CAPÍTULO 46

Me siento en la cocina intentando no pensar en que Ava está arriba preparándose para salir. Muchas mujeres juntas y mucho alcohol. Y una de ellas dio a luz hace mes y medio y según Sam se muere de ganas de disfrutar de una noche de libertad, puesto que las seis semanas de lactancia han terminado. Me obligué a acceder, y ahora me arrepiento. Cojo el teléfono y llamo a la madre de Ava.

—¿Ocurre algo? —contesta a modo de saludo.

—No ocurre nada. —El gesto se me tuerce—. ¿Qué haces esta noche? —pregunto como si tal cosa.

Los niños me miran. Están sentados a la isla, terminando de cenar. Saben lo que pretendo. Me llevo un dedo a los labios para que me guarden el secreto.

—Yo voy a salir —responde Elizabeth—. Bridge y cócteles.

Mierda.

—Vale. Pásalo bien.

Cuelgo y tamborileo con los dedos sobre la encimera de mármol, pensando.

—Ah. —Llamo deprisa a John—. Hola, grandullón —digo.

—No.

Su respuesta brusca y contundente hace que frunza el ceño.

—¿Qué?

—Es la despedida de soltera de Raya. Y no, no me quedaré con los niños para que tú puedas agobiar a tu mujer.

Refunfuño.

—Vaya un amigo.

—Que te den. ¿Has sabido algo de Sarah?

Mi ánimo empeora más aún.

—No. ¿Por qué? ¿Debería?

—Solo era una pregunta. Espero que se vaya a la mierda pronto, porque, la verdad, estoy harto de verle la puta cara.

Me estremezco por la parte que le toca a Sarah.

—Dile que se vaya, John.

—No puedo. Lo he intentado, joder, pero tengo a tu puto tío Carmichael en la oreja, como un puto mosquito tocapelotas, diciéndome que me porte bien con ella o me perseguirá durante toda la puta eternidad.

Sonrío un poco, pero también estoy cabreado.

—No le debes nada. El tío Carmichael no le debe nada.

—Eso díselo a un muerto —gruñe, y me cuelga.

Me sumo en mis pensamientos, volviendo un instante a mi pasado. Entonces veo que los niños me miran con recelo.

—¿Qué?

—No lo hagas, papá —aconseja Maddie—. Mamá te arrancará la cabeza y jugará al fútbol con ella.

—Te arrepentirás —advierte Jacob.

Mirando mal a mis hijos, me voy de la cocina y subo a donde Ava se está arreglando. ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Pasarme toda la noche muerto de preocupación?

La veo en ropa interior delante del espejo. Lanzo un gruñido. ¿Qué intenta hacerme?

—Estás preciosa —digo de mala gana, y pongo el culo en la cama.

Me mira por el espejo con una sonrisilla en los labios sin pintar mientras se recoge el pelo.

—Todavía no me he vestido.

Me encojo de hombros y hago un mohín como si fuese un colegial malhumorado.

—Estás preciosa igual.

—¿Has venido a marcarme?

Miro a la puerta y oigo a los niños abajo, en la cocina. El margen de que dispongo para marcarla es limitado.

—¿Qué te parece esto?

Vuelvo a mirar a Ava y veo que sostiene en alto un vestidito negro. Me limito a sacudir la cabeza. Ni de coña.

—¿Y esto?

Me enseña algo verde, que nuevamente rechazo. Ava suspira y hace un gesto con el brazo con el que abarca el armario.

—Escoge un vestido, el que más rabia te dé.

Bien. Le está pillando el tranquillo. Solo tardo cinco minutos en encontrar algo adecuado: un vestido de punto largo, de cuello alto y manga larga.

—Perfecto —afirmo.

—No pienso ponerme eso.

Me quita el vestido de la mano y lo cuelga donde estaba. Coge otro deprisa y vuelve al dormitorio.

—Y no te enfurruñes.

—Y eso tampoco —digo, yendo tras ella.

Se está poniendo una mierda dorada cuando llego a la habitación, en la cara una sonrisa lujuriosa.

—¿Por qué tienes que ser tan puñeteramente guapa?

Mi mujer es una diosa, y sé que todos los demás hombres del planeta pensarán lo mismo. Y con ese vestidito dorado es una diosa resplandeciente. Sus mejillas también resplandecen, y se ha ahumado los ojos, lo que hace que su mirada sea tremendamente seductora. Esos ojos dicen: llévame a la cama.

—No mires a ningún hombre a los ojos —le advierto, dejándome caer en la silla del rincón del dormitorio. Estoy de bajón. De mal humor. No lo puedo evitar.

Se acerca y se vuelve despacio, gira la cabeza y me mira. Con la barbilla aún baja, levanto la vista y recorro su espalda al aire hasta llegar a sus ojos.

—¿Me subes la cremallera?

—No —gruño, y ella esboza una sonrisa divina.

—Por favor… —Es un ronroneo que me da en la polla y consigue que esta pase de medio tiesa a como una piedra.

—¿Por qué me haces esto?

Lo digo en serio. Basta con mirarla: esa belleza, aún en todo su esplendor, relumbra ante mí como si fuese una criatura de otro mundo. Llevo el día entero intentando razonar conmigo mismo. Me he dicho que Ava necesita soltarse el pelo y estar con sus amigas. Sin embargo, esa vena mía primaria, posesiva, ha ido aumentando hora tras hora, y ahora dudo de si no debería atarla a la cama. Me lo planteo durante un segundo, pensativo, ladeando la cabeza mientras lo sopeso. Podría hacerlo. Ella no podría impedírmelo.

—Ni lo sueñes, Ward —advierte.

Lo paso por alto. Me encanta cómo me lee el pensamiento.

—Y ¿qué harás al respecto?

—Divorciarme. —Se señala la espalda y yo me quedo boquiabierto—. Súbeme la cremallera.

—No.

—Vale. Ya me la subirá Kate cuando llegue.

Se aleja tranquilamente, pavoneándose y meneando el culo. Salgo disparado de la silla y la cojo antes de que llegue a la puerta.

—¡Jesse! —exclama cuando me la echo al hombro y la llevo a la cama.

Me doy cuenta de que ha gritado mi nombre más entre risas que enfadada. Estaba preparada para mi maniobra.

La tiro en la cama, me quito la camiseta y la agarro por las muñecas, inmovilizándola, mientras me siento a horcajadas en su estómago. Se sopla para apartarse de la cara unos mechones de pelo y me mira. Y sonríe. Sabe lo que va a pasar a continuación. Le sujeto las manos con las rodillas y me saco la polla.

—Dime que me amas —exijo, mi voz ya delatando el deseo que siento.

—Te amo —obedece de inmediato, y sonrío.

—Dime que solo tienes ojos para mí.

Me acaricio despacio la verga, viendo cómo me mira.

—Solo tengo ojos para ti.

Se pasa la lengua por los labios, alza la mirada.

—Joder, no puedes estar más sexy cuando te tocas.

—Esa boca.

Dejo caer una mano en la cama y empiezo a mover la otra arriba y abajo despacio, una energía eléctrica recorriéndome la piel. Me inclino y la beso con avidez en la boca. No tardo mucho en encontrar el ritmo, el cuerpo en tensión de placer.

—¡Papá! ¡Mamá! ¡Ya está aquí todo el mundo!

El grito de Maddie se oye como si fuese una sirena de niebla, seguido del sonido de sus pies en los peldaños. «¡No! ¡No, no, no!»

—¡Mierda!

Suelto la polla y profiero un sonido de fastidio cuando vuelve atrás como un resorte y me da en el bajo vientre.

—Hombre, no me jodas.

—Date prisa.

Ava se levanta de la cama mientras yo me pongo el pantalón, sentándome en el borde para disimular mi descomunal erección bajo la fina tela. Estoy sudando, y no es de preocupación. Me siento como si fuese una bomba que no ha explotado. «Me cago en la puta».

Mi hija llega a la habitación, entusiasmada.

—También ha venido Betty. —Tuerce el gesto al verme sentado en el borde de la cama—. ¿Y tú por qué estás cabreado?

—Por nada —ladro prácticamente, y Ava suelta una risita y se pone delante de mí para que le suba la cremallera.

—Ahora mismo bajamos. —Vuelve la cabeza y arquea sus perfectas cejas—. Cuando tu padre me suba la cremallera.

Hago un mohín mientras se la subo despacio.

—No estoy contento —afirmo, asegurándome de dejar claro mi desagrado, aunque se me note perfectamente en la cara—. Pagarás por esto más tarde.

—Ya, ya.

Sale de la habitación y me deja solo para que me tranquilice y se me baje y me ponga la camiseta. Tortura. Esto es una puta tortura.

Bajo la escalera cuando me he adecentado y al entrar en la cocina me encuentro a todos nuestros amigos. Sam lleva la sillita del coche en el brazo y Maddie le hace monerías a Betty. Drew ha ido a coger una cerveza, y las chicas están juntas en la isla, diciendo maravillas de los vestidos que lucen.

—¿Se puede saber qué coño te pasa? —pregunta Drew, y me da una cerveza mientras me siento en un taburete.

No hace falta que les conteste. Sam se ríe, y después Drew. Todas las personas que forman parte de mi vida saben por lo que estoy pasando. Me llevo el botellín a los labios y casi escupo la cerveza cuando Kate se vuelve hacia mí.

—¡Joder, Kate! —digo, secándome la boca.

El palabra de honor que lleva no es muy corto, por la rodilla, pero tiene las tetas casi en la cara. Pestañeo deprisa y desvío la mirada hacia Sam. ¿Le parece bien? Ladeo la cabeza con expresión inquisitiva, pero él se limita a sonreír, escudriñando el tremendo escote de Kate.

—Si podemos quedárnoslas, por mí encantado. —Deja la silla de Betty en la isla y se sienta en el taburete de al lado.

—¿Es excesivo? —pregunta Kate mientras se echa el pelirrojo pelo hacia delante, para que le caiga sobre el pecho.

Raya se ríe y sirve vino en tres copas. Por lo menos ella va de lo más presentable, el vestido de manga larga no es muy escotado, el negro de la prenda marca un fuerte contraste con el rubio claro de su pelo. Mi aprobación es efímera. Cuando se vuelve deja al descubierto la espalda. O la falta de espalda. La lleva toda al aire, hasta el culo. Lanzo un suspiro, preguntándome si es esa parte nada razonable que todo el mundo me dice siempre que tengo o si solo será la edad.

—No os paséis con el vino —gruño, señalando con el botellín a Raya mientras sirve en las copas.

Sonríe al dar el primer sorbo.

—No pensarás colarte en mi despedida de soltera, ¿verdad?

Miro ceñudo a mis supuestos amigos, ninguno de los cuales me mira.

—No.

Lo haría, si tuviera a alguien que se quedara con los niños.

—Bien. —Kate brinda con las chicas—. Me he pasado seis semanas dando el pecho. Mis pezones no pueden más. Me voy a coger un buen pedo. —Mira a Sam, que pone los ojos en blanco, aunque no dice nada—. Si sigo en pie cuando llegue a casa, quiero que me tires al suelo de un bofetón. —Bebe un sorbo de vino—. Porque tendré la sensación de no haber hecho las cosas bien si no acabo en el suelo.

Toso de nuevo, mirando a mi amigo para que diga cuatro cosas. Pero, una vez más, lo único que hace es poner los ojos en blanco. Esto es ridículo. El vino, los vestidos, hablar de emborracharse. Me devano los sesos para que se me ocurra alguien, quien sea, al que pueda llamar para que venga a cuidar a los niños, pero no me viene a la cabeza nadie. Podría llevármelos. Una pequeña aventura por Londres.

Drew me da en el costado, serio.

—No les pasará nada.

Para él es fácil decirlo. ¿Es que soy el único que está preocupado?

—Alguien tiene que parar este circo.

—Aprecio demasiado mi vida.

Drew me propina una buena palmada en el hombro, haciendo que me dé con los dientes contra el botellín.

—Vamos, chicas. —Da unas palmadas para reunirlas y va con ellas a la puerta.

—No le pasará nada, papá. —Jacob aparece a mi lado, ofreciéndome el tarro de mantequilla de cacahuete.

Dedico una sonrisa forzada al cabroncete y meto el dedo en el tarro.

—Lo sé, hijo —respondo, aunque solo sea para tranquilizarlo.

No le pasará nada. ¿Cuántas veces me he dicho eso a lo largo de los años? Hasta que pasó lo que pasó.

—Ojalá pudiera ir yo.

La afirmación de Maddie hace que deje de chuparme el dedo, mis alarmados ojos clavados en mi hija. Por Dios, ese es otro buen motivo de agobio, aunque distinto. Solo pensarlo me deja tieso. O más tieso de lo que ya estoy. Ahora bien, no me pensaría dos veces encerrar a mi hija en un armario.

—No hasta que cumplas cincuenta —le digo, y salgo de la cocina detrás de Sam.

Me ablando al ver a Betty durmiendo apaciblemente en la sillita. Parece que fue ayer cuando mis hijos eran tan pequeños. ¿Cómo ha podido pasar así el tiempo?

Los niños suben a su habitación mientras yo voy a la puerta. Doy alcance a Ava antes de que salga de casa y la retengo. La mirada que veo en su resplandeciente cara es una señal segura de que está preparada para escuchar lo que le voy a decir. Parece aburrida. Acorralándola, la beso en la mejilla.

—No hables con desconocidos.

—No lo haré.

—Abróchate el cinturón en el coche.

—Vale. —Se pone de puntillas y me da un beso en la cara.

—No te pases con la bebida.

—Sí, señor.

—Siéntate si te notas mareada.

—Sí.

—Llámame si me necesitas.

Separándose, sonríe y me acaricia la mejilla con cariño.

—No me pasará nada.

¿Por qué no para todo el mundo de decir eso?

—Respóndeme cuando te mande un mensaje.

Ahora la estoy mosqueando, aunque me sigue la corriente.

—Lo haré.

—Buena chica. —Le doy un beso, mis brazos negándose a soltarla—. Pásatelo bien. —Suspiro y me obligo a dejarla.

La inquietud que siento siempre está ahí, pero ahora parece peor que nunca.

—Te amo.

—Lo sé.

Corretea hasta el coche de Drew.

—Las llevo y las voy a buscar —dice este. Sabe que necesito oír eso—. Te llamo cuando vengamos para acá.

Asiento y cierro deprisa la puerta antes de sucumbir a la tentación de salir corriendo tras ella para traerla de vuelta a casa. Puede que el dolor que siento sea poco razonable y mi mal humor, excesivo, pero después de haber pasado por lo que hemos pasado no creo que me abandone nunca. Es una maldición, un peso que llevo en la chepa.

Pero no debo permitir que me aplaste.