En el cuarto mes de Ajet [41]del año 55 a. n. e. la princesa Cleopatra, de catorce años, acompañada de un pequeño séquito, desembarcaba en el puerto del palacio de Alejandría. Vestía lino rosáceo sin el más mínimo ornamento ni joyas. Su ojo izquierdo se encontraba maquillado con kohl con los trazos del ojo de Horus y el entrecejo pintado de blanco. La melena recogida en un moño alto y descalza.
Al avanzar por la explanada de mármol blanco del palacio real, los sirvientes, guardias y observadores ocasionales la aclamaban como heredera y como reencarnación de Isis. Cleopatra sonreía y saludaba buscando caras conocidas sin conseguirlo.
La edificación habitable del palacio real, se elevaba treinta escalones, también de mármol blanco, sobre aquella explanada con la intención de protegerla de las crecidas del Nilo. Al final de aquella ascensión, Ptolomeo XII “Auteles” recibía a su hija con un abrazo y un beso en los labios. Junto al rey, había varios romanos. Uno de ellos vestía la capa escarlata de general, Aulo Gabinio sin duda, pensó Cleopatra, pero no fue este quien llamó la atención de la joven princesa. Otro de los romanos, de apenas treinta años, vestido con coraza de cuero y faldilla de tiras de cuero, parecía el mismísimo Apolo. Moreno, de ojos oscuros, prominente musculatura y sonrisa perfecta. Cleopatra se ruborizó nada más cruzar su mirada con el militar, mientras su padre hacia las presentaciones:
—Este es Marco Antonio, jefe de caballería del ejército de Aulo Gabinio.
Cleopatra tan solo realizó un breve movimiento de cabeza ante el romano y rápidamente buscó con la mirada a Iras y Charmión, pretendiendo su complicidad. Las tres niñas apenas disimulaban su admiración hacia aquel hombre, mientras la comitiva se dirigía a uno de los múltiples patios entoldados de aquel palacio para celebrar un banquete en honor a la retornada princesa.
En aquellos días se venían celebrando en Alejandría diferentes juicios por traición auspiciados por Roma. Los traidores, en casi todos los casos condenados a muerte, esperaban su sentencia en palacio mientras terminaban los procesos, pues en Alejandría no existía una cárcel. Las acusaciones se sucedían sin cesar y cada condena a muerte llevaba aparejada la confiscación de los bienes del reo, por lo que en unos pocos meses, la mitad de los potentados alejandrinos, esperaba su muerte dejando a sus familias en la ruina. Aquellos nobles o comerciantes que no eran condenados a muerte, debían pagar cuantiosas multas por su colaboración con Benerice IV. Ptolomeo se embolsaba las riquezas de los condenados en un intento por satisfacer la inmensa deuda contraída con Pompeyo en Roma.
Los primeros días el propio Ptolomeo XII presidia aquellos juicios, aunque las sentencias fuesen dictadas por los romanos, sin embargo antes de una semana, “Auteles” recuperó sus hábitos alcohólicos y cuando fue requerido para una de aquellas interminables jornadas judiciales contestó:
—Me será imposible asistir. Es imprescindible que ordeñe una burra para que se bañe Cleopatra.
Y así dejó el poder judicial en manos de Roma.
En la mayoría de casos los condenados eran flagelados y decapitados, pero quedaron unos veinte hombres a los que se reservó para una muerte distinta. En la zona suroeste del palacio real, pasando el museum y en las cercanías del puerto de la ciudad, existía un gran foso con caimanes. Era un cuadrado de un jet[42] de lado y una vara[43] de profundidad con algunos enrejados laterales a ras del agua. A simple vista podían observarse una veintena de caimanes, algunos de ellos inmensos ejemplares del tamaño de tres hombres, traídos especialmente del Nilo por su envergadura y fiereza. En ocasiones como aquella, se les dejaba varios días sin comer para aumentar su violencia cuando los reos fueran arrojados al foso. Estos suplicaban, rezaban, lloraban y defecaban encima al ser dirigidos allí. Eran arrojados uno a uno, por orden de la gravedad de los crímenes, para que el resto pudiese ver su inmediato futuro. Los romanos consideraron la práctica un tanto salvaje pero permanecieron en silencio viendo el espectáculo. En Roma tampoco existían cárceles ni penas privativas de libertad. Allí las condenas iban desde las multas, el exilio, la condena a esclavitud, o a muerte por estrangulamiento o arrojados desde la roca Tarpeya[44].
Mientras observaba impasible como los caimanes hacían su trabajo, nació una idea en Cleopatra que la acompañaría el resto de su vida. La princesa era ya una gran conocedora de la mitología egipcia y recordó como Osiris había sido despedazado en catorce partes por su hermano Seth y después arrojado al Nilo. Su esposa Isis, dio orden a los animales del río de no tocar aquellos restos de su marido mientras ella los buscaba y volvía a componer el cadáver del dios. Cada vez que se sumergía en el Nilo para recoger una de aquellas partes, los caimanes del río eran los encargados de protegerla, hasta que consiguió encontrar todos los trozos excepto su miembro viril. Al igual que los caimanes protegieron a Isis y a su marido Osiris, también la protegerían para toda la eternidad a ella, que era la verdadera encarnación de la diosa Isis.