Con un heredero, con Alejandría en proceso de recuperación, la protección de Roma y la complicidad de Karnak y dos crecidas óptimas del Nilo consecutivas, Cleopatra VII se sentía segura y feliz como la joven reina del Nilo.
Cesarión había llegado a los seis meses y la reina contaba veintidós años. Como toda madre, se volcó en los cuidados de su hijo y dejó las labores de gobierno en manos de su chambelán mayor, Apolodoro, un eunuco con ciertas dotes para la política que era querido y respetado en su país, aunque le costaba hacerse respetar ante delegaciones extranjeras debido a su excesivo afeminamiento. Apolodoro viajó personalmente a Chipre para asegurarse los mejores cargamentos de madera con el fin de reconstruir Alejandría, aseguró el excedente de grano para abastecer a Roma y no perder su favor, recomendó a Cleopatra devaluar la moneda para favorecer las exportaciones y limitar la producción de papiro para elevar su precio. La reina fue sintiéndose segura dejando el gobierno en manos de aquel hombre que se había unido a su séquito durante la guerra civil contra su hermano. Fambrio, siempre cercano a la reina por orden de César, también dio su aprobación al eunuco. Cleopatra vio rebajada la presión sobre sí misma y comenzó a excederse en las fiestas y celebraciones.
La reina, aunque controlaba su ingesta del alcohol, tenía un apetito sexual voraz, y acompañada de Iras y Charmión, empezaron a resultar escandalosas para los alejandrinos. Ningún hombre satisfacía a la reina, que recordaba demasiado a César y a falta de un amante satisfactorio, Cleopatra VII se buscaba cada noche a varios.
Mitriades de Pérgamo se vio obligado a anunciar su partida hacia su ciudad y se organizó una fiesta de despedida para el sátrapa que tanto había ayudado a Alejandría. Primero trayendo refuerzos y después con consejos y ayuda para la reconstrucción.
En el patio descubierto habitual para las recepciones de “Auteles”, se instaló la camilla de la reina y un peldaño por debajo pero alrededor de ella, las camillas de Mitriades, Fambrio, su esposa y el hermano hechizado de la reina, Ptolomeo XIV. A la celebración asistía toda la nueva nobleza alejandrina, la corte que acompañaba a Mitriades en aquella expedición, los representantes del barrio judío, que se convertían en el pulmón económico de la ciudad poco a poco y unos doscientos mandos de las legiones romanas que César había dejado allí. Todos junto con sus mujeres, sirvientes o algún familiar en busca de un determinado favor de otros invitados. Un total de mil personas que pudieron admirar otra de las entradas espectaculares de Cleopatra, acompañada de Iras y Charmión.
Las tres bellezas iban vestidas con vaporosas sedas transparentes. Tres vestidos de amplios pliegues y con el mismo corte, aunque de diferentes colores. Las dos sirvientas en celeste y verde y Cleopatra en rosa. Las transparencias hacían que ninguna de ellas pudiese ocultar apenas sus encantos.
La reina llevaba la corona de nemes, un tocado hecho en tela azul y oro que cubría la totalidad de la cabeza, con un nudo detrás de la nuca. Un collar de cinco filas concéntricas de rubíes desde la garganta a sus pechos y sus anillos con forma de escarabajo, la diferenciaban claramente de sus dos sirvientas, cuyas joyas eran más discretas.
Las tres muchachas accedieron a la estancia en silencio, dando pequeños pasos coreografiados y con un semblante muy serio. Charmión no puedo aguantar la risa que le estaba provocando las caras de asombro de los invitados y las tres rompieron a reír, mientras Cleopatra ordenaba que se dispusieran dos camillas junto a la suya para sus dos sirvientas.
—Muchos invitados —observaba divertida Iras.
—Y muchos romanos —decía Charmión a quien le encantaba yacer con los rudos legionarios. A ser posible con varios a la vez.
—¿Dónde están tus nubios? —le preguntó Cleopatra, acordándose de aquellos penes anillados.
—No les he dejado venir, no quería distraerme hoy.
Las tres rieron, mientras buscaban posibles amantes desconocidos con los que no hubiesen mantenido relaciones aún.
Mitriades de Pérgamo charlaba con Fambrio y su esposa intentando mantener su mirada y su imaginación alejada de las transparencias de las tres muchachas. El romano empezaba a presentir problemas al ver a algunos de sus hombres mirar con lascivia a la reina y oír a varios invitados referirse a ella como “la boca de los diez mil hombres”.
La entrada de sirvientes con bandejas de pastelitos, era la señal para la retirada de los niños y el comienzo de la verdadera fiesta. Apolodoro, que como eunuco poco tenía que hacer allí, se retiró llevándose “al hechizado”. La esposa de Fambrio, diversos miembros de la corte, gran parte de los judíos y casi ningún romano, se marcharon de aquel patio porticado.
Junto con los dulces, el alcohol se hizo más abundante y en una hora eran escasas las personas que permanecían sobrias. El ambiente se relajó totalmente y la reina y sus dos acompañantes perdieron protagonismo antes las escenas que se iban produciendo en diferentes lugares de la estancia.
Pero en el podio central, Cleopatra, Iras y Charmión tramaban su próximo escándalo.
—¿Quién lo trae? —preguntaba la reina con malicia en la voz y la mirada.
—Aquí tienes —le dijo Iras casi sin poder aguantar la risa y pasándole un frasco de cristal que contenía un bálsamo denso y blanquecino fabricado a base de polvo de conchas de mar mezclado con grasa animal.
Las prostitutas y los prostitutos alejandrinos pintaban sus labios de blanco cuando querían indicar que se mostraban dispuestos a ofrecer sexo oral, una práctica especialmente cara en la ciudad y de la que había verdaderos especialistas.
Cleopatra introdujo su dedo índice en aquel frasco y se repartió sin espejo su contenido por los labios, quedando estos totalmente blancos. Miró a sus cómplices que dieron su aprobación al aspecto de la reina y ellas mismas impregnaron sus labios en aquel mismo producto antes de levantarse y comenzar a pasear insinuantes entre los invitados. Especialmente entre los romanos.
Charmión fue la primera en ponerse de rodillas ante un legado romano gigantón y con cara de extasiado, y meterse su miembro en la boca. Sus dos compañeras en aquella correría no tardaron en hacer lo propio y en unos minutos había tres invitados satisfechos. Iras, que la fue la primera en acabar con su particular víctima, casi no se levantó para pasar a la camilla que tenía más cercana y practicar una segunda felación.
Cleopatra también se movía entre las camillas de los invitados que no sabían qué hacer ante la provocación de la reina, mientras Charmión estaba agachada entre varios mandos de las legiones romanas que permanecían de pie, con un pene en la boca mientras masajeaba otro con una mano. Las chicas gritaban el número de eyaculaciones que iban consiguiendo en una alocada competición con sus dos rivales.
Algunas mujeres de entre las invitadas decidieron unirse a la diversión mientras varios hombres esperaban turno con sus penes erectos en la mano. Mitriades decidió marcharse de la fiesta por parecerle indecoroso para una soberana. Fambrio, sabiéndose liberado de su mujer, buscó los favores de Charmión, con la que ya había mantenido relaciones.
Cuando Cleopatra había anunciado al menos seis conquistas, abandonó la competición y se volvió a su camilla, divertida y cansada entre los lamentos de los hombres de alrededor. Iras estaba cabalgando desnuda a un comerciante griego y Charmión, que había gritado al menos doce victorias, seguía agachada rodeada de romanos.
La reina pidió cerveza fermentada con dátiles, se recostó y reparó en un efebo griego de apenas diecisiete años, que permanecía avergonzado en su camilla con un evidente bulto en la parte baja de su túnica corta y con cierto vuelo. Lo eligió para retirarse a sus habitaciones y abandonó la fiesta con el adolescente a punto de estallar sin haberla tocado aún.
A la mañana siguiente Mitriades de Pérgamo y su séquito partían hacia el este con el rumor más goloso que podían soñar. En tres días los supuestos asistentes a aquella fiesta beneficiados por los labios blancos de la reina eran varios cientos. En una semana lo sabía todo Egipto. En un mes el rumor llegó a Roma y ya se hablaba de toda una legión.