Farsalia. Grecia.

Año 48 a. n. e.

Los ejércitos de Cayo Julio César y Cneo Pompeyo “el grande” estaban dispuestos para enfrentarse en la batalla que decidiría el destino del mundo.

Los dos generales, que habían formado unos años antes el triunvirato junto con Craso, se encontraban ahora como rivales. En aquel acuerdo histórico, los tres hombres se repartían los dominios de Roma. De esta forma, Craso partió hacia Asia donde fallecería en la batalla de Carrhae ante los partos y perdería siete legiones.

Pompeyo se quedaba en Roma como gobernador de las provincias de Hispania y proveedor de grano de la ciudad, y César iniciaba una larga y exitosa campaña en las Galias y Britania.

Sin la intermediación de Craso, los dos supervivientes que habían sido buenos amigos y familiares, habían ido distanciándose a partir de la muerte de Julia, hija de César y esposa de Pompeyo. César iba ganando batallas en las Galias magnificadas por una excelente propaganda en Roma, mientras Pompeyo se sentía eclipsado y se dejaba seducir por la facción más conservadora del senado que consideraba a César un peligro para la república.

Cayo Julio César había accedido al senado con catorce años al ser nombrado sumo sacerdote de Júpiter por su tío Cayo Mario, además, a pesar de ser un crio, ya se sentaba entre las filas eminentes de la Curia Hostilia[46]. Posteriormente, durante la dictadura de Sila, cuando el joven César contaba dieciocho años, fue desposeído del cargo y proscrito, en un intento del dictator  Sila por deshacer todo lo realizado por Cayo Mario. Con ello, tuvo que abandonar su puesto en el senado, se alistó en el ejército y participó en el sitio de Mitilene, en la isla de Lesbos, Grecia. Allí destacó de forma excepcional en primera línea de combate, salvando él solo al resto de su cohorte de una muerte segura y protagonizando un papel relevante en la victoria romana. Fue aclamado por sus propios compañeros por su valentía y condecorado con la corona de roble[47] lo que le daba acceso de nuevo al senado por méritos militares. Con solo veinte años, César había sido senador dos veces.

Al final de la guerra de las Galias en el año 51 a. n. e. el senado ordenó a Julio César presentarse en Roma sin su ejército para ser juzgado por traición, por haber librado una guerra ilegal y haber reclutado más legiones de las permitidas.

En esa época, un general tenía prohibido cruzar las fronteras con dirección a Roma al mando de su ejército, tan solo podía llevar consigo una pequeña parte en caso de tener que desfilar en un triunfo, de forma que Italia quedaba totalmente desmilitarizada. Esta frontera, al norte de Roma era el río Rubicón y cruzar su lecho al frente de un ejército, significaba iniciar una guerra civil.

Cayo Julio César intentó negociar con el senado hasta el último instante y de hecho quedó él solo con sus legados al norte del río cuando las tropas que le acompañaban, únicamente la decimotercera legión, ya había cruzado junto con la caravana de carros de pertrechos. Finalmente y tras constatar que el senado de Roma no atendía a razones y entender que su amigo y admirado Pompeyo estaba dispuesto a enfrentarse a él, cruzó el Rubicón y declaró la guerra contra su propia patria, convirtiéndose en la decisión más difícil que había tomado en su vida. Recogió sus objetos personales, ordenó trasladar la tienda de mando al otro lado del río y dijo a sus legados:

—Alea iacta est.[48]

En Roma, la población amaba a Julio César por encima del senado y ya habían olvidado los éxitos militares de Pompeyo por lo que la facción más conservadora de los senadores, conocida como optimates[49], se vio obligada a huir de la ciudad ante el riesgo de ser linchados por el capiti censi[50]. Al no tener oposición, Cayo Julio César fue nombrado dictator y se dispuso a reorganizar Roma y la república. Roma no se opondría a su héroe y en su desorganizada huida, los Optimates ni siquiera se llevaron consigo el tesoro de Roma al que tenían acceso. Julio César traía un inmenso botín de la guerra de las Galias y no necesitaba más dinero, pero este hecho dificultó considerablemente la capacidad de Pompeyo para reclutar y equipar tropas.

Sin embargo, en la mañana del noveno día de sextilis[51] del año 48 a. n. e; Pompeyo disponía de doce legiones y siete mil soldados de caballería contra las ocho legiones de César y sus apenas mil jinetes.[52]

El campo de batalla había sido elegido precipitadamente. Pompeyo tenía prisa por acabar aquella guerra civil de la que se consideraba seguro vencedor y César no podía elegir por encontrarse escaso de comida y tropas. El lugar presentaba una leve elevación a favor de las tropas de Pompeyo “el grande”, que prefirió tener las montañas a sus espaldas y tener una ruta de escape hacia alguna ciudad que le fuese leal. Desplegó once de sus legiones a lo largo de aquel valle, dejando una en reserva por si se veía forzado a huir, con la caballería a su izquierda y un arroyo a la derecha.

César, con problemas de suministros y con las tropas más agotadas por la larga marcha desde Roma, también apartó una legión dejándola tras sus propias líneas en el campo de batalla pero por delante de su tienda de mando, ubicada en una loma. De esta forma quedaba un claro espacio entre la legión de reserva y las tropas que entrarían en combate. Enfrentó a su caballería con la de su rival y aprovechó el desnivel del terreno para esconder siete cohortes de forma oblicua en el ala derecha de sus legiones.

Tras observar la disposición de las tropas de su enemigo, Cayo Julio César se dispuso a pasear a lomos de su caballo por delante de la primera línea. Llevaba la corona de roble sobre su cabeza y la capa escarlata de general. Desde esta posición comenzó a arengar a sus tropas:

—¡¡¡Cunnus!!![53] tenéis ante vosotros una contienda desigual. El enemigo nos supera en número de dos a uno así que os pido que tengáis piedad de ellos porque hacen falta ¡cuatro soldados Pompeyanos para siquiera arañar a un veterano de las Galias! —Las legiones reían la gracia de su general mientras este los contemplaba orgulloso—. Hoy se decide el destino del mundo y vosotros no vais a ser los testigos, vais a ser los jueces. ¡¡Vais a ser los verdugos!! Al final del día de hoy, frente a este mar azul que nos contempla, habrá un nuevo mar rojo. Rojo de la sangre de nuestros enemigos.

Al general le gustaba demostrar que conocía a todos sus centuriones por sus nombres, así que se dirigió a algunos de ellos:

—Quinto Lutacio, ¿piensas morir hoy?

—¡No general! Yo moriré en mi cama con la barriga llena de vino y una mujer a cada lado —respondió el centurión.

—Tito “el griego” —gritó César fingiendo sorpresa— pensaba que habías huido con toda tu centuria a esconderte en un nido de ratas.

—Lo hice, general, pero desde allí pude oler tu miedo por tener que entrar en combate sin nosotros y decidí volver para que no hicieras el ridículo. —La tropa estalló en carcajadas ante la ocurrencia de aquel centurión mientras César se golpeaba los muslos con las manos y reía exageradamente.

—Décimo Pavieno, ¿sigues aquí? ¿Dónde escondes tu bastón? Por Júpiter podrías ser mi abuelo, centurión.

—¿Y quién dice que no lo soy? Alguien tiene que vigilar tus travesuras, general.

Y Cayo Julio César continuó con la arenga general:

—Se cantarán canciones sobre esta batalla, los poetas compondrán sus mejores versos inspirados en ella, ¡¡os compararán con los valientes trescientos espartanos que defendieron el paso de las Termópilas!!... Pero nada de eso os complacerá tanto como el hecho de que las rameras no volverán a insultaros por vuestros pequeños penes cuando les digáis que ¡¡luchasteis en Farsalia!! —César iba elevando el tono hasta acabar gritando con todas sus fuerzas—. ¡¡Por Marte invicto, por vuestras tierras e hijos, por Romaaaaa!!

Y las legiones al unísono contestaron a su general:

—¡¡¡Por Roma, por César!!! —Algunos soldados reían, otros lloraban, todos vociferaban sin control.

César regresó a la tienda de mando y desde allí buscó con la mirada a su oponente, Pompeyo, mientras pensaba:

“una mirada, un gesto, una señal y detendremos esta locura, querido amigo.”

Pero el único gesto que se produjo fue el sonar de las cornetas de Pompeyo dando orden de ataque a su caballería. Estaba comandada por Tito Labieno, desertor de las legiones de César que se había llevado consigo a tres mil seiscientos jinetes germanos y galos cuando cambió de bando. Aquellos expertos jinetes avanzaron al galope con los pilum en la mano, preparados para ser lanzados y sin desenvainar sus espadas.

Desde su puesto de mando, César asintió mirando a su corneta que tocó la señal para que avanzase su caballería. Estaba comandada por Marco Antonio, primo de César, que se puso a la cabeza de aquellos mil escasos jinetes dispuestos a vencer o morir en Farsalia.

Antes de que los jinetes de ambos bandos estuviesen a la distancia suficiente de lanzarse sus pilum, Pompeyo dio orden de avanzar a sus once legiones de infantería. César prefería esperar y dejar descansar a sus tropas que tendrían que avanzar por terreno ascendente.

Tito Labieno vociferó órdenes para lanzar los pilum e intentar rodear a las fuerzas de Marco Antonio a las que superaban siete a uno. El responsable de la caballería de César hizo lo propio y ambos bandos se quedaron rápidamente sin armas arrojadizas. Era difícil acertar a un blanco en movimiento disparando desde un caballo al galope y ese primer ataque no solía ser eficaz.

Aquellos ocho mil jinetes desenvainaron sus gladium y se dispusieron a un combate cuerpo a cuerpo. Cuando se oyó el sonido inconfundible del choque de espadas, César dio orden de avanzar a sus seis legiones de infantería contra las fuerzas de Pompeyo. Pero aquella también era la señal acordada para que Marco Antonio fingiese una retirada desordenada hacia la espalda de sus propias legiones por el flanco derecho.

Tito Labieno no dudó en perseguir a Marco Antonio y sus hombres sin contar con que en aquel flanco esperaban agazapadas siete cohortes de los más rudos y experimentados veteranos de la guerra de las Galias equipados con largas lanzas de madera y al mando de Cayo Crastino, fiel centurión de César durante los últimos doce años. Los hombres de Crastino dejaron pasar a los jinetes de Marco Antonio e inmediatamente después elevaron las largas lanzas de madera con intención de atacar a los caballos y provocar la caída de los hombres de Tito Labieno y rematarlos en el suelo.

La treta salió perfecta y en un instante la mitad de las fuerzas de caballería de Pompeyo estaban desmontadas, heridas y rodando por el suelo. El propio Tito Labieno, que atacaba en cabeza, fue uno de los que perdió su montura aunque pudo recomponerse sin heridas graves y continuó luchando con su gladium. Desde el suelo pudo ver como su caballería estaba totalmente desorganizada y empezaba a ser rodeada por los hombres de Marco Antonio que volvían a cargar ordenadamente y habían podido pertrecharse de pilum. En esta ocasión los blancos no estaban en movimiento, estaban rodeados de cadáveres de animales y hombres y apenas podían maniobrar, por lo que la precisión de los pilum de la caballería de César fue mucho mayor.

Cuando Tito Labieno se supo derrotado, se consagró a matar al mayor número de adversarios posible y en el fragor de la batalla se encontró con el mismísimo Cayo Crastino, que estaba cubierto de sangre de pies a cabeza. Ambos guerreros, que se conocían personalmente por haber luchado bajo las órdenes de César durante años, se atacaron y defendieron con extrema fiereza hasta que un jinete de Labieno, que aún conservaba intacta su montura, ensartó con su gladium a Crastino por la espalda y con deshonor. Tito Labieno subió a la grupa de aquel caballo y ordenó retirada a lo que quedaba de sus tropas.

Apenas seiscientos jinetes de Pompeyo volvieron grupas hacia sus posiciones defensivas perseguidos de cerca por la prácticamente intacta caballería de Marco Antonio.

Cayo Crastino, de rodillas, con un hilo de sangre propia en la boca y un mar de sangre ajena cubriéndole completamente, sacó fuerzas para gritar una última orden:

—¡Formad y desbordadles por el flanco!

Los hombres de aquellas siete cohortes, entendiendo que el final de su líder era inminente, realizaron un perfecto movimiento semicircular para caer sobre el flanco izquierdo de Pompeyo, que se hallaba desprotegido con la caballería en franca retirada.

En el centro de la batalla, Pompeyo casi duplicaba las fuerzas de César, aunque estas últimas eran mucho más experimentadas y mantenían las líneas sin demasiado esfuerzo. Cuando se acusaba cansancio, un toque de corneta hacía que la primera línea de uno y obro bando se retirase ordenadamente y entraban en juego hombres de refresco. No se estaban produciendo bajas cuantiosas en ninguno de los bandos hasta que aquellas siete cohortes que venían de destrozar a la caballería de Pompeyo, se incorporaran al combate desbordando totalmente el lateral izquierdo de las ordenadas filas pompeyanas. Su general, sorprendido por aquel movimiento ordenó reforzar ese flanco quitando hombres de refresco de las líneas que protagonizaban la lucha frontal. Cuando César observó ese movimiento, que esperaba, ordenó a su legión de reserva unirse al combate.

Rara vez un general ponía en juego a su legión de reserva, pues era su seguro de vida en caso de derrota y verse obligado a huir. Pero aquello era Farsalia. Aquello era vencer o morir y aquellos cinco mil experimentados hombres, completamente frescos por no haber entrado en combate aún, no acusaron el desnivel desfavorable del terreno para incorporarse y romper totalmente las líneas de Pompeyo, que además empezaba a verse rodeado por las siete cohortes en su flanco izquierdo.

Cneo Pompeyo “el grande” se supo derrotado aunque no ordenó inmediatamente la retirada. Las legiones de César, sin perder el orden, habían penetrado totalmente en las líneas de sus enemigos y ya daban la vuelta para empezar a rodearlos. Se observaban hombres de su flanco derecho, cruzando el arroyo para desertar y por mucho que se afinase la mirada, no se veían hombres de César morir. Solo los Pompeyanos estaban cayendo. El aviso de las cornetas de César de que la caballería de Marco Antonio regresaba para unirse al combate general, una vez aniquiladas las fuerzas de Tito Labieno, fue la señal que necesitó Pompeyo para ordenar la retirada y salvar al menos una parte de su ejército.

En dos horas, habían muerto quince mil hombres de Pompeyo, incluida casi toda su caballería y veinticuatro mil eran hechos prisioneros. El resto se desperdigó sin orden ni gobierno mientras Cneo Pompeyo “el grande” con apenas treinta leales hombres, conseguía llegar a la cercana ciudad de Larisa donde embarcaría en un carguero romano con destino incierto.

Cuando el general Cayo Julio César hizo el recuento de sus tropas, tuvo que lamentar la muerte de al menos mil doscientos de sus valerosos soldados, incluido su querido Cayo Crastino, por el que todas las legiones lloraron amargamente incluido su general.

Sin perder tiempo alguno, César publicó un edicto perdonando a todos sus enemigos e invitándoles a volver a Roma.

—Se han enfrentado a ti, querían tu destierro y tu muerte, César, ¿Por qué les perdonas? —preguntó Marco Antonio.

—Porque la república necesita oposición para funcionar. Un solo hombre con plenos poderes acaba convirtiéndose en un déspota, por lo tanto necesita una oposición que le recuerde las líneas que no debe cruzar. Muchos de esos romanos a los que ahora perdono fueron mis amigos. Como amigo mío es Pompeyo y espero que vuelva a Roma.

—¿No volverán a traicionarte?

—No confío en que hombres como Catón atienda a razones, pero sí muchos otros como Cicerón, Metelo o Tito Labieno.

Entre los beneficiados de aquel armisticio estuvo Marco Bruto, optimate reconocido y que incluso fue nombrado gobernador de Tarso. Bruto era hijo de la amante de César, Servilia Cepionis, y había estado prometido durante unos años con su única hija, aunque esta terminaría casándose con Pompeyo. También Calvino, otro relevante optimate fue puesto al frente de una fuerza expedicionaria de cuatro legiones que se dirigía a contener una nueva sublevación del Ponto, esta vez encabezada por Fárnaces,  hijo del difunto Mitriades VI.

Por último, Cayo Julio César perdonó a los veinticuatro mil soldados de Pompeyo que se habían rendido y muchos de ellos se sumaron a sus legiones, prestando juramento a su nuevo general.

El dictator, envió a Marco Antonio a gobernar en su nombre a Roma y procuró que la noticia de su perdón se difundiese rápidamente por todo el Mediterráneo con la esperanza de que llegase a oídos de Pompeyo y este no se arrojase sobre su espada. Para ello salieron emisarios al galope en todas direcciones con la orden de exhibir aquel edicto en el foro de cada una de las ciudades que encontrasen a su paso.

Con el gobierno de la república organizado y sin enemigos relevantes en el horizonte, Julio César se embarcó junto a una sola legión y su caballería para seguir los pasos de Pompeyo y conseguir dar con él para ofrecerle la paz en persona. Necesitaron treinta cinco barcos para dar cabida a aquella legión, sus pertrechos, caballos, mulas y maquinaria de infantería y asalto. César no quiso dejar nada atrás pues temía un enfrentamiento con Cneo Pompeyo hijo, primogénito de Cneo Pompeyo “el grande”, que sí disponía de algunas tropas y mucha pericia como almirante.

Pompeyo, su hijo, su esposa y apenas doscientos hombres que habían ido encontrando por el camino, viajaban en tres únicas galeras bajas en busca de un lugar donde encontrar asilo. Tras ser rechazados en Creta y en Chipre, se dirigieron a Egipto donde Pompeyo confiaba que sus antiguos favores a los Ptolomeos le abriesen las puertas a un retiro tranquilo en una ciudad civilizada lo suficientemente lejos de Roma como para no molestar a sus oponentes políticos.

La pequeña flota pompeyana llegó a Pelusium a finales de septembris y encontró su puerto absolutamente atestado de barcos de guerra egipcios, hasta el punto de que no pudieron tomar tierra y debieron fondear sus embarcaciones frente a una playa al oeste del puerto de la ciudad. Pompeyo envío en varios botes a una pequeña delegación al mando de un primun pilus [54] de su absoluta confianza, Lucio Septimio. Este regresó con algunas provisiones y la noticia de la guerra civil entre Cleopatra y su hermano Ptolomeo XIII. Los ejércitos estaban preparados pero el combate pero la batalla final aún se había producido debido a que Ptolomeo XIII seguía en Alejandría y debía presentarse en el campo de batalla para que el resultado de la contienda fuese oficial.

Pompeyo supo que Pelusium estaba tomado por el bando de Ptolomeo XIII, cuyo general, Aquilas, estaba allí mismo y envió de nuevo a Lucio Septimio para solicitar una audiencia ante el niño rey. Bien podía haber solicitado aquella misma audiencia a Cleopatra VII, pues Pompeyo había alojado en Roma al padre de ambos durante su exilio y conocía su testamento, en el que se dejaba a ambos hermanos el trono de Egipto, pero optó por el bando que tenía más a mano.

Lucio Septimio solicitó aquella audiencia al secretario del secretario del secretario de un funcionario de rango menor y la noticia de que Cneo Pompeyo “el grande” estaba fondeado en Pelusium tardó dos días en llegar a Aquilas.

El general egipcio mandó llamar a Potino para analizar la situación, pues la noticia de la derrota de Farsalia había llegado ya a Pelusium.

—Pompeyo “el grande”, nos pide asilo —comenzó a decir Aquilas.

—Sería un gran aliado —contestó Potino pensativo.

—Si, ¿pero qué pensará de esta guerra?

—No es esa la pregunta, Aquilas. La pregunta es ¿qué pensará el vencedor de Farsalia y ahora amo del mundo de que demos cobijo y asilo a su enemigo? —dijo Potino, que ya maquinaba un plan.

—Cierto —dijo Aquilas—. Debemos pedirle que abandone la ciudad y continúe su ruta hacia el oeste.

—Podría ser así, Aquilas, pero ¿y si entregamos la cabeza de Pompeyo a su enemigo, Julio César? Ese sí sería un gran aliado e inclinaría la balanza de esta guerra definitivamente en contra de Cleopatra. —Potino mostraba su perfil más sibilino y peligroso mientras miraba a Aquilas fijamente.

—¿Matar a un senador romano, Potino?

—Matar a un enemigo del amo del mundo. Eso nos convertirá inmediatamente en amigos del hombre más poderoso de Roma.

El general y el eunuco se quedaron de pie, mirándose en silencio y pensativos hasta que el hombre que conservaba sus testículos preguntó:

—¿Cómo lo hacemos?

—Siguiendo nuestra más refinada y legendaria técnica: el soborno.

En la mañana del 28 de septembris del año 48 a. n. e. una barcaza con la enseña del rey Ptolomeo XIII se acercaba a las naves de Pompeyo para llevarle a tierra, donde tendría lugar la audiencia solicitada.

Pompeyo vistió su toga praetexta ribeteada en púrpura que le identificaba como miembro del senado de Roma y se dispuso a tomar asiento en aquella barcaza que consideraba indigna de su rango, pero que al fin al cabo le llevaría a tierra para conseguir sus fines.

Sexto Pompeyo sospechó de aquella exigua delegación y de que el desembarco fuese a realizarse en la desierta playa cercana y no en puerto y con honores como correspondía a un senador romano, pero su padre no hizo caso.

La esposa de Pompeyo, Cornelia Metela, sospechó del bajo rango de los funcionarios que venían a recoger a su esposo. Como mínimo debía haber acudido Aquilas en representación del rey, pero su marido no le hizo caso. Confío en una escolta personal compuesta por solo cuatro hombres al mando de Lucio Septimio y se dispuso a desembarcar en aquella playa más preocupado por conservar debidamente los pliegues de su toga que por su vida.

En la playa esperaban Aquilas y el eunuco Potino, sonrientes e intentando contener los nervios. Pompeyo percibió aquel nerviosismo pero lo achacó a la importancia de su persona y la preeminencia de su cargo.

Apenas puso un pie en tierra, procurando no mojarse la toga, notó un fuerte dolor en la espalda y cómo su propia sangre ardiente le chorreaba por las nalgas y las piernas. Cneo Pompeyo “el grande” miró a sus pies y observó un leve reguero de sangre manchando su toga. Notó un segundo impacto en la espalda que se vio inmediatamente seguido por la reconocible hoja de un gladium que le había atravesado el pecho desde detrás. Pudo ver el metal unos instantes antes de que desapareciese con un fuerte tirón. Las piernas le fallaron. Cayó de bruces a la arena aunque consiguió darse la vuelta, entre burbujeos de sangre en la boca y el pecho, para ver a su asesino, su leal Lucio Septimio.

Sabiéndose asesinado ocupó sus últimos instantes en taparse la cara con la toga, pues nadie debía ver la faz de un romano muriendo. Una vez tapado, aspiró profundamente y murió.

Lucio Septimio se aproximó al cadáver ante las caras de horror de Aquilas y Potino y volvió a clavar su gladium en el corazón de Pompeyo, tras lo cual, de dos tajos separó la cabeza del cuerpo y, asiéndola por la caballera, se la entregó al eunuco, que inmediatamente la introdujo en una cántara de barro rebosante de natrón, el líquido usado en la casa de la muerte para conservar los cuerpos durante el proceso de momificación. Dos sirvientes cargaron la cántara y toda la comitiva abandonó la playa, mirando a la pequeña flota pompeyana de soslayo. Esta, testigo de excepción del asesinato en la distancia, ya levaba anclas para abandonar aquellas aguas entre los desgarradores gritos de dolor de Cornelia Metela y las lágrimas Sexto Pompeyo.

El resto del cadáver de Cneo Pompeyo “el grande” quedó abandonado en aquella playa desierta a merced de las olas.

El ocaso de Alejandría
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