Monte Accio.

Aprilis del año 31 a. n. e.

La disposición táctica de Marco Antonio había sido un desastre.

La aparentemente defendible bahía de Accio, se convirtió en una trampa cuando Agripa derrotó a la flota avanzada de Marco Antonio, comandada por Cayo Sosio al norte del mar Jónico. Sosio vio cómo se hundían cien naves y otras tantas caían en poder de Agripa, que le siguió hasta la misma había de Accio, donde no se atrevió a entrar. El problema es que la bocana de aquella bahía natural tenía menos de una milla romana de anchura y no permitía la salida de muchos barcos a la vez. Y si salían en pequeños grupos, Agripa los esperaba y los destrozaba con su aplastante superioridad numérica.

En tierra las cosas no estaban mejor. Marco Antonio había salido victorioso de un par de escaramuzas menores, pero Octavio había conseguido cortar los suministros de su enemigo y como nadie pensó que esto pudiera ocurrir, las tropas de marco Antonio y Cleopatra se vieron con comida para apenas cuatro meses. Cleopatra se había cansado de contar a todo el que quisiera escucharla que ella había organizado y financiado la campaña y, cuando la comida empezó a escasear, se la culpó a ella directamente.

César Octaviano fortificó magníficamente su campamento, se aseguró el suministro de agua y con sus enemigos cercados y racionando los alimentos, se dispuso plácidamente a esperar acontecimientos.

Con las lluvias primaverales, el campamento de Marco Antonio se convirtió en un lodazal pantanoso a cuyo alrededor no crecía nada. No había cosechas y las granjas cercanas ya estaban esquilmadas. Se organizaron caravanas para conseguir alimentos en las poblaciones cercanas usando las mulas de las legiones, pero como no había pastos, estas acabaron muriendo. Se reclutó entonces a los habitantes de aquellas ciudades para que transportasen los alimentos para las legiones de Marco Antonio. Algunas a sesenta millas de distancia, como Queronea, donde entre los reclutados para acarear comida estuvo un tal Nicarco que años después contaría la historia en primera persona a su célebre nieto, llamado Plutarco.

—Lucharemos en inferioridad numérica —informó Canidio en la tienda de mando.

—Julio César siempre luchó en inferioridad numérica y jamás perdió una batalla —le contestó Titio, y añadió—; y las flotas están igualadas.

—No hemos venido a una batalla naval, las legiones romanas se enfrentan en tierra. Los barcos son solo parte del decorado —decía Marco Antonio en la tienda de mando cuando los ánimos empezaban a caldearse.

—En tierra o en mar, necesitamos una batalla. En el último recuento faltaban veinte mil hombres y la mayoría son deserciones —decía Canidio.

—Mientras no se unan a Octavio —dijo Cleopatra.

—Ese es el problema. Estamos a una hora en barca de nuestro enemigo, en una noche placida se puede cruzar nadando y Octavio tiene refugio seguro y comida de sobra. Están desertando en masa y uniéndose al enemigo.

—Ratas —dijo la reina ante el asombro del resto de presentes en la tienda de mando.

—Tenemos que hacerle salir de su campamento o habrá que pensar en una retirada —dijo Ahenobardo, que no quería ni mirar a Cleopatra.

—No podemos retirarnos —informó Marco Antonio—. Con la bahía bloqueada, la única opción es huir por tierra. Primero Octavio nos acosará, mejor pertrechado y más descansado que nosotros. Y segundo, dejaremos vía libre a Agripa para que invada Egipto por mar. Llegaría dos meses antes que nosotros a Alejandría. Además perderíamos toda la flota.

—La retirada no es una opción —dijo Cleopatra en un tono que parecía sentenciar la discusión para consternación de los presentes en la tienda de mando, excepto Marco Antonio que ya no oía los comentarios de su esposa.

—Hay que hacerlos salir de su campamento, pero ¿Cómo? —dijo Canidio intentando desviar la atención del comentario de la reina.

Dos meses de penurias necesitó Marco Antonio para idear un plan que hiciese salir al monstruo incestuoso de su escondrijo.

Enviaría a la vista de todos a toda su caballería a cortar el suministro de agua del campamento de Octavio, al este de sus fortificaciones.

El grueso de la infantería cruzaría el estrecho de noche y marcharía en secreto hasta la zona oeste y caería sobre el campamento cuando abriesen sus puertas para defender sus suministros de agua. Era desesperado pero podría funcionar. Al menos habría una batalla y los hombres olvidarían las penurias que estaban pasando.

Los treinta mil jinetes galos y germanos cruzaron el estrecho a plena luz del día dejándose ver por los exploradores de Octavio. Fueron al galope hasta el campamento de enemigo pero sin desviarse al este como estaba planeado. Al llegar a sus puertas, estas se abrieron, dando entrada a toda la caballería de Marco Antonio y Cleopatra sin presentar batalla. Una deserción en masa instigada por los agentes de Octavio y Mecenas que conocían el plan con antelación.

Aquella misma noche, ciento veinte senadores desertarían también, cruzando el estrecho con dirección al campamento de César Octaviano.

—Estamos perdidos. Sitiados, hambrientos y sin caballería —dijo Marco Antonio a su Estado Mayor.

—Planteemos una batalla naval con todo lo que tenemos —dijo Cleopatra, que abogaba desde hacía semanas por aquella solución.

—¿Qué propones? —preguntó su marido, haciendo que Titio y Sosio abandonasen la tienda de mando y el campamento para no seguir aguantando a aquella mujer en la tienda de mando.

Titio, el sobrino de Marco Antonio, cruzó a nado el estrecho y se rindió a los exploradores de César Octaviano, que le llevaron ante su general. Octavio al ver al sobrino de Marco Antonio, mojado y hambriento, ordenó que le diesen alimento y ropa de abrigo.

—Ayudad a este hombre, es un héroe de la república —dijo a sus legados, que rápidamente vistieron y alimentaron al sobrino de Marco Antonio.

—Gracias César —dijo este haciendo uso del nuevo nombre de Octavio.

—Gracias a ti. Sin ti no hubiese sido posible llegar hasta aquí. Tu revelación sobre el testamento de Marco Antonio fue providencial.

De esta forma desveló César Octaviano a sus legados, quien le había suministrado la información sobre el testamento de Marco Antonio. Aunque este hecho dejase sin efecto la acusación de asesinato por ejecutar a Sexto Pompeyo, dado que fue el propio Titio quien permitió la ejecución y ahora demostraba ser un traidor.

Sosio pareció tener más arrojos y directamente abandonó a Marco Antonio tomando parte de la flota y saliendo de la bahía para enfrentarse a Agripa. Para sorpresa de Marco Antonio consiguió derrotarle momentáneamente y salir a mar abierto, donde Agripa le persiguió y le infligió una derrota total. Sosio casi fue capturado vivo pero lograría escapar y volver al campamento.

Sin embargo aquella escaramuza dio alas al plan de Cleopatra de la batalla naval. El cerco podía romperse y Sosio lo había demostrado con una treintena de naves. Si salían de la bahía en tropel con todo lo que tenían, conseguirían abrir un hueco en las fuerzas de Agripa y plantear una batalla en igualdad de condiciones.

A mediados de sextilis,[133] la idea estaba calando profundamente en Marco Antonio a falta de otras opciones y cuando planteó la estrategia seriamente en la tienda de mando, se produjo un hecho insólito.

—Marco Antonio —comenzó a decir Ahenobardo—, solicito tu permiso para desertar.

El extriunviro no pudo aguantar la mirada de su fiel y veterano colaborador y dirigió sus ojos al suelo antes de que se le llenasen de lágrimas.

—No es por ti. Es por ella —añadió Ahenobardo.

—Lo sé —contestó un lacónico Marco Antonio.

El veterano senador de sesenta y dos años, cruzó el estrecho en solitario con una barca suministrada por el propio Dionisios. Se rindió ante los hombres de Octaviano y fue llevado al campamento. Aquella noche desertaron el resto de senadores del bando de Marco Antonio.

La siguiente noticia que llegó del campamento de Octavio fue la muerte de Cneo Domicio Ahenobardo. Muerte natural, decía la nota.

—Murió de pena —llegó a decir Octavio.

Nunca se encontró prueba alguna de que hubiese sido asesinado.

El segundo día de septembris, la decisión estaba tomada.

Marco Antonio dividió sus fuerzas en tres grupos. Las tropas auxiliares con menos experiencia militar, unos treinta mil hombres, quedaron en tierra al mando de Canidio con la misión de hostigar el campamento de Octavio.

Cuatro legiones veteranas de Armenia se embarcaron en las rápidas liburnas con la misión de escoltar a Cleopatra, el tesoro y los pertrechos. El resto, siete legiones, se apretujaron en los doscientos quinquerremes y se encargarían de plantear la batalla.

El resto de embarcaciones que no iban a ser utilizadas fueron quemadas para que no cayesen en manos de Octavio y Agripa.

Cleopatra, en la rapidísima Cesarión y su amplia escolta serían los últimos en salir de la bahía a Accio y buscarían fisuras en el bloqueo de Agripa para poder escapar.

Los doscientos quinquerremes, con la Antonia como buque insignia, se dividirían a su vez en tres grupos. En el centro iría en propio Marco Antonio. Por el flanco sur Sosio y por el norte Turulio y Parmensis, los asesinos de César. La misión de Sosio, Turulio y Parmensis era navegar los más pegados a tierra que fuese posible para estirar al máximo la flota de Agripa y conseguir abrir huecos.

Al amanecer, el humo de las naves ardiendo de Marco Antonio puso sobre aviso a Agripa de que había llegado el día. Desde su liburna de mando, la “divus filius” pudo ver las fuerzas de su enemigo saliendo en masa de la bahía natural de Accio. Al frente, la tan poderosa como lenta “Antonia.” Agripa no tuvo tiempo de arengas ni discursos. Lanzó sus barcos contra el enemigos con la intención de impedirles salir.

En total, las más de quinientas naves de Agripa iban a enfrentarse a algo menos de trescientas de Marco Antonio. Lo que el almirante de Octaviano no sabía, es que setenta de las naves de su enemigo tenían como única misión huir.

Aquel primer movimiento de Agripa fue algo desordenado y tanto Sosio como Turulio y Parmensis lograron sacar muchas de sus naves del anillo de Agripa. Este tuvo que recolocar sus fuerzas y empezaron a abrirse huecos. En el centro de la batalla naval, los quinquerremes de Marco Antonio, más lentos y estorbándose entre ellos para maniobrar, estaban ya rodeados por decenas de barcos de Agripa. No estaban prestando atención a las rápidas liburnas con la insignia de Cleopatra, que esquivaban la lucha y comenzaban a salir a mar abierto.

Desde su barco, Isis pudo ver como la “Antonia” estaba ardiendo y cientos de hombres saltaban aterrados por la borda. No fue capaz de distinguir a su amado, pero dio orden de detener momentáneamente la huida.

Sosio, Turulio y Parmensis habían dado la vuelta a sus naves y comenzaban a rodear a las de Agripa. El problema era que su número era insuficiente para este fin y Marco Antonio estaba atascado en centro de la batalla.

La “Antonia” se hundía sin remisión y el extriunviro al que debía su nombre se había cambiado a otro barco. Otra de aquellas rápidas liburnas y dio orden a su capitán de que le llevasen a la “Cesarión”, que había conseguido salir del cerco.

Agripa había tomado o hundido más de cuarenta de aquellos enormes quinquerremes, sufriendo muchas menos bajas y las legiones de Marco Antonio comenzaban a desesperarse al no recibir órdenes y no saber nada de su general. Los hombres miraban por la borda y podían ver barcos hundidos en mitad de un agua roja, plagada de cadáveres quemados.

Al fin, los partidarios de Marco Antonio pudieron ver como la “Cesarión” izaba la enseña de su general, dando a entender a todos que el extriunviro estaba a bordo. Se produjeron unos instantes de júbilo general y las luchas se recrudecieron al saberse que Dionisios estaba vivo, pero de repente, la “Cesarión” desplegó el velamen, puso rumbo al oeste y abandonó la batalla seguida por su escolta.

Sosio rindió inmediatamente sus naves al saberse abandonado y Turulio y Parmensis huyeron de Accio conscientes de que nunca recibirían el perdón de César Octaviano.

Agripa aún tuvo que luchar unas horas contra muchas de aquellas quinquerremes en el centro de la batalla, pero a media tarde la victoria era total.

Agripa debió contabilizar treinta y cinco barcos hundidos y cinco mil muertos, mientras que Marco Antonio perdió trescientas cincuenta barcos entre hundidos y quemados y veintiocho mil hombres.

En tierra las cosas no habían ido mejor. Los treinta mil hombres al mando de Canidio se habían negado a luchar y se habían rendido en masa sin llegar a desenvainar los gladium. Canidio huyó con dirección sur cuando sus hombres cruzaron en masa para intentar unirse a un César Octaviano que, de entrada, los tomó como prisioneros.

Cuando dos días más tarde se hizo el recuento final, Octaviano tenía cincuenta mil prisioneros, en su mayoría eran tropas auxiliares de las proporcionadas por reyezuelos de oriente. En un principio su intención era venderlos como esclavos pero se dio cuenta de que Cleopatra, a través de sus agentes, los compraría a todos para reorganizar su ejército de modo que les tomó juramento y los incorporó a sus legiones.

A estas alturas, ya habían sido informados, sobre todo por un cooperador Sosio, de que la estrategia principal era conseguir salir del cerco con el oro y los pertrechos para reorganizarse en Alejandría. Tanta colaboración de poco la valió a Sosio, que fue ejecutado allí mismo.

César Octaviano quería iniciar una rápida marcha por tierra y mar hacia Alejandría para acabar aquella guerra, pero llegaron noticias preocupantes de Roma. El hijo del extriunviro Lépido, Marco Lépido había intentado dar un golpe de estado para despojarle del poder y nombrarse a sí mismo rey de Roma.

—Un actor con el que no habíamos contado —le decía César Octaviano a Agripa mientras regresaban a marchas forzadas hacia Roma.

—Mis informadores hablan de solo dos legiones —decía este.

—Suficientes para tomar Roma.

En realidad, para cuando llegaron a Roma, Mecenas había solventado la situación y Marco Lépido se había suicidado. Aquello solo sirvió para dar tiempo a Cleopatra y Marco Antonio.

Los huidos asesinos de César, Turulio y Parmensis, desembarcaron con toda la discreción que fueron capaces en puerto de Pérgamo, cuando ya no les quedaba agua ni alimentos a bordo. Fueron traicionados por su propia tripulación y entregados a las autoridades de la ciudad que les ejecutó inmediatamente. Acabando así, con los dos últimos de los veintitrés asesinos de Julio César.

Isis y Dionisios se separaron en alta mar. Ella se dirigió a Alejandría para preparar sus defensas y él a Qazati[134] donde pensaba reagrupar las siete legiones que había dejado desperdigadas por sus provincias. Allí fue informado por diferentes legados que la inmensa mayoría de estas legiones habían desertado y habían prestado juramento a César Octaviano. Tan solo unas cuantas cohortes habían permanecido fieles y se dirigían ya a Alejandría a morir por su general.

Marco Antonio se dirigió también a Alejandría por tierra con los restos de sus legiones. Llegó a la ciudad en los primeros días del año 30 a. n. e. y encontró a la capital del Nilo, sumida en diferentes festejos y celebraciones, auspiciados por la propia Cleopatra que había hecho creer a sus ciudadanos que habían vencido en Accio.

—Es una locura, pequeño sol. La gente debería estar almacenando alimentos y preparándose para un asedio, no festejando en las calles —le dijo Dionisios a su mujer nada más verla en palacio.

—Son mis súbditos y quiero que sean felices hasta el último momento —contestó ella.

—Tus súbditos morirán si no estamos preparados, Cleopatra. Hay que preparar Alejandría.

—Dionisios, Alejandría ya fue arrasada una vez y no voy a volver a permitirlo. La ciudad se rendirá antes de ser destruida de nuevo y sus habitantes no sufrirán.

—Las decisiones para la guerra voy a tomarlas yo y esta vez no estarás importunando en la tienda de mando. Yo decidiré lo que se hace con Alejandría —dijo Marco Antonio tronando, mientras cogía a su esposa por el cuello.

Marco Antonio ni lo vio, ni lo oyó venir, pero antes de darse cuenta, tenía la daga de “el Turaco” amenazando su cuello.

—Está bien —dijo Cleopatra a su guarda espaldas—, no es necesario llegar a esto.

Marco Antonio soltó lentamente el cuello de su esposa y “el Turaco” dejó de amenazar al extriunviro, guardando su daga.

—Marco Antonio, tienes cuatro legiones aquí más las que ahora has traído contigo. Egipto no tiene ejército que ofrecerte por lo que tendrás que apañarte con los que tienes si quieres oponer resistencia cuando llegue Octavio, pero la defensa de la ciudad se hará desde fuera de sus murallas, no desde dentro. Es mi única disposición. No intervendré en nada más que tenga que ver con la guerra.

Aquello supuso el alejamiento completo de los amantes. Marco Antonio instaló su tienda de mando en las playas privadas del palacio real de Alejandría. Era una tienda especialmente grande fruto de la unión de tres tiendas más pequeñas cuyos faldones de cuero ondeaban al viento y que permitían dividirla en varias habitaciones. La enseña de Marco Antonio fue retirada de los tejados del palacio real e instalada en un alto mástil de madera de cedro que el propio Dionisios ayudo a instalar.

Pasaba semanas enteras borracho, sin comer o salir de aquella tienda y otras semanas se dedicaba a adiestrar a las tropas que le quedaban, en las labores defensivas del perímetro de la ciudad. Con la ayuda de su leal Canidio, que había conseguido llegar a Alejandría de incognito tras múltiples penurias.

Entre borracheras y cambios de humor consiguió organizar seis legiones. No vio a Cleopatra en tres meses y la única comunicación con ella era a través de Cesarión, que hacía de mensajero, casi siempre de puyas y reproches orales y de disculpas y declaraciones mutuas de amor escritas.

En el mes primero de Shemu del año 30 a. n. e. llamado maius por los romanos, llegaron noticias de Octavio. Se dirigía por tierra hacia Alejandría con treinta legiones comandadas por Agripa. Ya había pasado Jerusalén.

En el palacio real, Cleopatra fue informada por Sosígenes de que había llegado a la ciudad Masamaharta.

—¡Hermano! —La reina, envejecida, sin maquillar y algo desfigurada, corrió a abrazarlo.

—Isis, me alegro de veros. Tengo noticias del Nilo.

—Cuéntame Masamaharta, ¿qué noticias envía el Nilo para mí?

—Desde Nubia a Memphis se están reclutando levas, el Nilo se está organizando en un ejército que luchará por su faraón.

Cleopatra miró a su “hermano” triste y desesperanzada.

—Debes detenerles Masamaharta, no permitiré que mi pueblo caiga por mis errores. Octavio me quiere a mí para desfilar cargada de cadenas en su desfile, no a mi pueblo. Si luchamos, seremos masacrados y los supervivientes serán vendidos como esclavos —dijo Isis entre lágrimas.

—Pero faraón…

—No, Masamaharta. Esta es una guerra que empieza y acaba en Roma y los que lucharan en su última batalla serán romanos. Con suerte, Octavio nos respetará como provincia y no arrasará nuestras ciudades.

—¿Estáis segura de la derrota, entonces? —preguntó el sacerdote.

—Amón-Ra me ha dicho que nos reuniremos pronto —mintió Cleopatra que no tenía uno de aquellos sueños desde que partieron hacia Accio.

—¿Qué pasará con el faraón Cesarión y los niños?

—Intento convencer a Cesarión para que huya al este del río Indo y vuelva cuando sea un hombre, pero quiere permanecer aquí y luchar al lado de Marco Antonio. Supongo que Octavio no atentará contra los niños, ellos son inocentes.

—Entiendo.

—Debes volver a Karnak, detener las levas y asegurarte de que el tesoro no cae en manos de Octavio cuando él llegue allí. Eso es todo lo que puedes hacer ya por Egipto —concluyó Cleopatra con la mirada ausente.

El sacerdote abandonó aquel palacio sabiendo que sería la última vez que vería a su “hermana” Isis. Informó al Nilo de la orden de no enfrentarse a Octavio y redujo al mínimo el número de hombres que conocían el paradero del tesoro real, ordenando el suicidio de buena parte de los sacerdotes que conocían aquel secreto. La totalidad de aquellos hombres eligieron para morir el rito tradicional de Amón-Ra: dejarse morder por una cobra real.

Marco Antonio volvió a acceder al palacio real a principios del mes de Julio, llamado por Cleopatra y con Octavio y Agripa a punto de llegar a las puertas de Alejandría. Ya habían tomado Pelusium. La reina requería su ayuda para convencer a Cesarión de que debía huir de la ciudad.

El extriunviro se tragó su orgullo por el chico y volvió a compartir estancia con su esposa y “el Turaco”, que le miraba como si nada hubiera pasado.

—Debes hacerlo Cesarión. Aquí estamos atrapados. Cuando seas un hombre volverás a Alejandría e incuso a Roma y solo con tu aspecto físico podrás reclamar lo que es tuyo —le dijo Marco Antonio.

—Vete, hijo mío. Debes huir.

—¿Es que no puedo reclamarlo ya? Saldré sin yelmo ante las legiones de Octavio y al ver mi parecido físico con el Dios César, esta guerra acabará —decía el idealista niño.

—Octavio no te permitirá llegar a decir una palabra, Cesarión. Un arquero te abatirá en cuanto aparezcas y para la mayoría de esas treinta legiones solo serás un rumor —explicó Marco Antonio—. Es lo que haría yo.

—Huye de esta trampa y espera mejor ocasión, hijo mío.

Cesarión consintió su propia huida y salió de la ciudad aquella noche a hurtadillas, acompañado de su tutor Rhodon, cuatro guardias reales y una pequeña fortuna en oro. Todos iban disfrazados de banqueros griegos.

El pequeño cónclave familiar sirvió para provocar la reconciliación de Isis y Dionisios, que volvieron a yacer juntos después de meses sin verse. Sin embargo, Marco Antonio se negó a abandonar su tienda de mando en las playas de Alejandría. Siguió viviendo y bebiendo allí y desplazándose al palacio real solo para hacer el amor con Cleopatra, tras lo cual abandonaba su lecho y volvía a su tienda.

La noche del treinta y uno de Julio del año 30 a. n. e. Marco Antonio acudió a ver a su esposa, cenaron juntos en privado e hicieron el amor sabiendo que sería la última vez. La batalla final se había acordado con Octavio para el día siguiente y Dionisios sabía que iba a morir en el campo de batalla. Como cada noche abandonó el lecho de su esposa, ya dormida, y volvió a su tienda en las playas de Alejandría.

Allí encendió una hoguera y se sentó a observar el fuego purificador hasta el amanecer. Cuando los primeros rayos de sol iluminaban su rostro se levantó, entró en su tienda, buscó entre sus pertenencias su toga praetexta ribeteada en púrpura que le acreditaba como miembro del senado del pueblo de Roma y la arrojó al fuego.

—Qué mal político he sido —se dijo en voz alta—. Ocurra lo que ocurra hoy, tan solo volveré a vestir mi atuendo militar.

Horas después, Marco Antonio, con su capa escarlata de general sobre los hombros a pesar del intenso calor, se disponía a arengar a sus seis legiones dispuestas en el exterior de la puerta sur de Alejandría. El extriunviro, estaba a punto de espolear su caballo para pasearse frente a sus hombres, acompañado de Canidio. Iba a lanzar un discurso que había pensado durante la noche y que hablaba de sacrificio, del arte de la guerra y de los verdaderos valores de la república romana. Pero no tuvo ocasión.

Justo antes de empezar a hablar, las legiones bajaron sus águilas. La señal de la rendición ante el enemigo. Los primus pilus dieron las órdenes pertinentes y aquellos cuarenta mil hombres arrojaron sus gladium al suelo y caminaron lentamente hacía sus enemigos que les abrazaron al llegar.

Marco Antonio los miró impasible mientras veía como se le escapaba la posibilidad de una muerte honrosa en el campo de batalla, pero no hizo nada por impedirlo. Él, Canidio y apenas veinte legados, volvieron a entrar en la ciudad, que cerró sus puertas tras ellos.

Marco Antonio se dirigió directamente a su tienda de mando, que era azotada por el viento del Mediterráneo en aquella playa de Alejandría.

Se sentó. Se desabrochó su coraza metálica y se sirvió una copa de un terrible vino aguado y demasiado caliente que alguien había dejado allí. Escupió el vino, tomó su gladium y situó su punta amenazando su propio esternón en sentido ascendente. Así le habían enseñado que debía hacerse.

Miró aquella espada corta. Estaba muy afilada pero en su parte central había resto de sangre. Los romanos no limpiaban la parte central de sus gladium porque sabían que así, un simple corte provocaba una infección que mataba a sus enemigos sin necesidad de más heridas. Se preguntó en silencio a cuántos hombres habría matado.

Agarró la empuñadura de marfil con sus dos manos y la hundió en su pecho hasta notar que su arma chocaba contra su propia columna vertebral.

Cayó de rodillas, vencido por el dolor. Sintió un repentino pánico y quiso enmendar su acción tirando de su gladium para sacarla de sí. Dio un fuerte tirón que solo consiguió hacerle perder el frágil equilibrio haciéndole caer de bruces y provocando que el arma que tenía clavada, le atravesase la espalda. Allí, con la cara en la arena negruzca que conformaba el suelo de su tienda de mando, le llegó el olor de su propia sangre. Era algo metálico, dulzón y pegajoso.

Notó que seguía vivo. ¿Habría hecho algo mal? Oyó gritos. Era Cleopatra que había sido informada por Canidio del resultado del enfrentamiento con Octavio y de las intenciones de su general.

La faraón llegó corriendo a aquella tienda llorando y descalza. Tuvo tiempo de ver a su amado Marco Antonio agonizando. Se arrodilló junto a él, consiguió ponerle de costado y acomodar la cabeza en su regazo.

—Te quiero —le decía ella entre lágrimas.

—Pequeño sol. Eres mi vida. Te amo. —Fueron sus últimas y entrecortadas palabras.

Cleopatra soltó un grito desgarrado al ver las pupilas vidriosas de su amante apagarse. Marco Antonio, Triunviro de Roma, murió el primer día de sextilis[135] del año 30 a. n. e.

 

 

César Octaviano y Agripa habían estado evaluando las posibilidades de tomar una ciudad que tenía el tamaño de tres veces Roma. No había ejército para defenderla pero pretendían evitar la guerra de guerrillas que se produciría en sus calles si entraban por la fuerza.

Pidieron a Canidio y Cleopatra que enviasen a alguien para negociar la rendición. Acudió la propia faraón, ataviada con un vestido de oro y la doble corona. Maquillada al estilo griego y rebajando en la medida de la posible su solemnidad.

Canidio hubiese jurado ante Júpiter que Cleopatra pretendía ahora seducir a Octavio. Lo cierto que seguía siendo bella a sus treinta y nueve años.

—¡Octavio! —gritó la faraón alegremente.

—Cleopatra, por favor… —interrumpió Octavio con gesto serio—, basta de embustes y fabulaciones.

La reina había jugado su última carta. Consiguió que las lágrimas se contuviesen en sus bellos ojos negros y se dio por derrotada con aquella simple frase. No conseguiría seducir a otro romano.

—Quiero que rindas la ciudad. No he venido hasta aquí para arrasarla.

—Entiendo Octavio —dijo la reina.

—Me llamo César Octaviano y dirigirse a mí en otros términos es un delito. Te ruego que lo tengas en cuenta, no permitiré otro desliz.

—Octaviano —dijo la reina, resistiéndose a llamar César a su interlocutor—. ¿Cuáles son los términos de la rendición?

—Rendición incondicional. Abrirás las puertas de la ciudad asegurándote de que mis hombres no sufrirán daños. Cesarión, como faraón, será ejecutado. A ti, como su consorte se te perdonará la vida junto con la del resto de tus hijos. Seréis llevados a Roma y desfilaréis en mi triunfo, tras lo cual se os acomodará en alguna fortaleza alejada de Roma hasta vuestra muerte. El tesoro del reino del Nilo será donado a Roma y Egipto pasará a ser una provincia romana mas.- Octaviano concluyó su exposición satisfecho de sus términos.

—Debo pensarlo —dijo Cleopatra, sabiendo que no había alternativas pero queriendo ganar algún tiempo para que Cesarión lograse huir—. ¿Cuándo debo darte una respuesta?

—Tienes tres días. Si no he recibido respuesta, arrasaré la ciudad hasta los cimientos, venderé a los supervivientes como esclavos y te mataré a ti y a todos tus hijos tras mi triunfo en Roma.

La reina se retiró y Alejandría volvió a cerrar sus puertas tras ella.

No había decisión alguna que tomar, pues no había opciones. Isis dedicó los siguientes dos días a organizar la rendición de la ciudad, ordenó a Sosígenes, al “Turaco”, e incluso a Canidio que no hubiese agresión alguna contra Octavio y sus legiones.

La noche anterior a la fecha límite impuesta por su enemigo, Isis pidió a Iras y Charmión que la acompañaran a sus habitaciones. La reina había encargado a Sosígenes que le enviase una cobra real. El chambelán metió al animal en una cesta de mimbre con higos.

Las dos sirvientas ornamentaron a la reina con el vestido ceremonial egipcio de lino blanco inmaculado, le colocaron sus brazaletes de oro, sus anillos de lapislázuli con forma de escarabajo y la maquillaron al estilo egipcio, con el ojo de Horus sobre su ojo izquierdo y el entrecejo blanco. Como siempre, iba descalza.

La reina, completamente ataviada, se sentó sobre su cama con la cesta de higos sobre sus piernas. La agitó  de un lado a otro unos instantes y la abrió despacio.

La cobra real asomó lentamente la cabeza y en un movimiento imperceptible para los ojos de ninguna de las tres mujeres, mordió a la reina en su seno derecho. Isis acusó el golpe y cayó de espaldas sin emitir sonido alguno. La cesta de mimbre cayó sobre la cama y los higos verdosos rodaron sobre las sábanas de seda blanca. La serpiente salió del receptáculo en su totalidad. Volvió a reparar en su víctima que yacía tumbada e infligió un nuevo ataque por encima de su cadera izquierda.

Isis torció el gesto pero se mantuvo callada. La cobra real se escurrió de la cama y salió de la habitación por la terraza con dirección a la playa.

Iras y Charmión se acercaron a Isis llorando, acomodaron la cabeza de la reina sobre un pequeño cojín púrpura y esperaron a sus últimas instrucciones.

—Enterradme con Dionisios. Llevad nuestros cuerpos esta noche al foso de los caimanes. Los caimanes protegerán a Isis.

La faraón intentó pronunciar unas palabras más, pero el veneno afectaba ya a su garganta y a su lengua, y fueron ininteligibles para sus dos sirvientas. Isis se quedó rígida aunque aún parpadeaba y se notaba una leve respiración. Al fin, entre los sollozos de sus dos fieles sirvientas, sus ojos se cerraron y su respiración se detuvo. La reina del Nilo viajaba a encontrarse con Osiris y con su padre, Amón-Ra.

Iras aviso al “Turaco” de que el final había llegado, este cargó con el cuerpo de Isis con su vestido ceremonial y Charmión llevó su doble corona. Atravesaron el inmenso patio del palacio real con dirección al foso de los caimanes. Descendieron por un andamio hecho de juncos hasta la entrada de la discreta tumba allí excavada, e Isis fue depositada en el centro del barco de cedro y cubierta con sales y natrón.

En la estancia había vestidos, un escritorio, papiro, tinta, comida, agua, cerveza, maquillaje, cetros, cofres con oro, un busto de oro del Dios César, piedras preciosas y dos camas de oro a los lados del barco. Destinadas a albergar los cuerpos de sus más allegadas sirvientas.

“El Turaco” salió por la apertura del foso de los caimanes mientras estos se revolvían desafiantes. Probablemente nadie los había alimentado en días.

Volvió en menos de una hora con el cadáver de Marco Antonio y lo puso sobre una de las camas de oro. Igualmente se le cubrió de sal.

Se acercó a Iras y la besó en los labios mientras ambos derramaban sus últimas lágrimas. Abrazó a Charmión y abandonó aquella tumba.

Desde el exterior, hizo caer el andamio y accionó las compuertas para elevar el nivel del agua hasta la mitad de la reja oxidada que daba acceso a aquel secreto. En el interior, Iras y Charmión se cortaron las venas con un cuchillo ceremonial de oro para que los caimanes oliesen la sangre y estuviesen revueltos y agitados. Las dos se tumbaron juntas en la cama que había quedado libre a esperar lo inevitable, con placidez y sin miedo.

Los cuerpos de Isis y Dionisios jamás serían encontrados.

“El Turaco” se dirigió a la playa de Alejandría donde una vez había salvado la vida de la faraón. Se deshizo de su uniforme y de sus armas. Quedó solo con su taparrabos y se mojó los pies en el agua del Mediterráneo. Él pensaba que podría resistir cualquier interrogatorio o tortura, pero había hecho un juramento. Se introdujo en el mar lentamente, con el faro de Alejandría como único e imponente testigo de su acción. Cuando el agua salada le cubría la cintura, comenzó a nadar mar adentro. Cuando se sintió cansado, continuó nadando mar adentro. Cuando estaba completamente agotado, siguió nadando todavía más.

Cuando los primeros rayos del sol iluminaron las aguas del Mediterráneo no había ningún nadador solitario sobre su superficie.

Alejandría abrió sus puertas a la mañana siguiente y para sorpresa del propio César Octaviano, buena parte de sus ciudadanos salió a las calles a aclamarlo.

En la entrada del palacio real Canidio escenificó su rendición soltando su gladium y se dirigió directamente a Octavio.

—¿Hay alguna posibilidad de obtener tu indulgencia?

—Me temo que no, Canidio. Has sido colaborador de esta rebelión desde el principio —le contestó Octavio.

—Esta noche he intentado arrojarme sobre mi espada pero no he sido capaz. ¿Me ofrecerás al menos una muerte rápida?

—Eso sí puedo concedértelo. Serás decapitado después de mi triunfo. Evitarás el estrangulamiento.

El gobernador absoluto de la república fue informado del suicidio de su tío y de la amante de este. Pidió ver sus cuerpos pero nadie parecía saber donde estaban. Ordenó torturar a buena parte de los funcionarios y sirvientes del palacio real, pero nadie pudo desvelar lo que no sabía. Excavó túneles, derribo paredes, descolgó cuadros, busco escondrijos y ordenó a sus ingenieros escudriñar palmo a palmo aquel palacio real. Cuando se cansó de buscar dirigió su mirada a Karnak y al tesoro del faraón. Ahí era donde valía la pena concentrarse.

El ocaso de Alejandría
titlepage.xhtml
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_000.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_001.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_002.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_003.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_004.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_005.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_006.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_007.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_008.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_009.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_010.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_011.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_012.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_013.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_014.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_015.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_016.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_017.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_018.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_019.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_020.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_021.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_022.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_023.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_024.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_025.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_026.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_027.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_028.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_029.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_030.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_031.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_032.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_033.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_034.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_035.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_036.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_037.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_038.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_039.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_040.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_041.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_042.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_043.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_044.html
CR!K678WW85P55Y1CE1ST00S37DKP83_split_045.html