CAPÍTULO 43
Volvemos a casa en silencio. Un silencio incómodo. Cojo aire un millar de veces para preguntarle a Ava en qué está pensando, pero cambio de opinión. Quizá porque me preocupa lo que pueda decir. ¿Quiere más espacio? ¿Piensa que la estoy agobiando demasiado? ¿Me odia por mandar fuera a los niños para que pudiera concentrarme en redescubrirnos como pareja? Las preguntas se van acumulando hasta que noto que la cabeza me estalla.
—Ava…
Me interrumpe su teléfono, que ella coge en lugar de dejar que suene y dedicarme su atención. Mis manos se aferran al volante, la irritación apoderándose de mí.
—¡Hola! —De pronto parece contenta—. Sí, claro. —Se ríe, y yo frunzo el ceño, preguntándome con quién estará hablando, porque Kate está en el hospital—. Te veo allí. —Cuelga y me mira—. ¿Qué ibas a decir?
Se me ha quedado la mente en blanco.
—¿Quién era?
—Ah, Zara.
Se mete el móvil en el bolso. Zara. La que le llenó a mi mujer la cabeza de ideas estúpidas con lo de buscarse otro trabajo.
—Quiero que la conozcas. Es estupenda.
Me muerdo la lengua para no acabar discutiendo. Probablemente sea mejor que no conozca a Zara. No puedo garantizar que no vaya a aclararle unas cuantas cosas.
—Claro.
Cuando llegamos a casa, estoy a punto de soltarle algunas de las preguntas que se me han ido acumulando, pero Ava se me adelanta y me obliga a frenar en seco.
—¿De quién es ese coche? —pregunta mientras señala al frente, haciendo que mire yo.
El Land Rover de sus padres está aparcado delante; y la puerta de casa, abierta de par en par.
—Los niños han vuelto.
Noto en el estómago una mezcla de nerviosismo y temor cuando paro el coche. No sé cómo saldrá esto. ¿Cómo estará Ava? ¿Cómo estarán los niños?
—¿Te encuentras bien?
—Sí —dice en voz baja mientras sale del coche.
Se queda junto a la puerta unos instantes después de cerrarla. Yo me quedo sentado, preparándome para el reencuentro. Es importante que no me emocione. No quiero dar a los niños ningún motivo de preocupación. Tras respirar hondo, me bajo y doy la vuelta para unirme a Ava, que me sonríe cuando le cojo la mano.
—¿Lista?
Respira mucho más profundamente que yo.
—Lista —confirma, y deja que la lleve hasta la puerta.
Cada paso que da es comedido, cada respiración, audible. Está haciendo exactamente lo mismo que yo: preparándose. La entrada es un caos de bolsas y zapatos, la casa vibra con los sonidos que llegan de la cocina, de los mellizos. Es normal. Miro a Ava mientras vamos hacia esos sonidos y veo que sonríe, en sus ojos un nuevo motivo de felicidad. Y esa felicidad me proporciona felicidad a mí, y le aprieto la mano, y me mira.
—Si se te hace muy cuesta arriba, me lo dices —pido—. Si necesitas espacio para respirar.
—¿De ti o de los niños? —inquiere, enarcando las cejas con aire burlón.
La miro mal de broma mientras le suelto la mano y le paso el brazo por los hombros.
—El sarcasmo no te pega, señorita.
—Lo que tú digas.
Al entrar en la cocina veo que los niños están sentados en la isla mientras la madre de Ava da vueltas por la estancia y Joseph la sigue, obedeciendo órdenes. Maddie está concentrada en su iPad, y Jacob ha metido el dedo en un tarro de mantequilla de cacahuete. Es como si no se hubieran ido nunca. Nos quedamos los dos en el umbral unos instantes, en silencio, contemplando la escena. Porque es caótica, cotidiana y preciosa.
—Han vuelto los niños —comento, y Ava suelta una risita y me dedica una mirada rebosante de amor.
—Gracias por el tiempo que hemos pasado juntos. —Se estira y me da un beso en la mejilla—. Han sido algunos de los mejores momentos de mi vida.
No sé si la punzada que siento en el corazón es de dolor o de felicidad. Hemos vivido algunos momentos increíbles en nuestra vida, y ella no recuerda ninguno.
—¡Mamá! ¡Papá!
Maddie se baja del taburete como una flecha y echa a correr hacia nosotros. Veo que rodea el cuerpo de Ava y la abraza con fuerza. Jacob no tarda en unírsele.
—Muy bonito —refunfuño, alborotándoles el pelo—. A mí también me habréis echado de menos, ¿no?
Ninguno de los dos se separa de Ava, y no se lo tengo en cuenta. Además, estoy demasiado satisfecho y encantado viendo a la madre de mis hijos reaccionar con su ataque, los ojos cerrados, los brazos en la espalda de los pequeños, la cara enterrada en su coronilla. Los está oliendo, empapándose de su olor. No creo haber visto nunca nada más maravilloso. Ava me mira un instante y sonríe con suavidad, y veo cierto temor en los ojos castaños oscuros. Le guiño un ojo, mi forma de decirle sin palabras que lo está haciendo genial.
Tras soltar a Maddie, Ava me indica que me acerque, y en cuanto me tiene a su alcance, tira de mí para que me sume a ellos, y yo los abrazo a todos. Mi mujer y mis hijos. Mi mundo, a salvo entre mis brazos. Tengo que tragar saliva repetidas veces para no perder la compostura.
Los mellizos, que por lo general son alérgicos a cualquier muestra de afecto que venga de mí a menos que quieran algo, ni se mueven, sin quejarse, hasta que Ava y yo estamos listos para soltarlos. Me cuesta lo mío, pero por fin doy con la fuerza de voluntad necesaria para apartarme, dejándolos para que respiren. Aunque mi respiración aún es superficial, mi corazón aún va a mil. Abrumado. Joder, no podría estar más abrumado.
La madre y el padre de Ava se acercan cuando nos hemos separado, y Elizabeth me saluda con la cabeza mientras abraza a Ava.
—¿Cómo estás, cariño?
—El médico está muy satisfecho con mis progresos —contesta, porque no hay más que decir—. Y yo me alegro de que hayan vuelto los niños y podamos seguir con nuestra vida.
Joseph viene a estrecharme la mano, los niños cerca, pidiendo más información, a juzgar por la expresión de su cara. Qué decirles es algo que me da verdaderos quebraderos de cabeza.
—Me alegro de verte, Jesse —dice Joseph, y al apretón de manos añade una palmadita firme en la espalda.
—¿Qué tal se han portado los niños?
—Fatal —farfulla, aunque lo dice de broma—. Son desobedientes y maleducados y siempre se están quejando.
—Vamos, Joseph —se ríe Elizabeth, y me acaricia el brazo al pasar—. Vi que no teníais nada en la nevera, así que fui al supermercado. —Comienza a vaciar bolsas, a llenar la nevera—. Leche, pan.
—Gracias, mamá. —Le señalo un taburete a Ava—. Siéntate.
Se sienta a la isla mientras ayudo a Elizabeth a sacar la compra y escucho a Ava, que les cuenta a los niños todo lo que nos acaba de decir el médico. Sonríe constantemente, les dice que está contenta y que ellos también deberían estarlo.
—Y ahora que habéis regresado, podemos hacer exactamente eso —propone—: volver a la normalidad.
—¿Y la memoria? —quiere saber Jacob mientras recupera el tarro de mantequilla de cacahuete—. ¿La vas a recuperar?
—El médico es muy positivo al respecto —contesta Ava, mirándome—. Y si no la recupero, crearemos nuevos recuerdos.
Sonrío, muy a mi pesar, al notar la mano de Elizabeth en mi brazo. Miro a mi suegra y la expresión que veo en su cara me infunde ánimos.
—Gracias por quedaros con ellos —digo de corazón.
Ella me da un golpecito en el brazo antes de quitarme la bolsa de plástico vacía que sostengo en la mano.
—Anda, calla —responde, y tira la bolsa a la basura.
Pongo los ojos en blanco y me acerco a mi mujer y a mis hijos, sumándome a la animada conversación. Me sitúo detrás de Ava, le rodeo la cintura con los brazos y apoyo la barbilla en su hombro. Ella pone sus manos en las mías y ladea el cuello para poder verme.
—Papá, por favor… —suspira Maddie, y pierde el interés en la conversación y vuelve con su iPad.
Por su parte, Jacob parece absolutamente encantado con mi despliegue de afecto en público. Pues claro. Es normal que papá no suelte a mamá. Sonríe, el dedo embadurnado de mantequilla de cacahuete, su atención fija en nosotros.
Ava lanza un suspiro y se recuesta en mí.
—Tengo la sensación de que así es como deberían ser las cosas —asegura, y parece un poco triste, como si se diese cuenta de lo mucho que los ha echado de menos.
—Porque así es como deben ser. —La beso en el pelo antes de apartarme de ella—. A ver, ¿qué hago de cena?
Me dan tres opciones distintas, todas a la vez. Y sonrío, porque así somos nosotros.