Alejandría.

Año 58 a. n. e.

La repudiada Trifena y su hija Benerice “la favorita” se hallaban en el palacete de un potentado griego residente en Alejandría, dedicado al comercio de vasijas de cristal de roca tallada. La residencia se encontraba en los aledaños del templo de Amón y las dos mujeres esperaban para encontrarse en secreto con Akros, sumo sacerdote de la ciudad.

El comerciante griego accedió a la estancia donde las dos mujeres esperaban y les dijo:

—Es el momento.

Trifena y Benerice se desnudaron completamente, tomaron algunas vasijas y cestos de mimbre y se dispusieron a seguir al griego hasta el templo de Amón. La mejor forma de pasar desapercibidas era despojarse de sus ropas, pues era costumbre que las mujeres en Egipto trabajasen desnudas. La breve comitiva no llamó la atención entre la multitud que transitaba las calles de Alejandría y accedieron primero al templo y después a las estancias privadas de Akros, donde se les facilitaron túnicas antes de que llegase el sacerdote.

Akros, totalmente depilado y vestido con lino blanco sin joyas como mandaba la tradición de su orden, inclinó la cabeza en señal de reverencia ante Benerice “la favorita”, a quien adoraba, siendo algo menos respetuoso con Trifena, que ya no era reina. Sin embargo fue esta quien tomó la palabra:

—Debemos hacerlo, sumo sacerdote. El pueblo nos apoyará.

Benerice miraba a su madre aterrada.

—Desconozco si nos apoyaran en un primer momento, pero no habrá una ocasión mejor. La pérdida de Chipre ha sido un golpe durísimo para Egipto. —¿Nos apoyan en Karnak? —preguntó Trifena.

—Nos apoyaran.

—¿Seré reina? —intervino Benerice “la favorita”.

—Antes tendremos que derrocar a un rey —sentenció Akros.

 

 

Desde que tenía cinco años, a la princesa Cleopatra, se la había hecho acompañar de otras dos niñas de su misma edad que serían sus compañeras de juegos, sirvientas y confidentes durante toda su vida. Las familias más poderosas y nobles de Alejandría pugnaban por el honor de que una de sus hijas fuese la compañera de juegos de alguno de los vástagos de la familia real. En caso de Cleopatra, estas niñas eran Iras y Charmión. Las tres contaban once años y apuntaban belleza mientras jugaban en el palacio real con un caballo de madera.

Un anciano que debía tener ochenta años se acercaba a ellas con sorprendente agilidad. Por su aspecto debía ser miembro del culto a Amón, aunque ninguna de las tres despreocupadas niñas le había visto nunca en palacio.

El anciano se dirigió a las más pequeña en estatura de las tres, una cría de piel aceituna y grandes ojos negros que miraba como se acercaba aquel hombre sin que la guardia hiciese nada, lo que la hizo confiar.

—Princesa Cleopatra, ¿daríais un paseo conmigo?

—No sé si me dejan —contestó la princesa mirando a Iras y a Charmión.

—¿Quién os lo impide? —insistió el anciano.

—No lo sé —contestó Cleopatra avergonzada.

—Veo que no sabéis muchas cosas, princesa, esto deberá cambiar.

—¿Pueden venir Iras y Charmión conmigo?

—Si, por supuesto, princesa. Podéis venir las tres.

—¿Y adonde iremos? —preguntó Iras desconfiada.

—A dar un largo paseo, hasta Karnak.

El anciano tomo a la princesa Cleopatra en su regazo y a Charmión de la mano, mientras Iras les seguía curiosa y divertida.

—No sé si nos dejan ir a Karnak —dijo Cleopatra mientras veía como aquel anciano las sacaba del palacio real con la absoluta complicidad de numerosos guardias.

—Eso dependería de a quien pidieseis permiso, princesa.

—Entonces, ¿nos estas secuestrando? —preguntó Iras.

—No, pequeña. Os estoy protegiendo.

Las niñas sonrieron divertidas ante aquella aventura, pues no percibían peligro alguno.

—¿Cómo te llamas? —preguntó la princesa Cleopatra.

—Me llamo Ahsted.

—¿Tienes un palacio como este en Karnak?

—Si, princesa. Soy el sumo sacerdote del templo de Karnak y guardo el palacio de Amón-Ra.

Las niñas fueron introducidas en un calesín cubierto tirado por cuatro mulas y conducido por un sirviente, mientras sus cuatro pasajeros jugaban a estar callados, entre los incipientes disturbios y vocerío que se iniciaban en Alejandría. Benerice había iniciado el derrocamiento de su padre.

El ocaso de Alejandría
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