redondo.
O como cuando Maddie y yo fuimos a comprar su vestido para la boda de Raya y Drew. Escogí muchos modelos, y cada uno de ellos era rechazado. Ni siquiera sabía cuál era el estilo de mi hija. Ese es un día que me gustaría olvidar, porque empeoró cuando paramos un taxi para que nos llevara a casa y yo ni siquiera recordaba la puñetera dirección. Había desaparecido, borrada de mi cabeza como si Jesse no me la hubiese repetido mil veces en las últimas semanas. Por suerte, mi hija me salvó.
Pero no pudo salvarme de la ira de su padre cuando aparecimos en el taxi. Se suponía que debía llamarlo para que fuera a recogernos, pero yo confiaba en poder librarme de la tristeza que me embargaba durante el camino de vuelta a casa. Y lo había conseguido, pero Jesse perdió los nervios. Entonces me vine abajo, llorando, mientras Maddie lanzaba su ira contra su padre. La situación es delicada. Estamos todos que nos va a dar algo, y mi puta memoria es la causa, el hecho de que mi cerebro se niegue a darme lo que necesito, lo que necesitamos todos, para seguir con nuestra vida con cierta normalidad.
Luego hay momentos como los de ahora. Momentos en que de mi cerebro desaparece la mierda que lo emponzoña. Momentos en que Jesse me ayuda a escapar. Y hay momentos con Maddie y Jacob. Momentos en que miro a esos niños preciosos e intento hacerme a la idea de que son míos. De lo afortunada que soy. Lo estupendos que son, que sean capaces de hacerme sonreír incluso en los días más sombríos. Las bromitas que hacen a costa de su padre, su forma de contar lo que saben de nuestra historia de amor. Podría pasarme horas escuchándolos.
—Basta de penas por hoy. —Su voz, ahogada en mi cuello, es aun así grave—. Hoy es la despedida de soltera de Raya.
Me sorprende que me lo recuerde, porque sé que está luchando contra su instinto, que le dice que me retenga, que no me deje ir. Y sé que le ha leído la cartilla a Kate. Si será tonto. La pobre lleva casi un año sin tomar una copa, tendrá más ganas de pasar un buen rato entre chicas y darle al alcohol que yo.
—¿Quieres decir que me dejarás libre esta noche? —lo pincho.
Aunque no debería. Tengo muchas ganas de que llegue esta noche, para pasar tiempo con Kate. Si me retira el permiso, se armará una gorda.
Tras salir de su escondrijo, enarca una ceja y sus labios dibujan una línea recta de desagrado.
—¿Me estás poniendo a prueba?
Me tenso cuando su mano baja hasta mi cadera.
—No, nunca —respondo, conteniendo deprisa la respiración.
Me pilla siempre. No tengo nada que hacer contra él, su poderosa anatomía se ríe al ver mi cuerpecillo.
—Y serás sensata, ¿verdad que sí? —Hunde ligeramente sus maliciosos dedos en mi carne y pego un bote, y acto seguido asiento con vehemencia—. Y estarás en contacto conmigo, ¿verdad que sí? —Más dedos, otro bote y otro sí—. Y antes de marcharte me dejarás que te inmovilice y me corra en esas tetas preciosas, ¿verdad que sí?
Soy incapaz de mostrarme conforme. No es que él quiera que lo haga, porque hace lo que le sale de las narices cuando le sale de las narices.
—¿Es que quieres marcarme?
—A decir verdad, es a ti a quien le gusta marcarme. —Se señala el pectoral—. Lo echo de menos.
No puedo evitar fruncir el ceño.
—¿Qué echas de menos?
—El pequeño chupetón del pecho que me ha hecho compañía estos doce últimos años. Me siento algo incompleto sin él. —Ladea la cabeza para dar a entender su deseo—. Chupa, nena. —Se vuelve y me señala el sitio donde me quiere.
Me hace gracia, aunque empiezo a acostumbrarme a algunas de las rarezas de las que me estoy enterando sobre nuestro matrimonio. Y lo cierto es que no pienso privarme de pasar unos minutos más juntos en la cama. Así que me siento en su cintura y me pego a su firme carne, chupando y observándolo para ver su cara de satisfacción. Este tío está como una cabra. Y yo también, puesto que le sigo la corriente con todas las locuras que me propone.
—¿Satisfecho? —pregunto mientras inspecciono el perfecto círculo morado.
—Mucho. —Se levanta de la cama y me arropa—. Preparo yo a los niños para el colegio.
Veo que se pone un bóxer y sale de la habitación, mis ojos clavados en su ancha espalda hasta que desaparece.
Me relajo y pienso en esta noche. Necesito un copazo. Anestesiarme para no sentir nada. Y eso es exactamente lo que pretendo hacer.