En la mañana de los idus de marzo del año 44 a. n. e. Julio César salía de su casa del palatino y lo primero que pudo ver fue al adivino Espurina andando en círculos sobre sí mismo. El adivino reparó en César brevemente pero siguió caminando sin hacerle caso. Fue César quien se dirigió a él.

—Han llegado los idus y estoy bien, Espurina —dijo como si hiciese una gran revelación aunque con tono divertido.

—Pero no han acabado —le contestó el adivino sin ni siquiera mirarle y con tono neutro, mientras seguía absorto en su círculo.

Espurina siguió con su extraño ritual de aquella mañana mientras César caminaba hacia el campo de Marte, donde debía reunirse el senado para declarar la guerra al reino de Partia. César marcharía al día siguiente hacia Macedonia para iniciar la guerra.

 

 

En el palacio de Fulvia Flaco y Marco Antonio, un sirviente informaba al romano de que Cayo Ligario Albino había venido a verle y solicitaba una audiencia urgente. Marco Antonio, que deseaba la pronta partida de su primo para ostentar de nuevo el poder en solitario en Roma, no estaba para visitas y dijo al sirviente que despachara a Ligario. Pero el sirviente volvió en unos instantes, diciendo que Cayo Ligario insistía en verle.

—¿Cómo que insiste en verme? ¿Es que no sabe quién soy? Si ni siquiera es mi cliente. Si tengo que salir le partiré el cuello a ese maldito Ligario.

Marco Antonio comía un huevo duro frente a Fulvia que miraba a ninguna parte con un pecho descubierto.

Increíblemente, el sirviente volvió informando de que Cayo Ligario se negaba a irse e insistía una vez más en ver al cónsul.

 

 

Cleopatra estaba en su palacio, despierta pero no había abandonado la cama. Sus sirvientes preparaban el regreso a Alejandría para ese mismo día. Había ruidos de baúles y cambalaches por todas partes y no la dejaban dormir. Podía oír a Cesarión jugueteando y quejándose en alguna estancia cercana mientras pensaba en volver a Alejandría sin haber conseguido quedarse de nuevo embarazada. Se levantó de la cama y pudo comprobar que hacía un espléndido día. El sol calentaría algo la gélida Roma.

 

 

César caminaba junto con Lucio César y se encontraron con un pálido Décimo Bruto, pariente lejano de ambos. Le informaron de que se dirigían ya a la reunión del senado y Décimo decidió unirse a ellos. No era una trayecto largo, pero caminar junto a César suponía detenerse a cada pocos pasos para atender alguna petición, continuos saludos o simples aclamaciones. Desde que César dejó su escolta, sus paseos eran insufribles para sus acompañantes.

Un caminante, discreto y con la cabeza cubierta por una capucha, quiso entregar una nota escrita en papiro a César, pero Décimo Bruto se adelantó y la tomó, guardándola rápidamente entre los pliegues de su toga mientras César se entretenía en atender a otros ciudadano que se le había acercado. El desconocido que había querido entregar la nota se alejaba rápidamente sin que Décimo hubiese llegado a reconocerle.

En el palacio de Fulvia Flaco, Marco Antonio estaba sinceramente dispuesto a matar a Ligario. El cónsul se había ceñido su toga praetexta de cualquier manera y sin recoger los pliegues para atender al inoportuno e insistente visitante, que le esperaba nervioso en su despacho. Marco Antonio accedió a la estancia y en su cara se reflejaba que casi le llevaban los demonios ante el descaro y la falta de decoro de Cayo Ligario.

—Maldita sea Cayo Ligario, ¿qué es eso que no puede esperar?

 

 

Cleopatra pidió algo de comer y que le trajesen a Cesarión. No se encontraba bien y el niño siempre la calmaba. Pero el niño estaba especialmente nervioso e inaguantable. La reina tuvo que obligarle a comer algo de queso, aceitunas y carne salada, mientras ella bebía un zumo de frutas y probaba algún bocado de cordero y un huevo de gallina cocido que había salido con dos yemas.

El niño, inquieto, hizo un movimiento brusco para negarse a comer y tiró una mesilla sobre la que había una figura cerámica representativa de Thot, que se hizo añicos.

Cleopatra torció el gesto ante el mal augurio que representaba destrozar la efigie de un dios pero siguió comiendo distraída. El zumo no era de su agrado, estaba fuerte.

Cesarión comenzó a llorar ante la regañina de su niñera mientras su madre se alejaba hacia una ventana.

 

 

César, Lucio y Décimo caminaban ya por el campo de Marte hablando sobre la inminente guerra y los planes de campaña, el inmenso ejército y las riquezas con las que volverían a Roma tras la campaña.

Varios veteranos adiestraban a jóvenes romanos de entre catorce y dieciséis años en la lucha, con espadas de madera. César se detuvo a observarlos y pudo ver entre ellos a alguno de sus veteranos de las Galias. De la decimotercera legión, ¿o era de la decimoquinta? Los veteranos, al verse observados por su amado general hicieron el saludo militar con el brazo derecho en alto, gesto que César imitó al instante sonriéndoles. No recordaba sus nombres pero si sus caras y sobre todo recordaba las caras de espanto de sus enemigos mientras morían a manos de aquellos valerosos legionarios.

Décimo, le animó a seguir caminando hacia la curia Pompeya. César le hizo caso sin entender bien la prisa.

 

 

Marco Antonio salía corriendo de su despacho dejando a Cayo Ligario con la palabra en la boca. El cónsul salía de su palacio sin informar a Fulvia de su cometido o destino. Corría calle abajo, se daba la vuelta, volvía a entrar en el edificio, tropezaba con un esclavo que iba cargado con una bandeja con los restos del desayuno y al que prometió matar a su regreso, tomaba su espada y volvía a salir corriendo de la residencia con dirección a la curia Pompeya.

 

 

Cleopatra pedía que se llevasen a Cesarión a otra estancia, empezaba a dolerle la cabeza por los llantos del niño y el zumo no le estaba sentando bien. Lo dejó sobre una mesa y pidió que le trajesen otro, pero antes de que llegase el nuevo refrigerio sufrió una fuerte arcada y vomitó. Sus sirvientes se acercaron veloces a socorrer a su reina pero esta no parecía especialmente afectada. Al contrario, sonreía.

—Un vómito mañanero —dijo en voz alta pensando en el significado por todos conocido de ese síntoma—. ¿Habrá ocurrido?

Iras la miraba sonriendo e ilusionada y tomó la copa con el zumo que la reina había rehusado tomando unos sorbos rápidos.

—Faraón, ¿estáis embarazada?

—Puede ser Iras. Avisad a mis médicos —dijo la reina dirigiéndose a sus sirvientes mientras sonreía a su amiga, que seguía bebiendo su zumo.

Pero Iras, cambió el gesto sonriente por uno dolorido e inquieto. Se apartó de la reina y vomitó al igual que Cleopatra.

La dos comprendieron al instante.

—¡Es el zumo! Está envenenado —dijo Iras.

—El veneno nos hubiese hecho efecto más lentamente y no nos haría vomitar pero debe estar hecho con frutas podridas.

Los médicos solicitados por la reina ya irrumpían en la estancia. Tras comprobar el jugo que aún quedaba en la copa dijeron:

—Debe haberse mezclado con manganeso, el brebaje usado en Roma para poder seguir comiendo en las fiestas sin llegar a saciarse, provocando el vómito voluntario —Concluyeron los médicos asintiendo entre sí.

—Terrible mañana —observó Cleopatra.

 

 

César y sus dos acompañantes rodeaban la curia de Pompeyo para acceder a través del peristilo al recinto. Entre sus jardines, un centenar de senadores conversaban en diferentes corrillos esperando el inicio de la sesión. En uno de aquellos corrillos quedaba entretenido Lucio César hablando de cualquier trivialidad con otros senadores. Dentro de la cámara esperaban cuarenta, quizás sesenta senadores que, encabezados por Servilio Casca, querían entregar un documento a César. Este se disponía a sentarse en su silla curul donde le esperaba una mesita abatible con diferentes documentos, algunas tablillas de cera y un punzón de escritura que tomó en sus manos distraídamente al mismo tiempo que se daba la vuelta para atender a Casca y sus acompañantes.

Se oyó algún grito lejano en el exterior de la curia Pompeya, ¿quizás era la voz de Marco Antonio? Pensó César, pero quiso atender a Casca, que venía con su propio hermano, con Casio Longino, Minucio Basilo, Octilio Naso, Trebonio y algunos más. Un grupo numeroso, pensó César mientras le rodeaban.

En el peristilo exterior volvió a oírse un grito, esta vez más claro.

—¡¡César!!

Sí. Es la voz de Marco Antonio, pensó el dictator.

En ese momento Servilio Casca le asestó un corte superficial en el cuello con una daga. César, avezado militar se defendió instintivamente clavando su punzón de escritura en el brazo del conspirador al tiempo que decía:

—¿Qué haces, villano? ¿Cómo traes un arma a esta sagrada cámara?

El tiempo se detuvo. Casca se vio herido, César rodeado y reparando en la cara de los hombres que tenía alrededor comprendió lo que estaba pasando.

Pontio Aquila lanzó un tímido ataque por la espalda del dictador que apenas le provocó un pinchazo, sin atravesarle la piel. César se volvió furioso hacia él en el mismo instante en que los hermanos Petronio y Popilio Cecilio asestaban sendas puñaladas que si conseguían herirle en el costado derecho. Nada grave.

Rubrio Ruga, Octavio Naso, Cesenio Lento y Espurio Melio, al ver la sangre brotar, se envalentonaron y lanzaron su ataque. Uno de ellos dirigido directamente a la cara del dictator. El puñal le entró cerca del oído y le salió por la boca provocando una terrible herida en el rostro de César que aún no se daba por vencido. Empujaba, esquivaba, atacaba con su punzón de escritura e intentaba hacerse con una de las armas con las que era atacado, sufriendo cortes en dedos, puños y antebrazos.

Una nueva puñalada le hirió cerca de la garganta. La más peligrosa hasta ahora, pensó César, pero aún ninguna mortal. Sin embargo, al mismo tiempo que reconocía a su querido Trebonio y a su pariente lejano Décimo Bruto entre sus atacantes, sintió como una de aquellas dagas le entraba por la parte izquierda del costado en sentido ascendente. No notó un dolor especialmente intenso pero sí cómo le fallaban inmediatamente las piernas y caía al suelo sobre el costado derecho dejando aprisionado su brazo bajo sí mismo.

Aún en el suelo y herido de muerte proseguía el ataque y esta vez fue Bruto, el hijo de Servilia a quien el dictator tanto había amado, quien le atacaba. Una puñalada directamente en la entrepierna, posiblemente en venganza por haber sido el amante público de su madre.

César quiso gritar para pedir ayuda pero la herida de su cara y la sangre que perdía a borbotones junto con sus fuerzas se lo impidieron.

Cayo Julio César se supo asesinado cuando vio su propia sangre manchar las sandalias de sus asesinos. También pudo ver sus propias piernas, descubiertas por su toga praetexta al caer y le pareció una postura poco honrosa para morir. Quiso taparse las piernas con su brazo izquierdo que estaba libre, pero pudo comprobar que no le respondía y vio una profunda herida por encima del codo. Debía haber cortado los tendones como tantas veces había visto en el campo de batalla.

Los conspiradores retrocedían lentamente sin comprender por qué el general no moría a pesar la multitud de heridas. César aún se movía e intentaba liberar su brazo derecho del peso de su propio cuerpo. Con un último esfuerzo titánico consiguió quedar boca arriba y liberar el brazo. Tomo su toga lo más abajo que pudo y se dio cuenta de que le faltaban dos dedos, los busco con la mirada sin éxito. Lanzó los pliegues de su toga como pudo para taparse las piernas. Miró a su alrededor, intento gritar de nuevo sin conseguirlo y en un último movimiento, se tapó con los pliegues superiores de su toga la cabeza dejando caer el brazo derecho como un peso muerto. Nadie debía ver la cara de un romano muriendo.

La toga se ajustó a su cara de forma que se elevaba y descendía levemente a la altura de su nariz como resultado de su respiración.

Los conspiradores, manchados en sandalias y togas con la sangre del hombre más grande que jamás vería Roma, miraban como se detenía aquella respiración.

La toga sobre la cara del dictator se elevó lentamente una vez.

Dos.

Y tres veces.

El movimiento cesó.

Cayo Julio César había muerto.

Marco Antonio, que había sido avisado de la conjura por el infeliz Cayo Ligario Albino, pudo acceder a la curia justo a tiempo para ver a Bruto asestar una furibunda puñalada entre las piernas de su primo. El cónsul se detuvo en seco, ahogó un grito al ver a una veintena de senadores con cuchillos goteando sangre en sus manos y su primo César en el suelo inmóvil.

Casio se volvió hacia él y al verle se le escurrió la daga de sus manos aterrorizado. El arma, al caer sobre el mármol blanco de aquella curia en absoluto silencio formó un gran estruendo, que se acrecentó aún más en los oídos de los conspiradores.

La sangre de César seguía brotando de su cuerpo, empapando su toga y discurriendo sin control hasta las sandalias de sus asesinos que permanecían aterrorizados sin poder moverse.

Trebonio fue el primero en reaccionar y avanzar hacia Marco Antonio. Este sintió su vida en peligro y salió corriendo hacia el peristilo gritando:

—¡César ha muerto. Han asesinado a César. César ha muerto!

Los conspiradores salieron en tropel de la curia, muchos de ellos con las togas ensangrentadas y algunos aún con las dagas en las mano. Rubrio Ruga y Casio estaban vomitando y Bruto, encargado de dar el discurso que justificaría aquel magnicidio a los ojos de Roma, estaba llorando incapaz de articular palabra.

El resto de senadores que miraban atónitos como corría Marco Antonio, al ver a los asesinos salir, sus caras, sus gestos y sus armas, salieron corriendo también sin que ninguno de ellos accediese a la curia Pompeya para ver lo que había ocurrido realmente.

Los magnicidas salieron corriendo igualmente con dirección a sus casas sin poder dar discurso alguno.

El cuerpo de Julio César, honrosamente tapado con su toga por sí mismo, quedó abandonado en la desierta curia con la única compañía de las estatuas de Pompeyo, Júpiter Óptimo Máximo y Venus.

Caía la tarde en Roma cuando el rumor de la muerte de César se había extendido por toda la ciudad sin que nadie se atreviese a entrar a la curia Pompeya. Fueron una veintena de veteranos de la decimotercera legión los que comprobaron entre lágrimas la muerte de su amado líder.

Con el fallecimiento confirmado, la máxima autoridad en la ciudad pasaba a ser Marco Antonio, cónsul en solitario hasta que Dolabella prestara juramento. Los veteranos fueron a palacio de Marco Antonio y Fulvia a recibir instrucciones y comenzó a organizarse un improvisado funeral.

Lucio César se sintió en la obligación de informar a Cleopatra a la que imaginó en el monte Vaticano, ignorante de lo ocurrido.

Encontró a sus sirvientes preparando la partida de la reina y algunas carretas saliendo ya hacia Ostia para embarcar.

Cleopatra recibió a Lucio, a quien sabía amigo, con una amplia sonrisa aunque el gesto de este y lo sorpresivo de la visita, le hizo cambiar la expresión de su rostro.

—¿Qué te ocurre, Lucio? —preguntó la reina preocupada.

—César ha muerto. Ha sido asesinado en la curia —dijo este sin rodeos.

La reina miró a su interlocutor aterrada con las primeras lágrimas en los ojos y se precipitó sobre él. Sus piernas quedaron flácidas y se escurrió lentamente hasta el suelo entre el abrazo de Lucio César, que la dejó reposar cuidadosamente.

Iras y Charmión accedieron a la estancia a socorrer a su reina temiendo un ataque del romano, pero entendieron rápidamente que no era ese el motivo de que la reina estuviese llorando en el suelo desconsolada. Lucio César informó a las dos mujeres de confianza de la reina de lo ocurrido y ante la mirada ausente de Cleopatra dieron orden de salir inmediatamente de Roma.

La reina fue llevaba en volandas a una calesa tirada por dos caballos que la condujo al galope al puerto de Ostia y esa misma noche estaban zarpando, dejando en Roma y en aquel palacio buena parte de sus pertenencias.

El ocaso de Alejandría
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